tag:blogger.com,1999:blog-74741175097871218712024-02-20T10:06:36.358-08:00la tinta de la callealejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.comBlogger9125tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-16451644318410423272009-08-20T06:13:00.000-07:002009-08-20T06:17:15.852-07:00Los periodistas literarios. Norman Sims<div align="left"><strong><span style="font-size:130%;">PRÓLOGO</span></strong><br /><br /><em>Las cosas que son vulgares y chillonas en la novela funcionan maravillosamente en el periodismo porque son ciertas. Por eso hay que tener cuidado de no compendiarlas, porque se trata del poder fundamental que uno tiene en sus manos. Hay que disponerlo y presentarlo. Hay en ello mucho de habilidad artística. Pero no se debe inventar.<br /></em> <strong>John McPhee<br /></strong><br />Hace años que los periodistas practican su oficio sentados cerca de los centros de poder: el Pentágono, la Casa Blanca, Wall Street. Como perros bajo mesa, han esperado que les caigan sobras de información de Washington, de Nueva York y de su visitas a los juzgados, las alcaldías y las estaciones de policía.<br />Hoy en día, las sobras de información no satisfacen el deseo de los lectores de saber cómo hace las cosas la gente. En su vida diaria, los lectores manejan explicaciones psicológicas de los hechos que suceden a su alrededor. Pueden vivir en mundos sociales complejos, en medio de tecnologías avanzadas, donde "los hechos" apenas empiezan a explicar lo que está sucediendo.<br />Las historias cotidianas que nos hacen penetrar en la vida de nuestros vecinos solían encontrarse en el mundo de los novelistas, mientras que los reporteros nos traían las noticias de lejanos centros de poder que a duras penas afectaban nuestras vidas.<br />Los periodistas literarios reúnen las dos formas. Al informar sobre las vidas de las personas en el trabajo, en el amor, o dedicadas a las rutinas normales de la vida, confirman que los momentos cruciales de la vida diaria contienen gran dramatismo y sustancia. En lugar de merodear en las afueras de poderosas instituciones, los periodistas literarios tratan de penetrar en las culturas que hacen posible que funcionen.<br />Los periodistas literarios siguen su propio conjunto de reglas. Al contrario del periodismo normal, el literario exige sumergirse en complejos y difíciles temas. La voz del escritor sale a la superficie para mostrar a los lectores que hay un autor trabajando. La autoridad se hace manifiesta. Ya sea el tema un vaquero y su esposa en el "Panhandle" <strong>1 </strong>tejano o un equipo de diseñadores de computadores en una agresiva compañía, sólo reporteros persistentes, competentes y comprensivos podrán revelar sus detalles dramáticos. La voz trae a los autores a nuestro mundo.<br />Cuando Mark Kramer descubre los olores en una sala de operaciones y no puede dejar de pensar en un bistec, "a su pesar", su voz es tan fuerte como una bofetada. Cuando John McPhee pide "gorp" <strong>2</strong> y sus compañeros de viaje en Georgia discuten si le deben dar poco al "pequeño bastardo yanqui", su monumento de humildad determina nuestro ánimo.<br />Al contrario de los novelistas, los periodistas literarios deben ser exactos. A los personajes del periodismo literario se les debe dar vida en el papel, exactamente como en las novelas, pero sus sensaciones y monumentos dramáticos tienen un poder especial porque sabemos que sus historias son verdaderas. La calidad literaria de estas obras proviene del choque de mundos, de una confrontación con los símbolos de otra cultura real. Las fuerzas esenciales del periodismo literario reside en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo.<br />La mayor parte de los lectores conoce bien una rama del periodismo literario, el "nuevo periodismo", que empezó en los años sesentas y duró hasta mediados de los setenta. Muchos de los nuevos periodistas, como Tom Wolfe y Joan Didion, han seguido produciendo libros extraordinarios. Pero periodistas literarios como George Orwell, Lillian Ross y Joseph Mitchell llevaban mucho tiempo trabajando antes de que aparecieran los nuevos periodistas. Y ahora ha surgido una generación de escritores más jóvenes que no necesariamente se consideran nuevos periodistas, pero para quienes la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo son características de su obra. Durante años he coleccionado y admirado esta forma de escritura. Ocasionalmente, los lectores de revista la descubren en Esquire, The New Yorker, The Village Voice, New York, algunas de las mejores publicaciones regionales como el Texas Monthly, y hasta en The New York Review of Books. Los suscriptores reconocerán muchos de los trabajos reunidos en este libro.<br />Esta forma de escribir ha sido llamada periodismo literario y a mí me parece un término preferible a otras propuestas: periodismo personal, nuevo periodismo y paraperiodismo. Algunos colegas --- soy profesor de periodismo --- sostienen que no es sino un híbrido, que combina las técnicas del novelista con los hechos que reúne el reportero. Puede ser así. Pero las películas combinan la grabación de la voz con la fotografía, y sin embargo este híbrido merece un nombre.<br />Al tratar de definir la novela, Ian Watt encontró que los primeros novelistas no eran de mucha ayuda. No habían rotulado sus libros como "novelas" y no trabajan dentro de una tradición. El periodismo literario lleva justo el tiempo necesario para haber adquirido un conjunto de reglas. Sus practicantes saben donde están sus límites. Las "reglas" de la armonía en la música se han derivado de lo que hicieron los compositores de éxito. El mismo método puede ayudar a explicar lo que los escritores de éxito han hecho al crear el género del periodismo literario. Interrogué a varios de ellos sobre su oficio, y sus respuestas cubren la mayor parte de esta introducción. También la forma tiene una historia respetable; no llegó hecha y derecha con los nuevos periodistas de los sesentas. A.J. Liebling, James Agee, George Orwell, John Hersey, Joseph Mitchell y Lillian Ross habían descubierto el poder que podían generar las técnicas del periodismo literario mucho antes de que Tom Wolfe anunciara el "nuevo periodismo".<br />Los nuevos periodistas de los sesentas llamaron la atención hacia sus propias voces; conscientemente le devolvieron al reportaje la caracterización, los motivos y la voz. Los reporteros normales, y algunos novelistas, no tardaron en criticar el nuevo periodismo. Sostenían que no siempre era exacto. Era ostentoso, vanidoso y violaba las reglas periodísticas de la objetividad. Pero lo mejor ha perdurado. Los periodistas literarios de hoy comprenden claramente la diferencia entre los hechos y la mentira pero no admiten las diferencias tradicionales entre la literatura y el periodismo. "Algunas personas tienen una idea muy clínica del periodismo," me dijo Tracy Kidder en el estudio de su casa en los montes Berkshire de Nueva Inglaterra. "Es una idea antiséptica, la idea de que no se puede presentar una serie de hechos en una forma interesante sin viciarlos. Es una completa tontería. Es la máxima tendencia maquinista". Kidder ganó tanto el premio Pulitzer como el American Book Award en 1982 por El alma de una nueva máquina, un libro que siguió a un equipo de diseño en la creación de un nuevo computador. Construye en el la narración con una voz que permite la complejidad y la contradicción. Sus medios literarios --- una fuerte línea narrativa y una voz personal ---, atraen al lector hacia algo quizás más reconocible como un mundo real que la clase de reportaje basada "sólo en los hechos".<br />Como lector, reacciono en forma diferente ante el periodismo literario que ante los cuentos o al reportaje norma. Saber que esto sucedió realmente cambia mi actitud mientras leo. Si descubriera que una obra de periodismo literario ha sido hecha como un cuento, mi decepción arruinaría cualquier efecto que hubiera creado en cuanto literatura. Al mismo tiempo, me siento a leer esperando que el periodismo literario cause emociones que no producen los reportajes normales. Me ayude o no a vivir el periodismo literario diferentemente de otras formas literarias, lo leo como si así fuera.<br />Los periodistas literarios se meten en su narracciones en mayor o menor grado, y admiten tener debilidades y emociones humanas. A través de sus ojos, observamos a personas normales en contexto cruciales. Mark Kramer presenció muchas operaciones de cáncer en las que peligraban las vidas de otras personas en la mesa de operaciones. Contextos cruciales, sin duda, y más aún cuando Kramer un día se descubrió una mancha y temió que significará que tenía cáncer. En El Salvador, Joan Didion abrió la cartera y oyó, en respuesta, "el clic del metal sobre el metal de un lado a otro de la calle" al montar los soldados las armas. En tales momentos involuntariamente, tomamos partido en asuntos sociales y personales. estos autores comprenden y transmiten sensaciones y emociones, las dinámicas internas de las culturas. Como los antropólogos y los sociólogos, los reporteros literarios consideran que comprender las culturas es un fin. Pero al contrario de esos académicos, dejan libremente que la acción dramática hable por sí misma. Bill Barich nos lleva a las carreras de caballos y da vida al deseo del jugador de controlar las fuerzas aparentemente mágicas de la vida moderna; se propone encontrar las esencias y las mitologías del hipódromo. En contraste, el reportaje normal presupone causas y efectos menos sutiles, basados en los hechos referidos más que una comprensión de la vida diaria. Cualquiera que sea el nombre que le demos, esta forma es ciertamente tanto literaria como periodística, y es mas que la suma de sus partes.<br />Dos generaciones activas de reporteros literarios trabajan hoy en día. Ambas están representadas en este libro.<br />John McPhee, Tom Wolfe, Joan Didion, Richard Rhodes y Jane Kramer encontraron sus voces durante la época del nuevo periodismo, de mediados de los sesentas a mediados de los setentas. El nombre de Wolfe sugiere visiones de extravagante con el lenguaje y la puntuación. Esta pirotecnia ha disminuido en sus trabajos mas recientes. Durante veinte años de constante producción, Wolfe ha comprobado el poder de resistencia del enfoque literario del periodismo.<br />Escritores como Wolfe, McPhee, Didión, Rhodes y Jane Kramer han influido en una nueva generación de periodistas literarios. Entrevisté a varios de estos escritores mas jóvenes. Me contaron que crecieron dentro del nuevo periodismo y que lo veía como modelo de su oficio en desarrollo.<br />Richard West, de 43 años, que ayudó a lanzar el Texas Monthly y que después escribió para las revistas New York y Newsweek, recuerda haber descubierto los escritos de Jimmy Breslin, Gay Talese y Tom Wolfe cuando era estudiante de periodismo. "Esos tipos eran maravillosos escritores. Asombrosos. Era como oír rock "n" roll en lugar de Patti Paige. Le abrían a uno los ojos a nuevos panoramas si uno quería se escritor de literatura no novelesca" me dijo West.<br />Mark Kramer, de 40 años, autor de Invasive Procedures, dijo que la obra de George Orwell lo introdujo al periodismo literario, sobre todo Down and Out in Paris and London, en la Orwell escribe sobre sus peripecias de vagabundo antes de la Segunda Guerra Mundial. Los nuevos periodistas fueron para Kramer un modelo más inmediato. "Leí temprano a Tom Wolfe" , dijo. "Soy un nuevo periodista de la segunda generación. Leí a McPhee cuando estaba empezando a formarme. El libro de Ed Sanders sobre Manson, La familia, tuvo una enorme influencia en mí. Él se permitió hablar. Era la primera vez que sentía una voz confiable en la escena, en lugar de una voz institucional".<br />Sara Davidson, de 41 años, aprendió las rutinas del reportaje normal a finales de los sesentas, en la Escuela de Periodismo de Columbia y en el Boston Globe. "Cuando empecé a escribir en las revistas, Lillian Ross era mi modelo", dijo "Yo iba a hacer lo que Lillian Ross había hecho. Nunca usaba el "yo", pero era obvio que había una conciencia orientadora que lo guiaba a uno". Después, Davidson descubrió que sus historias necesitaban la primera persona. Las fuertes voces narrativas de Joan Didion, Tom Wolfe y, recientemente, la de Peter Matthiessen en The Snow Leopard, han sido sus modelos.<br />Tracy Kidder, de 38 años, admiraba a Orwell, Liebling, Capote, Mailer, Rhode, Wolfe y muchos otros. Pero cuando le pregunté si había algún escritor que se destacará en su desarrollo, dijo rápidamente: "McPhee ha sido mi modelo. Creo que es el mas elegante de todos los periodistas que están escribiendo hoy".<br />Mark Singer, a los 33 años, el más joven del grupo incluido aquí, resume el rumbo de descubrimiento que siguieron los periodistas literarios más jóvenes. En Yale se especializó en inglés y se limitó a leer. "Creo que mis modelos eran los periodistas. En realidad, estudié a los periodistas. Era muy consciente de quienes y qué escribían. A principios de los setentas, los periodistas empezaban a volverse estrellas. Sólo cuando entré a The New Yorker en 1974 tuve contacto con personas como Liebling y John Bainbridge, que escribió The Super Americans, un libro brillante sobre Texas. Pasó cinco años viviendo en Texas. Me puse a leer todo lo que Bainbridge había escrito" . Singer, que se crió en Oklahoma, también fue influenciado por Norman Mailer y por escritores de The New Yorker como Lillian Ross, Calvin Trillin y Joseph Mitchell. "estas cosas las han escrito ciertos escritores en todas las épocas", me dijo. "La gente habla sobre Defoe o Henry Adams o muchos otros. Cuando Francis Parkman escribió The Oregon Trail estaba haciendo una especie de periodismo como historia. Creo que todas las épocas han tenido escritores así. Simplemente sucede que yo soy lo bastante miope como para concentrarme sólo en mis contemporáneos".<br />Durante esos meses de visitas a los escritores, me hablaron sobre los placeres de su oficio, sobre las dificultades que han encontrado, sobre los puntos esenciales del periodismo literario (las "reglas del juego"), y sobre los límites de la forma. El periodismo literario no fue definido por los críticos; los escritores mismos han reconocido que su oficio requiere inmersión, estructura, voz y exactitud. Conjuntamente con estos términos, caracterizan al periodismo literario contemporáneo un sentido de responsabilidad hacia los temas y una búsqueda del significado fundamental del acto de escribir.<br /><br /><strong>La inmersión<br /></strong>Vivo en el valle del río Connecticut al oeste de Massachusetts, donde tiene su hogar un sorprendente numero de novelistas, periodistas independientes, artistas y hombres de letras. Cuando le mencioné a algunos amigos que pronto iría a visitar a John McPhee en Princeton, New Jersey, la reacción era siempre la misma: "Pregúntale si leyó mis libros". Querían que le mencionara sus nombres. Los escritores, profesores de inglés y lectores ávidos que conozco sienten por él un enorme respeto.<br />Al mismo tiempo, como profesor de historia del periodismo y reportaje en la Universidad de Massachusetts, sé que a algunos de la vieja guardia no les gusta. Los periodistas literarios son los herejes de la profesión. Un anciano de la tribu de los "viejos periodistas" me escribió una vez, usando una extraña metáfora mixta, para informarme que "McPhee es un ilusionista del periodismo, eso es todo... La urdimbre periodística del señor McPhee y su trama literaria son una tela demasiado delgada para que cualquiera de nosotros en la profesión remendemos nuestras gastadas trivialidades". Pero la media docena de periodistas literarios que vi antes de entrevistar a McPhee mostraron todos respeto. En el tren a Princeton, pensé en la frase de Tracy Kidder (McPhee ha sido mi modelo") y me di cuenta de que había influenciado a muchos otros escritores jóvenes.<br />McPhee es un hombre reservado, amigable pero cauteloso. Al entrar en su oficina en la Universidad de Princeton, examiné los recuerdos que dan fe de su inmersión en temas como la geología, las canoas de remo y los osos de New Jersey. En una pizarra tenía pegado un letrero de advertencia: Peligro. Trampa de osos. No se acerque.<br />Tomé a pecho el mensaje. En la pared opuesta tiene un mapa geológico de los Estados Unidos del tamaño de una ventana. Del mapa cuelga un hilo de nailon verde, pegado con alfileres, que va de costa a costa. El hilo atraviesa los Apalaches, pasa derecho sobre las planicies y las Montañas Rocosas, y luego oscila en la región de la Cuenca y la Sierra (las montañas y valles de Utah y Nevada) donde, dice McPhee, las formaciones de roca de color en el mapa "parecen marcas elásticas". La línea verde traspasa la Sierra Nevada y termina en el Océano Pacífico. El hilo de nailon sigue la autopista Interstate 80 de costa a costa; es la cinta narrativa que ata los dos recientes libros de McPhee sobre la geología de Norteamérica. estos empezaron como un único artículo sobre los atajos en las carreteras en torno a la ciudad de Nueva York. Un geólogo le dijo después que la mejor manera de representar la geología de Norteamérica es con una línea de este a oeste, y Mcphee se puso a pensar entonces en la Interstate 80. "Desarrollé una ambición saltona," me dijo. "¿Por qué no ir a California? ¿Por qué no mirar todas las rocas?" Cuatro años y dos libros después, tomó un descanso del tema, aunque dijo que le llevará dos libros más completar la jornada.<br />"Descubrí que uno tiene que comprender una gran cantidad de cosas aunque sólo sea para escribir un pequeño fragmento. Una cosa lleva a otra. Hay que meterse dentro del asunto para hacer que casen las piezas", dijo. Para muchos escritores esto tiene un sentido intuitivo, pero los diecisiete libros de McPhee, escritos en diecinueve años, demuestran una extraordinaria resistencia. Ha hecho casar las piezas para escribir sobre las armas atómicas, la historia de la canoa de corteza, la tecnología de un avión experimental, las guerras ambientales entre David Brower, el director del Sierra Club, y los urbanizadores ávidos de tierra virgen, las complejidades del tenis y del basquetbol, las culturas aisladas tanto de los eriales de pinos de New Jersey como de las Hébridas centrales de Escocia, los conflictos entre los habitantes de Alaska y la geología de Norteamérica. Ningún escritor de no-ficción se acerca hoy a la diversidad de temas de McPhee.<br />Para McPhee, y para la mayor parte de los temas periodistas literarios, la comprensión empieza con un contacto emocional, que sin embargo pronto lleva a inmersión. En su forma más simple, la inmersión significa el tiempo dedicado al trabajo. McPhee recorrió 1.100 millas de carreteras sureñas con una zoóloga de campos antes de escribir Viajes por Georgia. Varias veces atravesó el país con geólogos por la Interstate 80 para Basin and Range y In Suspect Terrain. Durante un período de dos años hizo largos viajes por Alaska, de meses enteros y en todas las estaciones, haciendo notas para Coming into the Country. Los periodistas literarios apuestan con su tiempo. Su tiempo. Su impulso de escribir los lleva a la inmersión, a tratar de aprender todo lo que hay que saber sobre un tema. No todos los escritores jóvenes pueden arriesgar dos años en un proyecto que puede o no ganarse la lotería. Bill Barich ganó su apuesta. Con cinco novelas inéditas, se fue de la casa para vivir en el hipódromo. Su relato de esas semanas, Laughing in the Hills, llamó la atención de Robert Bingham y de William Shawn, el editor ejecutivo y el editor del New Yorker respectivamente. La mayor parte de los periodistas literarios piensan que la inmersión es un lijo que no podría existir sin el apoyo financiero y editorial de una revista.<br />Tracy Kidder pasó ocho meses en una compañía de computadores antes de escribir The Soul of a New Machine. Aunque había escrito muchos artículos para The Atalntic, como escritor independiente no podía contar con un cheque regular. Un adelanto por el libro lo libró de la constante necesidad de producir artículos durante los dos años que le llevó investigar y escribir. Cuando lo viste por primera vez, la casa de Kidder estaba de fiesta. Tres días antes, el comité del premio Pulitzer había anunciado los ganadores de 1982. Kidder había recibido el premio general de no-tificación. Su estrecha oficina, contigua a la sala todavía daba muestras de la lucha por abrirse paso. La decoración era estrecha. Cañas de pescar, una red y un desmechado sombrero de paja colgaban en un rincón cerca de una pequeña estufa de leña. Una foto sobre el escritorio, tomada mientras estaba sumergido en un trabajo sobre vagabundos, mostraba a Kidder viajando en una plataforma de ferrocarril en alguna parte del noroeste del país. Pilas desordenadas de cuadernos rodeaban la máquina de escribir. El cuarto parecía un bar de esos donde abundan las peleas.<br />Físicamente Kidder es imponente, con la contextura de un jugador de fútbol americano. Tiene el aspecto de ser tan rudo como un editor local de los antes. Pero no perfora a la gente con preguntas incisivas. "No sé cómo metérmele a la gente a la fuerza", dijo. "Nunca he llegado a ninguna parte con esa técnica.<br />Una buena manera de investigar es irse a vivir de verdad con la gente. Cuando ya siento que tengo la libertad de hacer la pregunta desagradable, pues la hago. Pero no sirvo para importunar a la gente. Calculo que si no me dicen lo que quiero ahora, me lo dirán después. Así que sigo yendo".<br />Mark Kramer se jugó dos años de su vida escribiendo Three Farms: Marking Milk, Meat anh Money from the American Soil. Durante esos dos años recibió apoyo literario de Richard Todd. el editor jefe de The Atlantic, quién también le ayudó a Kidder hasta terminar Soul of a New Machine, y sobrevivió con las limitadas entradas de un pequeño adelanto y una subvención de una fundación. También a él le funcionó la puesta. Las ganancias de Three Farms y otra subvención le permitieron escribir Invasive Prodedures. Observó trabajar a los cirujanos durante casi dos años, hasta cuando se sintió seguro de haber comprendido la rutina de la sala de operaciones, de distinguir entre las buenas y las malas técnicas, y de poder "traducir las interrelaciones sociales en la sala de operaciones".<br />"Hay que quedarse mucho tiempo antes de que la gente le deje a uno conocerla", dijo Kramer. "Se muestran cautelosos la primera, y la segunda, y las diez primeras veces. Entonces uno se vuelve aburridor, y la gente olvida que uno esta ahí. O si no, lo convierten a uno en algo de su propio mundo. Nos convierten en un cirujano residente o en un peón de granja o en un miembro de la familia. Y uno deja que suceda".<br />Todos los escritores con los que hablé me contaron historias parecidas. Su trabajo empieza con la inmersión en un mundo privado; esta forma de escribir puede muy bien llamarse "periodismo de la vida diaria".<br />Durante un mes de investigación, Richard West alternó turnos de día y de noche mientras escribía "El poder del 21" para la revista New York. El horario de West empezaba a las seis de la mañana en el famoso restaurante "21" de Nueva York. Siguió la actividad del restaurante de abajo arriba, del sótano y el personal preparatorio de la mañana temprano hasta la cocina y los chefs, y luego, al almuerzo, hasta el comedor con los cantineros y el jefe de camareros. Sus turnos nocturnos empezaban hacia las cuatro de la tarde, cuando llegaba otro personal, y terminaban a la una de la madrugada. Aspiró el aire de las cocinas, lleno de vapor y de aromas culinarios, y el de los comedores, lleno de humo de cigarros y gente de categoría.<br />"Era un día largo, pero había que estar ahí y ellos no me impusieron ninguna regla," dijo West. "Lo que hay que hacer es convertirse en parte del decorado hasta que ellos tomen confianza y hagan las cosas frente a uno. Uno puede captar los detalles superficiales, pero no las emociones que uno busca (cómo funciona la gente) hasta que uno desaparece. A veces nunca se logra esto y en ese momento la historia se desinfla. Me llevó tiempo, pero llegué a que confiaran en mí y les cayera bien. Parece que mucho depende de la personalidad. Si uno es una persona a la que le gusta la gente y que la respeta, y que demuestra un interés verdadero, las cosas resultan fáciles. Uno no puede ser arrogante. No puede ser áspero. Eso sencillamente no funciona".<br />Mark Singer sólo llevaba dos años de haberse graduado en Yale cuando entró al New Yorker. Todavía descubierto su voz como escritor. "Empecé a recorrer la ciudad y descubrí que no toda era Manhattan", me dijo. "Decidí que la gente sobre la que quería escribir no era la gente famosa. Haber crecido lejos de Nueva York tal vez me permitió ver y escribir sobre cosas que de otra manera habría podido pasar por alto. Me afectan ironías que un nativo podría no notar"<br />Hablé con Singer en las oficinas del New Yorker, en el opaco y ruidoso cubículo del piso dieciocho, que fuera una vez despacho de McPhee. La esposa de Singer es abogada. Fue quién por primera vez le mencionó a los "entusiastas" del edificio de los tribunales de Brooklyn, los espectadores cuya constante asistencia a los juicios los capacita para ser críticos dramáticos de los juzgados. "Empecé a frecuentar los tribunales", contó Singer. "Durante varios meses fui un par de días a la semana. Escribía al mismo tiempo columnas de la sección "Talk of the Town". Me llevó algo así como dieciséis meses, simplemente yendo a pasar el tiempo con ellos".<br />Después de todos esos meses, cambió la tarea, como siempre ha de ser, del reportaje a la escritura. "Tengo que explicárselo a la gente que sólo sabe lo que yo sabía cuando empecé", dijo Singer.<br /><br /><strong>La estructura</strong><br />John McPhee alzó el brazo y sacó del estante un libro grande empastado que contenía sus notas de 1976 sobre Alaska. "Este es un gordo", dijo. Las páginas a máquina representaban su paso al reportaje a la escritura, del campo a la máquina de escribir. Escondida dentro de estas notas detalladas, como una estatua dentro de un bloque de granito, hay una estructura que puede animar la historia para sus lectores.<br />"El escrito tiene una estructura interior", dijo. "Empieza, se encamina hacia alguna parte, y termina de una manera pensada de antemano. Yo siempre sé la última línea de una historia antes de que haya escrito la primera. Al examinar con cuidado todo esto, uno crea la forma y el aspecto del asunto. También es un alivio para el escritor, ya conociendo la estructura, poder concentrarse en una cosa cada día. Ya se sabe dónde colocarla". La estructura, en un escrito largo de no-ficción, implica más trabajo que simplemente organizar, según McPhee. "La estructura es la yuxtaposición de las partes, la manera en que dos partes de un escrito, por el simple hecho de ponerlas una junto a la otra, puede comentarse mutuamente sin que se diga una sola palabra. Es mucho lo que se puede decir por la forma como está ensamblado el escrito, es algo que puede estar en su estructura sin que el autor tenga que explicarlo".<br />McPhee registró por un momento un archivador y encontró un diagrama de la estructura de "Viajes por Georgia". Parecía como una "e" minúscula de imprenta. "Es una estructura sencilla, una cronología reensamblada", explicó McPhee. "Fui para escribir sobre una mujer que, entre otras cosas, recoge animales muertos de las carreteras y se los come. Hay un problema inmediato cuando uno empieza a pensar en un material así. El editor del New Yorker es prácticamente un vegetariano. Yo sabía que le iba a presentar esta historia a William Shawn y que iba a ser muy difícil hacerlo. Esto sirvió para un propósito, el de meditar sobre cuál sería la reacción del lector común. Cuando la gente piensa en animales muertos en la carretera, de inmediato siente pasar un soplo pútrido. La imagen es bastante automática: maloliente y repulsiva. Los animales que recogíamos en la carretera no eran repulsivos. No los habían despedazado. No estaban cubiertos de sangre. Acababan de matarlos. Así que tenía que poner en marcha la historia sin ofender la sensibilidad del lector y del editor".<br />McPhee y sus amigos se comieron varios animales durante el viaje, tales como una comadreja, una rata almizclera y, ya bastante avanzada la correría, una tortuga mordedora. Pero el escrito empiza con la tortuga mordedora. Una sopa de tortuga ofende menos que una comadreja asada. Después la historia se aparta del tema de las muertes en la carretera con una visita a un proyecto de canalización de un arroyo. este pasaje llevó a una extensa divagación, en la que McPhee habló sobre Carol Ruck deschel, quien había limpiado la tortuga mordedora y tenía la casa llena de animales heridos y golpeados que estaba cuidando para devolverles la salud.<br />"Después de pasar por todo esto todavía no nos hemos comido la comadreja", dijo McPhee. "Ahora llevamos dos quintas partes del escrito". Y señaló la curva descendente de la "e" en su diagrama.<br />"Si usted ha leído hasta este punto, ahora podemos arriesgarnos con algunos de los demás animales. Después de todo, esto ya ha probado o no que se trata de un artículo. Retornamos entonces al principio del viaje (el viaje en el cuya mitad estábamos en la primera página), y hay una comadreja recién muerta que yace en mitad de la carretera. Y después sigue la rata almizclera. Cuando llegamos a la tortuga mordedora y al proyecto de canalización, simplemente los saltamos y continuamos en la forma que tuvo el viaje. El viaje en sí se convirtió en la estructura, rota cronológicamente de esta manera".<br />La estructura cronológica domina la mayor parte del periodismo, tal como aprendió McPhee cuando trabajó para la revista Time. Pero el reportaje cronológico no siempre le conviene más al escritor. McPhee reestructuro el tiempo en "Viajes por Georgia" y en la primera parte de Coming Into the Country. A veces, la cronológia puede ceder ante la estructura temática. en A Roomful of Hovings, un perfil de Thomas Hoving, antiguo director del Museo Metropolitano de Arte, McPhee se enfrentó a un problema peculiar. La vida de Hoving contenía una serie de temas:sus dispersas experiencias aprendiendo a reconocer falsificaciones artísticas, su trabajo como comisionado de parques en Nueva York, sus nada brillantes primeros años de estudiante, su relación de toda la vida con su padre, y así sucesivamente. McPhee contó una historia a la vez, un relato tras otro, en una estructura que compara a una "Y" mayúscula. Los palos descendentes se unen en el momento de una epifanía durante la carrera universitaria de Hoving en Princeton, y luego proceden a lo largo del tronco en línea recta. McPhee mantuvo la secuencia temporal en cada episodio, pero dispuso los temas para determinar su yuxtaposición dramática.<br />McPhee me pasó una copia Xerox de una cita. "Lea esto", me dijo. El trozo era de Albert Einstein sobre la música de Schubert: "Pero en sus obras más extensas me molesta la falta de arquitectura". El término arquitectura se refiere al diseño estructural que imparte orden, equilibrio y unidad a una obra, el elemento de la forma que relaciona las partes entre sí y con el todo.<br />Anteriormente le había oído el término arquitectura a Richard Rhodes, quien dijo: "La clase de estructuras arquitectónicas que se deben construir, que nadie enseña o menciona, son cruciales para la escritura y tienen poco que ver con la habilidad verbal. Tienen que ver con las habilidades administrativa, el don de mando si usted quiere. Desafortunadamente, los escritores no hablan mucho sobre éste". Tal vez no hablan mucho sobre él pero a los buenos periodistas literarios probablemente los obsesiona.<br /><br /><strong>La exactitud</strong><br />En una sociedad en cual los estudiantes aprenden que hay dos clases de escritura, la ficción y el periodismo, y que el periodismo es en general una prosa opaca, hacer periodismo literario es un negocio difícil. Asumimos naturalmente que lo que se lee como ficción debe ser ficción. Un editorialista local que se propuso felicitar a Tracy Kidder cayó en un revelador gazapo al respecto: "Tracy Kidder, residente de Williamsburg, ha ganado el premio Pulitzer por su novela, El alma de una nueva máquina". Kidder leyó la frase e, incrédulo, meneó la cabeza.<br />Una novela, una narrativa inventada. Para él aquello era un poco irritante después de haber vivido ocho meses en el sótano de la Data General Corporatión, y de haber gastado dos años y medio en el libro. Y se había esmerado en conseguir las citas exactas, y en captar todos los detalles con precisión.<br />Hay una ley de exactitud que, según sus practicantes, rige en el periodismo literario. McPhee, que se siente incómodo en el papel de tío dando consejos, tiene sin embargo el derecho de hacerles unas pocas sugerencias a los que tienen su obra por modelo. "Nadie está dictando reglas para cubrir a todo el mundo", dijo. "El escritor de no-ficción se comunica con el lector sobre gente real en lugares reales. De modo que si esa gente habla, uno dice lo que dijo. Uno no dice que el escritor decide que dijeron. Yo me irrito si alguien sugiere que hay diálogos en mis escritos que no obtuve de las fuente. Uno no inventa diálogos. Uno no hace personajes mixtos. Para mí los personajes mixtos siempre han sido ficción. Así que cuando alguien hace un personaje de no-ficción con tres personas reales, se trata en mi opinión de un personaje de ficción. Y uno no se mete en sus cabezas y piensa en su lugar. Uno no puede entrevistar a los muertos. Se podría hacer una lista de las cosas que uno no hace. Cuando los escritores omiten alguna, viajan a dedo con la credibilidad de los escritores que no omiten ninguna.<br />"Y hacen borroso algo que debe ser nítido. Una cosa es decir que la no-ficción ha ido desarrollándose como arte. Si con esto quieren decir que la línea entre la ficción y la no-ficción se está borrando, entonces yo preferiría otra imagen. Lo que veo en esta imagen es que no sabemos dónde se detiene la ficción y dónde empiezan los hechos. Eso viola un contrato con el lector".<br />Parte de este mandato de exactitud es el buen orgullo tradicional del reportero. Tanto Kramer como Rhodes mencionaron el hecho de haber leído reportajes faltos de exactitud sobre asuntos que conocían personalmente en periódicos locales o en revistas nacionales de noticias. Todos los reporteros tienen un compromiso de exactitud, pero si se dan el tiempo y la inmersión, no es difícil superar lo mejor de la práctica noticiosa común y corriente.<br />La exactitud también puede afianzar la autoridad de la voz del escritor. Kramer lo explica así: "Yo trato constantemente de acumular autoridad en mis escritos, teniendo en cuenta la experiencia y el juicio del lector. Quiero poder hacer una observación y que tengan confianza en mí, así que tengo que mostrar que soy un buen observador, que tengo cancha. Buena parte de esto lo puedo hacer con el lenguaje, con seguridad e informalidad. Pero también se puede malgastar la autoridad muy rápidamente. Una de las grandes motivaciones para lograr que todos los detalles sean correctos (por lo que hice que los campesinos leyeran el manuscrito de mi libro sobre el campo, y de que los cirujanos leyeran el manuscrito sobre la cirugía) es que no quiero perder autoridad. No quiero tener un sólo detalle equivocado".<br /><br /><strong>La voz<br /></strong>Los nuevos periodistas de los años sesentas y sus críticos nunca llegaron a ponerse de acuerdo sobre el empleo de la primera persona en el periodismo. Los nuevos periodistas a veces se destacaron ellos mismos al violar aparentemente todas las reglas del reportaje objetivo.<br />Gran parte de la controversia sobre la primera persona en el periodismo ha sido explicada por el profesor David Eason, cuyos estudios sobre el nuevo periodismo definieron dos grupos. En el primero, los nuevos periodistas eran como etnógrafos que relataban "lo que estaba sucediendo ahí". Tom Wolfe, Gay Talese y Truman Capote, entre otros, no se incluían en sus escritos y se concentraban en las realidades de sus personajes.<br />El segundo grupo incluye a escritores como Joan Didion, Norman Mailer, Hunter S. Thompson y John Gregory Dunne, que veían la vida a través de su propio filtro, describiendo cómo se sentía vivir en un mundo donde se había debilitado la comprensión pública compartida del "mundo real" y de la cultura y la moral. Sin un marco externo de referencia, se concentraban más en su propia realidad. Los autores en este segundo grupo a menudo eran una presencia dominante en sus obras.<br />De una u otra forma, los críticos se divirtieron. Herbert Gold fustigó el periodismo de Norman Mailer y otros parecidos, al llamarlo "primer-personismo epidémico" en un artículo de 1971. Al mismo tiempo, Tom Wolfe, quien le ofrecía al lector una voz afectada, pero que nunca estaba como Mailer en el centro del escenario, pasó por lo opuesto. Wilfrid Sheed dijo que la distorsión producida por las interpretaciones de Wolfe era la razón de nuestro deleite. Debía dejar de aspirar a presentar un tema "como en realidad es " , dijo Sheed. Los nuevos periodistas , al parecer, tenían en sus obras demasiado de sí mismos o demasiado poco.<br />Los periodistas literarios mas jóvenes se han calmado, Al hablar con ellos, parecían preocupados por encontrar la voz correcta para expresar su material. "Cada historia tiene dentro de sí una, o tal vez dos formas de contarla", dijo Tracy Kidder. "El trabajo de uno como periodista es descubrir eso". Richard Rhodes dijo que luchaba por encontrar la voz correcta, pero que cuando lo lograba, la historia prácticamente se contaba a sí misma. Los periodistas literarios ya no se preocupan por el "yo", pero sí les conciernen las tácticas de una narración eficaz, que puede requerir la variable presencia de un "yo" de un escrito a otro.<br />La introducción de la voz personal, según Mark Kramer , le permite al escritor oponer un mundo a otro, jugar con la ironía. "El escritor puede asumir una postura, decir cosas que no se propone decir, implicar cosas no dichas. Cuando encuentro la voz apropiada de un escrito, ésta me permite jugar, y eso es un alivio, un antídoto contra el hecho de que las propias palabras lo vapuleen a uno", dijo Kramer. " La voz que admite el "yo" puede ser un gran don para los lectores. Permite la calidez, la preocupación, la compasión, la adulación, la imperfección compartida: todas las cosas reales que, al estar ausentes, vuelven frágil y exagerada la escritura".<br />Kramer estudió inglés en Brandeis y sociología en Columbia. Durante varios años, a fines de los sesentas, escribió para el Liberation News Service de Nueva York y para varias publicaciones de Boston. Capta la ironía rápidamente, trueca la conversación de un nivel a otro, pretendiendo a veces ignorancia, a veces estableciendo rápidamente su autoridad. Observa la agresión o la debilidad de los demás.<br />"Me parece que creo una clase de arquitectura diferente de la de la mayor parte de los periodistas", dijo Kramer. "Estructuro las cosas de manera que comento la narración, al comentar el mundo del lector, y también el mío; además, indico que mi estilo es consiente de sí mismo. Me siento como el anfitrión de una fiesta medio formal con invitados inteligentes, invitados que me importan".<br />Es mas frecuente que los reporteros de los diarios opaquen la voz en lugar de hacer que llame la atención, creando lo que Kramer llama la voz "institucional". como les digo a los estudiantes de reportaje, cuando un periodista de un diario toma una posición, los lectores asumen que es el periódico el que lo hace. Sin que el periódico los apoye, los periodistas tienen que descubrir en que forma pertenecen a su escrito en cuanto personalidades privadas. La decisión de un escritor de usar una voz personal con frecuencia surge de la sensación de que ya no se pueden dar por sentadas las costumbres y la moral compartidas por el público.<br />"Cuando uno ya tiene una comunidad moral con un público" , dijo Kramer, "si uno quiere seguir hablando sobre lo que es interesante, entonces es útil introducir al narrador. Aun en el caso de que haya muchos lectores diferentes, todos pueden decir: "Ah, sí, yo sé qué clase de tipo es éste: un intelectual judío, neoyorquino, liberal de izquierda". Si el escritor dice quién es y lo que piensa sobre algo, entonces ya es mucho lo que sabe el lector. Pero si se oculta, uno no cuenta con la ayuda de nadie. Hay que ver otras pistas, el nivel de su idioma y así sucesivamente".<br />La voz personal puede desconcertar tanto al escritor como al lector, pero éste puede ser precisamente el punto. La voz institucional de los periódicos puede sostener el reportaje sólo hasta cierto límite. Más allá, el lector necesita un guía, Sara Davidson cuenta que su transición del Boston Globe al periodismo literario no fue fácil. "Cualquier persona que haya salido de un periódico siente mucha timidez de incluso escribir la palabra "yo". No recuerdo cuando la usé por primera vez, pero fue sólo en un pequeño párrafo, un globo de ensayo. Entre más lo hice, más fácil resultó, y también descubrí que usándola podía hacer más. Me permitía imponerle el narrador al material".<br /><br /><strong>La responsabilidad<br /></strong>La voz del escritor surge de su experiencia. La voz de Sara Davidson en "Propiedad raíz" se desarrolló mientras hacía un diario de su vida. Hay, sin embargo, riesgos al usar la voz personal, algunos de los cuales me explicó. Davidson vive ahora en las colinas de Los Ángeles. Al entrar en su oficina, me sorprendió ver un procesador de palabras BMI. parqueando en medio del cuarto como si fuera un Cadillac. Las cartas que me había enviado estaban escritas a mano. Ella escribe a mano y luego, para editar, pasa sus páginas manuscritas, garrapateadas con líneas y círculos, al procesador. El pequeño cuarto parece repleto con la impresora de alta velocidad, el computador y un contestador automático. Davidson es una persona cálida, dedicada a los sentimientos de las personas sobre las que escribí. Pero es una escritora ambiciosa, con la voluntad de trabajar duro en sus escritos y de exponerse a las consecuencias.<br />Ese espíritu tiene la tendencia a meterla en problemas. Davidson supo lo que era la responsabilidad después de escribir Loose Change, la historia de las vidas de tres mujeres durante los tumultuosos años sesentas, cuando los Estados Unidos pasaban por una revolución social. Ella era una de las tres mujeres del libro. En la universidad, en Berkeley, habían vivido en la misma casa. Después, cada cual siguió su camino: Davidson a Nueva York y al periodismo, otra al ambiente político radial de Berkeley, la tercera al afluente mundo artístico. A principios de los setentas, Davidson entrevistó a sus antiguas compañeras y reconstruyó sus experiencias para Loose Change. Cuando lo escribió a mediados de esa década, convergieron dos tendencias. En primer lugar, había descubierto que la gente respondía mejor cuando su forma de escribir era personal, y llenó el libro con detalles íntimos de su vida. En segundo lugar, en esa época llegó a su tope la tendencia confesional en el movimiento feminista; muchas mujeres estaban escribiendo en los términos mas directos sobre sus temores profundos y sus relaciones personales. "Creo que Freud dijo una vez que uno se debe a sí mismo una cierta discreción", me dijo Davidson. "Uno simplemente no revela al público todo sobre sí misma. Pero no era ahí hacia donde se encaminaban las mujeres. No hacían uso de la discreción. Todo era permitido y yo estaba llena de esas ideas. Escribí sobre mis padres y mi esposo y mis antiguos amantes, mi carrera y mi hermana, mis relaciones y el aborto y el sexo: sobre todo".<br />Les mostró los borradores de su libro a las otras dos mujeres involucradas y su esposo. Ellos partieron en la revisión. Pero cuando el libro fue publicado, la responsabilidad por esos temas íntimos se convirtió en tema de discusión. Davidson había cambiado los nombres de muchos personajes y de las dos mujeres, pero los amigos los reconocieron al instante. "De pronto, algo que estaba bien en el manuscrito no estaba bien al ser muy leído y al reaccionar la gente", contó Davidson. "Había una escena donde peleaba con mi marido y él me dada bofetada. Pues bien, empezó a recibir llamadas amenazantes de gente que lo acusaba de ser violento con su esposa. Es cierto, me abofeteó Pero ahora, de pronto, lo difamaban públicamente. A algunas de las personas que lo leyeron les pareció que era un monstruo. A una de las mujeres al ir por la calle se le acercaba alguien que le decía: "¡Dios mío, yo no sabía que a ti te hicieron un aborto en el consultorio de tu padre cuando tenías dieciséis años! Los parientes la llamaban horrorizados por haber revelado esa clase de cosa sobre ella y la familia. El hombre que había vivido con ella siete años lo consideró una grave violación de la intimidad y la confianza. Le dijo: "Yo no estaba viviendo contigo para que eso se volviera un hecho público. No estábamos viviendo nuestra vida como un proyecto de investigación". La otra mujer tenía un hijo de edad suficiente para que lo perturbaran las revelaciones de Davidson sobre la vida sexual de su madre y el retrato de su padre. La historia no se apagó, como un artículo de revista. La Literary Guild la escogió, tuvo una buena venta en libro de bolsillo y se convirtió en best-seller . Después hubo un programa de televisión basado en el libro.<br />"Se volvieron contra mí", dijo Davidson. "Muy comprensiblemente. No podían escapar. El asunto no se olvidó. es difícil describir su dolor. Las persiguió dos años. Lo que a mí me molestaba era haberles causado dolor a otras personas, a mi esposo, a las mujeres que vivieron un infierno".<br />Después de la publicación de Loose Change, Davidson decidió no volver a escribir de nuevo tan íntimamente sobre su vida. Si hubiera previsto el resultado, me dijo, habría escrito en cambio una novela. "Hubiera escrito exactamente el mismo libro. Habría dicho que era ficción. La gente dice que el hecho de saber que trataba sobre gente real aumentaba su apreciación y exaltaba su modo de verlo. Preferían que fuera no-ficción. Pero yo sé con certeza que nunca jamás volveré a escribir de nuevo tan íntimamente sobre mi vida, porque no puedo separarla de la gente que ha tomado parte en ella".<br />Este conflicto parece inherente a esa forma de escribir en la cual los autores trataban amistad con sus personajes. Davidson tiene seguramente el derecho de usar su propio diario (su propia vida) y de escribir con la intimidad que escoja sobre sus propias experiencias. El efecto en otros es otro asunto.<br />"Una cosa es que usted me cuente sobre su matrimonio con la intención de publicarlo", me dijo. "otra es para su esposa. ¿Qué obligación tenemos con ella? ¿O con sus padres? ¿O su hijo? ¿Qué le debe usted moralmente a alguien al decidir revelar cosas suyas que por lo general no se revelan?"<br />Otros escritores me contaron que usan el papel de periodistas profesionales con cierta ventaja, pero que nunca han escrito nada tan íntimo como Loose Change. McPhee me dijo que asume la posición del reportero con un cuaderno de notas abierto. La gente que entrevista sabe que está escribiendo para The New Yorker; y por lo tanto es responsable de sus revelaciones. Las reacciones de los escritos de McPhee son imposibles de predecir, de modo que no trata de controlar o moldear la reacción. En los dos años que trabajó en The Soul of a New Machine, Tracy Kidder trabó amistad con Tom West, el director del equipo de diseño de computadoras. Hacia el final, Kidder le mostró el manuscrito a Ewst. "No me habló por un tiempo, pero estuvo bien", dijo Kidder. "No me gusta hacer eso. Es doloroso. Si uno va a escribir un artículo largo, uno tiene que hacerse amigo de sus personajes. Hay que tener mucha frialdad al respecto. Cuando uno se sienta ante la máquina, la distancia se produce naturalmente". Muchos de los escritores con los que hable hacen que sus personajes firman permisos al principio de sus proyectos. Nadie quiere gastar tiempo con una persona que después se puede acobardar. Pero la firma en un documento es un permiso legal, no moral.<br />"Es obvio que si uno se embarca en un proyecto, la presunción es que uno no les debe nada", dijo Davidson. "Todo debe ser registrado. Todo lo que uno observa vale. Así es como yo lo he practicado. Todas las mujeres de Loose Change firmaron permisos.<br />Legalizaron el hecho de que me dieran este material. Emocional y moralmente, sin embargo, las cosas no siempre son tan claras".<br /><br /><strong>Las máscaras de los hombres<br /></strong>Richard Rhoders estaba tendido a lo largo del sofá, mirando de arriba abajo una lista de términos. Su cara es ovalada y tiene el pelo rojo. Al hablar, sus ojos se pegaban a los míos. "Todas estas cosas son un enredo sin solución", me dijo. "Yo soy tan primitivo. No pienso mucho en la escritura como escritura". Rhodes ha vivido en Kansas City, Missouri, casi todos sus cuarenta y siete años. No había en su voz la lentitud nasal que yo esperaba, sin embargo. Ha pasado los dos últimos años investigando la historia de las armas atómicas para su libro Ultimate Powers.<br />A todos los escritores les había pedido responder a varios términos como descripción de su propio periodismo literario. Rhodes ojeó de nuevo la lista:<br />alcance histórico<br />atención al lenguaje<br />participación e inmersión<br />realidades simbólicas<br />exactitud<br />sentido del tiempo y el lugar<br />observaciones fundadas<br />contexto<br />voz<br /><br />"Las realidades simbólicas", dijo Rhodes. "Mis ojos aterrizan ahí cada vez que recorro la página".<br />"Para mí eso ha sido de una importancia tremenda. La revelación de los asuntos trascendentales del universo, el sentido de que detrás de la información hay estructuras profundas, ha sido central en todo lo que he escrito. Ciertamente es algo central cuando se escribe sobre las armas atómicas, y estoy empezando a desenterrar algunas de esas estructuras profundas. No hablamos tanto sobre las armas nucleares como sobre el hecho de que el siglo XX ha perfeccionado una máquina total de muerte Producir cadáveres es muestra mayor tecnología".<br />"Eso es lo que quería decir en el prefacio de Looking for América cuando escribí que buscaba algo distinto, "La bestia en la jungla, las mascaras de los hombres". Quería decir que todo se muestra, que se muestra para todo el mundo. Eso es lo que persigo. No es hacer metáfora fáciles. No es sacra analogías para sostener un punto. Es mirar a través, escudriñar la información con la esperanza de ver lo que hay detrás".<br />Más que cualquier otro escritor que haya conocido, Rhodes tiene razón en buscar mediante la prosa las realidades simbólicas que hay más allá. Las "realidades simbólicas" tienen dos lados: el significado interno que la escritura tiene para el escritor, y las "estructuras profundas" mencionadas por Rhodes y que se encuentran tras el contenido de un escrito.<br />Rhodes pasó sus años de escuela secundaria en un asilo de niños cerca de Independence, Missouri. Su madre se había suicidado cuando era todavía un bebé y su padre, aunque casado de nuevo, había demostrado ser incapaz de sostener una familia de tres hijos. Rhodes fue a Yale con una beca y regresó a trabajar como escritor en Hallmark Cards de Kansas City. Vivió difícilmente diez años. Editó publicaciones internas y luego diez libros cortos para Hallmark, y escribió esporádicas reseñas de libros para The New York Times y el Herald Tribune. Animado por sus amigos literarios, firmó un contrato para un libro sobre el Medio Oeste, The Inland Ground. Después de firmar, se enfrentó al horror de tener que escribir el libro. No se sentía preparado. La inseguridad y la esterilidad literaria lo atormentaron. "Escribí dos capítulos, uno sobre la cultura en Kansas City y otro sobre un poderoso ejecutivo de una fundación. No tenía ni chispa ni unidad", dijo Thodes.<br />Se inscribió en una cacería de coyotes. "La violencia de esa experiencia abrió todo. Regresé, me emborraché y empecé a escribir ese capítulo. Salió, casi sin cambio, ebriamente, en un período de cerca de una semana escribiendo de noche, y yendo al trabajo todo el día al mismo tiempo". El capítulo se convirtió en "Muerte todo el día", qué está incluido en este libro.<br />"Tuve un sencillo de liberación, de descarga. Fue esa especie de cosa que les pasa a todos en el psicoanálisis, cuando de pronto se dejan ir. Tengo un amigo que es especialista en Kierkegaard. Lo visité hace poco, nos quedamos hablando hasta tarde, me hizo una pregunta sobre mi vida y dijo: "Ah, la historia". Tiene razón. En algún momento todo el mundo llega finalmente al punto donde cuenta su historia.<br />"Yo vivo repitiendo el mismo tema en todo lo que escribo (no conscientemente pero, al parecer, inevitablemente) sobre gente buena, normal, que de pronto se ve enfrentada a un mal diabólico o a un terrible desastre o tragedia y no sólo lo soporta sino que también, en cierto sentido, lo civiliza, crea reglas en torno a él, lo incorpora en su vida. No sé cómo funciona eso en mi caso, pero mi niñez fue bastante espeluznante".<br />Rhodes me contó una pesadilla recurrente que solía tener, en la que asesinaba a un bebé y lo enterraba en alguna parte. Había gente cavando en el área, y podían descubrirlo. El era, me dijo, el bebé. En "Muerte todo el día", el escrito en el que finalmente accedió a un material emocional, Rhodes menciona que los coyotes que cazan son "del tamaño de unos niños chiquitos".<br />"De niño tuve que pasar una cantidad de tiempo sin hablar. De derecho, recuerdo unas cuantas ocasiones en que mi madrastra se estaba preparando para educarnos a mí y a mi hermano con algún objeto oportuno, un bate de softball o un mango de trapeador, y yo me encontraba parado en un rincón tratando de volverme invisible. Acumulé una vida entera de observaciones basadas en experiencias como esas. La bomba atómica para mí es claramente un símbolo de esa rabia: el poder de destruir el mundo, que de algún modo los niños piensan que es posible hacer". Escribir tiene aquí una utilidad: no toma el lugar de una terapia, sino hace que la ira y la pasión tengan una utilidad moral y social.<br />Otros escritores evitaron la frase "realidades simbólicas". Kidder la rechazó completamente. Le sonó como una capa de pintura en un escrito, añadida después para alcanzar responsabilidad académica. Kidder encontró otros términos para hablar sobre la misma cosa. "Pienso en ello en términos de resonancia", dijo. "La concepción de Soul of a New Machine era comunicar algo sobre la totalidad mirando una de sus partes, permitir que ese equipo de diseñadores de computadoras representará a otros equipos. Usualmente las mejores obras literarias se adhieren de cerca a lo particular. Uno pulsa la cuerda de una guitarra y otra vibra".<br />Como Kidder, John McPhee quiso evitar colocar su obra dentro de categorías. Sería injusto, por supuesto, limitar la obra de cualquier escritor de esa manera. Richard Rhodes no escribe solamente sobre gente buena enfrentada a desastres. Encontrar ese simbolismo en un escrito de un periodista literario no caracteriza toda la obra. McPhee sugirió que esa clase de caracterizaciones es tarea de los académicos (me miró de soslayo al decirlo), pero luego reveló un secreto parecido sobre su propia obra.<br />"En realidad, hay una cantidad de ideas que pasan frente a uno", dijo McPhee. "Una gigantesca corriente de ideas. Qué hace que alguien escoja una en lugar de otra? Si hago una lista de todas las obras que he hecho en mi vida y pongo una marca frente a las cosas relacionadas con intereses y actividades que tuve antes de los veinte, acabaría con una marquita junto a más del noventa por ciento de las obras. No es un accidente.<br />"Paul Fussell dijo que escribió sobre la Primera Guerra Mundial como una manera de expresarse sobre sus propias experiencias en la segunda. Esto tiene un completo sentido. ¿Por qué escribí<br />sobre tenistas? ¿Por qué escribí sobre un jugador de básquet? ¿Por que someter a escrutinio esta persona y no aquella? Porque uno tiene algún interés personal relacionado con la propia vida. Este es un tema importante respecto a los escritores de cualquiera".<br />Después de pasar varios meses entrevistando a escritores, cargando con mi lista de características y preocupaciones del periodismo literario, las entradas parecían mecánicas. Sólo sumérjase en un tema, encuentre una buena estructura, use tal vez algunas de las técnicas de Tom Wolfe para documentar "la vida de status" y escribir escenas, ¿y entonces qué? ¿Será eso el periodismo literario?<br />Llegué a dudar de que cualquier cosa fuera tan segura. En última instancia, todo el mundo con el que hablé daba vueltas en torno a un asunto difícil. Los escritores hablan con facilidad sobre técnicas, pero como a todos nosotros, les parece difícil explicar sus motivaciones. A veces nos acercábamos tanto que yo podía sentir al artista detrás de la página. Sara Davidson estaba hablando sobre la creación de narraciones fuertes, en las que el lector compra un tiquete en el primer párrafo y tiene que hacer el viaje. Se detuvo para meditar por un momento y dijo: "Yo ni siquiera estoy segura de cómo se hace esto. Hay ciertos trucos, pero no creo que sea cosa de trucos. Creo que tiene mucho que ver con la sensibilidad. Una vez le pregunté a Philip Roth si él pensaba que podía crear un mayor sentido de intimidad usando la primera persona. El dijo que creía que era la urgencia y la intensidad con la que se apropiaba y asía el material, pudiendo así arrastrar al lector a su mundo. Creo que tiene algo que ver con la sensibilidad del autor".<br />Un par de años antes, no mucho después de conocerlo, Mark Kramer también había tratado de explicar el meollo de las diferencias entre el periodismo literario y las formas normales de la no-ficción. "Todavía me excita la forma del periodismo literario", dijo. "Es como un piano Steinway. Sirve para todo el arte que pueda uno meterle. Uno puede poner a Glenn Gould en un Steinway y el Steinway sigue siendo mejor que Glenn Gould. Es lo bastante bueno para dar cabida a todo el arte que yo pueda poner en él. Y algo más".<br /><br /><span style="font-size:78%;"><strong>1.</strong> Panhandle: Trozo largo y estrecho de territorio de un estado, en este caso Texas, que se interna en el de otros en forma de cuña (N. del T.)<br /><strong>2.</strong> Gorp: mezcla de semillas de soya y de girasol, avena, pretzels, cereal de trigo, uvas pasas y algas marinas. (N. del T.).</span></div>alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-62010201708216464882009-08-19T14:42:00.000-07:002009-08-19T14:45:27.627-07:00Diario de ciudad o bitácora de viaje<span style="font-size:180%;"><strong><span style="color:#33ff33;">CUADERNOS DE KABUL</span></strong><br /></span><br />RAMÓN LOBO<br /><br /><br />Kabul 11/08/2009<br /><span style="font-size:130%;">El tráfico</span><br />El enviado especial de EL PAÍS inicia su diario de campaña para las elecciones presidenciales en Afganistán<br /><br />La capital de un país acostumbrado a las guerras es una ciudad sucia y caótica tomada por el tráfico y los bocinazos. Se nota que no existe la costumbre de seguir las normas porque nadie respeta las escasas señales que quedaron en pie ni las direcciones únicas. El deporte nacional en el centro de Kabul es torearse los unos a los otros a bordo de unos coches desvencijados sin colisionar ni derribar a ciclistas y peatones. Es agosto y el calor resulta denso y seco. Pesa. No hay industrias pero en el aire flotan partículas procedentes de alguna contaminación mal digerida y de los coches que escupen vejez por los tubos de escape. Algunos llevan el volante a la izquierda, como en España; otros, a la derecha, como el Reino Unido. Es su sello de procedencia: Pakistán, donde el Imperio británico dejó legados culturales tan rentables como un parque automovilístico cautivo para su industria nacional.<br />El aterrizaje es espectacular, enmarcado por enormes montañas que parecen plegadas en una maqueta de cartón piedra. El avión se mueve entre ellas, como si jugara. Al fondo, el imponente Hindu Kush nevado, una cordillera que atraviesa el país con elevaciones por encima de los 7.000 metros. Qué belleza generan los lugares donde no llegan las balas, la ambición ni la guerra de los hombres.<br />El aeropuerto, rehabilitado con donaciones procedentes de Japón, es pequeño y limpio. Hay muchos policías en actitud ociosa. Alguno lleva chanclas. Tres agentes abruman entre risas de macho a tres azafatas con la excusa de unos formalismos no cumplidos. Si de su disposición dependiera la guerra con los talibanes, la derrota sería inapelable y rápida.<br />Tras pasar el control de pasaportes hay que inscribirse en un registro de extranjeros. Es para los periodistas que llegan para cubrir las elecciones. Piden dos fotos a cambio de un carné. No cobran dinero. Debe ser la inocencia.<br />En Afganistán gustan mucho los papeles y las fotos de carné. Lo primero es herencia del comunismo y su obsesión por el control absoluto. Las fotografías son parte del progreso en el mundo de la imagen. Se exigen para casi todo; también para vender una tarjeta para el teléfono móvil.<br />El hotel es pequeño, una guest house. Parece discreto y con precio que se ajusta a las exigencias de la crisis. Está lejos de los fortines de cinco estrellas tomados por los contratistas, uno de los posibles objetivos de los talibanes. El primer día es importante ser cauto y dedicar tiempo a informarse, a tomar las medidas y garantizarse un buen guía-traductor. Kabul, pese a su fama de violenta, parece una ciudad segura. Más allá de esta burbuja habitada por militares de la OTAN, funcionarios de la ONU, diplomáticos, empresarios, espías y decenas, si no cientos, de ONG y agencias humanitarias, está la guerra, el enemigo real e invisible, el peligro. Las ciudades como Kabul, Herat, Mazar-i-Sharif son islas fortificadas frente a un mar de tiburones. Hay 101.000 soldados extranjeros para un territorio que supera los 600.000 kilómetros cuadrados. Una empresa de vigilancia imposible.<br />Decía José Carlos Rodríguez Soto, un misionero que conocí en el norte de Uganda, que la paz que permanece es la que se logra con la negociación y no mediante la fuerza. Para entender las dificultades culturales en Afganistán, les recomiendo ver (o volver a ver) una película soberbia: El hombre que quiso reinar (The man who would be King) de John Huston. Está basada en una novela de Rudyard Kipling y cuenta con dos grandes interpretaciones de Sean Connery y Michael Caine.<br /><br /><br />Kabul 12/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">La seguridad y el miedo<br /></span></strong>Quien inventó el miedo inventó el negocio. Y la guerra es uno de los mejores para los que no hacen cuentas con la conciencia. Kabul, como antes Bagdad, se está llenando de guardias privados armados hasta los ojos (exhiben gafas de sol antibalas, o eso dice el prospecto), muros de hormigón, barreras de seguridad, mojones rellenos de cemento y toda suerte de artilugios contra el coche bomba y el talibán suicida. Protegen embajadas, centros de la ONU, ministerios afganos y cualquier vivienda y negocio público o privado que tenga pedigrí para ser atacado. El pánico se desató en julio de 2008, tras el atentado contra la legación de India en el que murieron más de 40 personas, y no parece ceder.<br />Al caótico y ruidoso tráfico kabulí no le sientan bien las calles cortadas por sorpresa ni los cierres a la circulación para garantizar el tránsito sin sobresaltos de alguna autoridad embutida en un convoy de sirenas. Los decibelios miden el prestigio, pero también son una señal perfecta para los malos, que aguardan una oportunidad para golpear. Tanto trasiego y arbitrariedad exaspera a los civiles, que meten a todos en el mismo saco.<br />Los diplomáticos y el personal humanitario viven en una burbuja dentro de la burbuja que es Kabul, una isla varada en medio de un país en guerra. Sus expertos de seguridad les han impuesto un toque de queda y limitado tanto los movimientos que no pueden salir solos ni pasear por la calle. Hay zonas para la excepción, como Chicken Street, donde se agolpan las tiendas de postín (por decir algo), que en la paz serían las típicas para turistas.<br />Escasos son los lugares cien por cien seguros y demasiados los extranjeros aburridos con ganas de farra tras una tediosa jornada laboral. Su concentración en pocas salas es una invitación al enemigo, como el ulular de las sirenas de las caravanas vip. Los talibanes ya han señalado a uno: el disco bar Atmosfer. Al parecer, un antro de perdición. Habrá que ir.<br />La mayoría de los periodistas que carecen de asesores de seguridad se mueven con bastante libertad y sin sensación de riesgo aparente durante el día. Cada uno, aconsejado por su intérprete-chófer, se limita a aplicar el sentido común. Los guías se saludan entre ellos con una sonrisa de oreja a oreja. Es el maná de dólares que les ha traído la democracia (perdón, las elecciones del 20 de agosto) lo que les pone contentos. En un país tan pobre hacen cuentas de rico.<br />Los restaurantes de comida popular, con sus pinchos de cordero y arroz con pasas, se empiezan a poblar de informadores extranjeros armados con libretas (las cámaras de televisión y fotografía siempre son un problema para el disimulo). La gente es muy amable. Los de más edad son ceremoniosos y saludan al extranjero con una leve inclinación de cabeza y la mano derecha junto al corazón. Los jóvenes, curiosean y sonríen. Nadie pregunta por el origen de la carne ni por las condiciones de salubridad. En Afganistán están acostumbrados a morirse de todo antes de que les llegue la gripe A.<br />Aunque el blanco es sólo un extranjero, sin más adjetivos ni nacionalidades, las conversaciones conducen a la confianza y ésta al interés: ¿Australiano?, pregunta el dueño del restaurante. "No, de España". El hombre pone los ojos en blanco, como si rebuscara en el disco duro de su memoria inundada de guerras y desgracias, y exclama feliz: "¡Barcelona! Kaká".<br /><br /><br />Kabul 13/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Desagradable recordatorio para los testigos de la guerra<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS habla del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y las formas de trabajar de un periodista en un conflicto armado<br /></em><br />La noticia del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y el camarógrafo indonesio Andi Jatmiko en una carretera de Kandahar ha conmocionado a la creciente colonia de periodistas en Kabul. Estas cosas siempre son un desagradable recordatorio, como cuando se hunde un pesquero o se produce la explosión en una mina. Cada profesión tiene sus miedos y sus fantasmas.<br />Morenatti ha perdido un pie, pero no las ganas: era él quien animaba a su mujer, Marta Ramoneda, tan fotógrafa como él, en una conversación telefónica poco antes de su evacuación a Dubai. Su empresa, Associated Press (AP), ha anunciado que no escatimará en su recuperación y que Emilio tendrá acceso al mejor tratamiento ortopédico. Hace bien AP, pues necesita de grandes reporteros en tiempos en los que no sobra el talento. Mejorar la sensibilidad ha costado varias desgracias. Ocho entre los españoles: Juantxu Rodríguez (Panamá), Jordi Pujol (Bosnia-Herzegovina), Luis Valtueña (República Democrática de Congo), Miguel Gil (Sierra Leona), Julio Fuentes (Afganistán), Julio Anguita Parrado (Irak), José Couso (Irak) y Ricardo Ortega (Haití).<br />Hay tres formas de estar en una guerra como periodista: por libre, empotrado con uno de los combatientes y en un hotel bebiendo whisky y zapeando por las televisiones globales. De estos hay poco que decir. De los que pisan la calle, todo; los plumillas buscan historias y los fotógrafos y camarógrafos, imágenes. No hay otra opción. Pero nadie, ni los que van por su cuenta ni los que viajan con una parte, que también son libres, tienen acceso a la película completa. Solo hay que ser honesto y reconocer las limitaciones.<br />Siempre han existido empotrados. Algunos, como Ernie Pyle, escribieron crónicas maravillosas en la II Guerra Mundial, y dejaron frases que son el resumen exacto de lo que significa este oficio: "Yo no sé nada de la gran película, sólo veo a soldados cansados y sucios que están vivos y tienen miedo a morir", escribía en Brave Men.<br />Cada guerra tiene sus héroes. A veces son soldados; las más, civiles, y el trabajo de gente como Morenatti es estar allí. Ser testigo. Aunque cueste.<br />En Irak, y sobre todo en Afganistán, donde las condiciones de seguridad son escasas y las carreteras peligrosas, el empotramiento garantiza excelentes historias e imágenes y un cierto grado de protección. ¿Una forma de control? La era de Internet es el antídoto. Solo es información veraz desde más ángulos.<br />Los norteamericanos son extremadamente profesionales con la prensa. Entienden su trabajo y su responsabilidad como militares ante la sociedad civil que les paga y sostiene. Vietnam les enseñó cómo se pierde una guerra desde la información. Todos los periodistas que se empotran eligen a los estadounidenses y, a veces, a los británicos. Los otros ejércitos con tropas en Afganistán prefieren mantenerse lejos de las miradas de los periodistas y ocultarse ante sus opiniones públicas. Sabrán por qué.<br /><br /><br /><br /><br />Kabul 14/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Hoteles, Kapuscinski y la competencia<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS explica la importancia del alojamiento en zona de guerra y la necesidad del compañerismo<br /></em><br />Ryszard Kapuscinski tenía una manía en sus viajes: personalizar la habitación del hotel en la que iba a pasar tiempo durante una cobertura informativa. A veces, le bastaba con desplegar unos pocos objetos por la mesilla de noche y la mesa de trabajo para que ese lugar extraño, frío e impersonal empezara a transformarse en un sustituto del hogar capaz de que mitigar la soledad.<br />En una zona de conflicto, elegir bien el hotel es esencial: puede salvar la vida y hacer agradable el trabajo. La electricidad para el ordenador y los cargadores de las cámaras siempre son más importantes que el agua.<br />En Kabul, los periodistas extranjeros se han repartido en hoteles pequeños. Todos huyen de los grandes como el Intercontinental y el Serena porque existe la sensación de que los talibanes van a intentar algo sonado dentro de Kabul antes de las elecciones. Se suceden las bromas sobre la cercanía de las habitaciones a los muros exteriores y la exposición de su inquilino a un posible coche bomba. El humor negro es una forma de espantar los miedos y de pasar el rato. Aunque las nuevas guest house están haciendo su agosto, se mantienen en unos precios aceptables. No hay inflación de avaricia. Después lo compensan con algún exceso en el cobro de las cervezas turcas Effes Pilsen.<br />El mío dispone de aire acondicionado, agua más o menos caliente (aunque tiene sus momentos: de repente helada; de repente, ardiendo), buena conexión wifi y televisión por satélite en la que es posible ver todos los canales árabes del mundo, que tienen su punto cuando te acostumbras.<br />Recuerdo la primera llegada al Holiday Inn de Sarajevo en abril de 1993. Dos de las cuatro fachadas eran inservibles, pues daban al frente: habitaciones quemadas, ventanas arrancadas de cuajo, agujeros de bala en las paredes. En las otras dos fachadas vivían los periodistas extranjeros. No había agua ni luz (ni ascensores) y los precios competían con los mejores hoteles de París. En aquella época transmitir una crónica era una pesadilla. El periodista debía dedicar varias horas al proceso. Las agencias de prensa extranjera disponían de satélites, entonces unos aparatos enormes que necesitaban de varias personas para moverlos, a los que sacaban gran rentabilidad: 40 dólares el minuto. Este periódico se dejó un buen dinero en aquella cobertura informativa que duró tres años y medio.<br />Los hoteles de periodistas tienen cierto sabor, pero no se parecen al de El Americano Impasible. La realidad siempre se queda corta frente a la imaginación de Hollywood, al menos en ciertas cosas. Se bebe poco, al menos en sitios como Kabul, y se habla demasiado. Cada uno cuenta sus batallitas, que son las mismas de la última cobertura. Nadie menciona sus reportajes en marcha ni de las crónicas a punto de cocción. Sólo se charla de lo ya publicado. Hay un compañerismo que supera las diferencias ideológicas y empresariales de los medios y suele haber ayudas en las desgracias informáticas. La competencia no es poner zancadillas.<br />Recuerdo una anécdota de dos célebres periodistas deportivos norteamericanos que siempre coincidían en todos los eventos. Una vez, uno de ellos llegó tarde al partido, quizá de béisbol, por un problema de tráfico. Tras sentarse, preguntó al compañero: "¿Me he perdido algo?" El rival informativo le narró con detalle todo lo que había pasado. Sorprendido por su generosidad, dijo: "¿Por qué me lo cuentas todo tan bien si somos competencia?". El primer periodista le miró, sonrió y dijo: "La competencia, querido, empieza en el momento en que nos ponemos a escribir".<br /><br /><br />Kabul 15/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Los niños que quieren ser médicos</span></strong><br /><em>El enviado especial de EL PAÍS relata la situación de los jóvenes y niños en Kabul<br /></em><br />La ciudad vieja de Kabul, al otro lado del monte de la televisión, huele a polvo y arena. En 2001 parecía Grozni o Dresde: una alfombra de edificios derruidos en los que no cabía una bala ni un muerto. Ocho años después han surgido viviendas y mansiones de nuevo rico y pésimo gusto (milagros en un país que produce el 93% de la heroína mundial), que con sus ventanas reflectantes verdes parecen platillos volantes a punto de despegar. Ojalá lo logren.<br />Cerca de la universidad, en la que en los años setenta estudiaron la mayoría de los criminales de guerra que después destruyeron la capital y el país, se halla el cine-teatro de Kabul. Solo queda en pie su esqueleto y la memoria de unos pocos. Eran tiempos de pobreza y tolerancia en los que se veían películas indias en tres pases por día y la gente se agolpaba en el exterior para comprar su entrada. Hoy solo quedan las sombras, la pobreza y una sensación colectiva de que nada volverá a ser como antes.<br />Detrás del cine, que pronto desaparecerá para dejar paso a una calle más ancha en dirección a ninguna parte, se divisa un parque de escombros presidido por un viejo ministerio de la época soviética. Ahora, es el lugar favorito de los jóvenes para fumar algo más que tabaco y para jugar a la ruleta rusa con las jeringuillas prestadas. Su hora de despegue es el atardecer, un mal momento para darse una vuelta. Los clientes andan escasos de dinero y sobrados de ansiedad. Parece un túnel del tiempo.<br />Bagha Bala escala por una ladera del monte que divide la ciudad vieja de la nueva. El barrio se concentra en una red de viviendas ilegales. Parece un proyecto de las favelas de Río de Janeiro. En ese arrabal tan pobre muchos niños quieren médicos. Dicen los adultos que es influencia de una serie india que causa furor en las parabólicas de Kabul. Una idea para la nueva estrategia de Obama en Afganistán: la buena televisión podría hacer más por cambiar la mentalidad que 100.000 soldados estadounidenses vestidos en Coronel Tapioca pegando tiros por el Valle de la Muerte, fronterizo con Pakistán.<br />En casa de Amin Yusuf he conocido a su mujer Gul Makai. Llevan 45 años casados. Su relato está repleto de fuerza y dignidad. Y esperanza. Amin dispone de 120 dólares mensuales para alimentar a una prole -entre hijos, nietos, sobrinos y añadidos- de 45 personas. Gul Makai ha conversado con el extranjero y le ha dado la mano, prueba de una enorme aceptación. Al llegar a su casa se ha quitado el burka azul con el que sale a la calle y se ha colocado un pañuelo blanco sobre el cabello. Su nieto también quiere ser médico. Incluso a su edad, 12 años, sabe la especialidad: internista. "Lo que sucede es que ven a los médicos y enfermeras llevar una vida normal y quieren ser como ellos".<br />Gul Makai es la encargada de hacer juegos malabares con las finanzas de la casa. Podría ser ministra en el país de la corrupción y el dispendio. Se casó a los 15 años. Su madre, como manda la tradición, le eligió marido. "Creí que se trataba del hermano, que es de piel oscura y muy feo. Un día vi a Amin en su coche y mi madre me dijo: 'Ese es tu esposo'. Creo que de la alegría me dio me enamoré enseguida. Llevamos 45 años juntos y pese a que somos muy pobres he sido muy feliz".<br /><br /><br /><br />Kabul - 16/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">El bar que odian los talibanes<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS relata el ambiente que se vive en las calles y locales de Kabul</em><br /><br />Rugula tuvo poco trabajo ayer en la barra de L'Atmosphere, el bar-restaurante de Kabul que los talibanes han señalado como candidato a ponerle una bomba. Para los radicales se trata de un antro de perdición intolerable: vende alcohol y las mujeres occidentales se desvisten hasta el bikini para sumergirse en la piscina y combatir el calor seco de esta ciudad. Tras el atentado en la puerta del cuartel general de la OTAN, los extranjeros, que son los clientes habituales de L'Atmosphere, no estaban para bromas y decidieron quedarse en sus casas.<br />El barman mata el aburrimiento navegando por Internet sentado bajo un cartel en el que se anuncian algunas de las excelencias de la casa: mojito y Bloody Mary, todo a 350 afganis, algo más de siete dólares. Rugula asegura que L'Atmosphere nunca ha tenido problemas desde que se inauguró en 2003 y que no hay miedo a los talibanes pese a las amenazas: "En Kabul hay muchos los objetivos posibles".<br />En la calle, un retén de policía y un par de guardas de seguridad afganos vestidos de civil reciben al extranjero. No hay carteles ni anuncios. El acceso al restaurante parece arrancado de las películas de Chicago de los años 30. Tras golpear con los nudillos se abre la mirilla de la puerta de hierro y en ella asoman unos ojos que escrutan al candidato. Una vez al otro lado, el hombre revisa sin exceso de celo la mochila y cachea el cuerpo del candidato a cliente. "Lo siento", dice a modo de disculpa por las molestias causadas cuando termina. El extranjero responde algo pomposo: "Es por nuestra seguridad".<br />Tras pasar este segundo control hay que caminar por una especie de túnel dentro de un contenedor protegido por una variación de sacos terreros. Un tercer guarda franquea el paso a un hermoso jardín repleto de mesas puestas con elegancia y butacones tapizados en rojo. Hay árboles, pero no clientes. Resulta un sitio agradable. Huele a besos furtivos y a pecado. "Hoy no ha venido nadie", explica Mohamed, que trabaja de camarero. "Es por la bomba. Normalmente a estas horas muchas mesas están ocupadas".<br />Un hombre delgado con pinta occidental lee un libro despreocupadamente delante de la piscina. Parece Clint Eastwood antes de un duelo. Un par de trabajadores de la casa siguen en la televisión la noticia del ataque contra la sede de la OTAN. El aparato de treinta y pocas pulgadas es más pequeño de lo que aseguraban algunos de los amigos que acuden al restaurante para ver partidos de Premier y la Liga española. ¿Fútbol? ¡Otra depravación a añadir en la lista de los intransigentes! Cuando ellos mandaban en la capital antes de 2001 prohibieron todo: cine, televisión, música y el vuelo criminal de las cometas. Rugula comenta que además del alcohol, a los talibanes no les gustan los extranjeros.<br />La Unión de Cortes Islámicas hizo lo mismo en Somalia al conquistar Mogadiscio en junio de 2006. Tras imponer la paz por las armas, algo que agradeció una población exhausta sometida a la guerra desde 1991, empezaron a tirar de boletín oficial islámico para prohibir todo. Nadie dijo nada de los excesos rigoristas hasta que vetaron las retransmisiones de los partidos de fútbol. Mal asunto durante el Mundial de Alemania. Hubo manifestaciones y algunos muertos. Este tipo de silencios selectivos también se dieron en el Afganistán de los talibanes pero afectaron a Occidente. Hubo más protestas por la voladura de los budas de Bamiyan que por el trato denigrante de la mujer. Lo llaman sensibilidad cultural.<br /><br /><br /><br />Kabul - 17/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Oficios de pobreza alrededor de un Kebab<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS echa un vistazo a los tipos alrededor de cualquier restaurante de Kabul<br /></em><br />Los restaurantes de comida afgana en Kabul no tendrían mucho éxito en España y hasta es posible que las autoridades sanitarias los clausuraran por falta de higiene. Se trata de un problema de umbrales. El de la pobreza, por ejemplo: el 42% de los afganos vive en la miseria. Para muchos ya es un milagro poder cenar el nan-i-afghani (pan afgano) acompañado de una taza de té negro. Los pinchos de Kebab, sean de cordero, ternera o pollo, de los comedores públicos son un lujo inalcanzable. Comer cuesta 250 afganis (cinco dólares). También hay un problema de percepciones: lo que al Primer Mundo le parece sucio al Tercero le resulta un delicatessen.<br />Por alguna razón -económica o de soledad, quién sabe- los comedores públicos afganos tienden a agruparse en calles concretas haciéndose la competencia codo con codo. Se distinguen por la suma de las humaredas que levantan los encargados de girar los pinchos hasta lograr el punto de brasa exacto. Todo un arte. No hay extranjeros debido a la psicosis de miedo creada por los expertos en seguridad, una de las profesiones del mundo que generan más inseguridad. Los clientes de las mesas cercanas buscan en seguida conversación con el recién llegado. No se percibe hostilidad alguna. Comen con los dedos de la mano derecha ayudados de trozos de pan. Los que proceden de las provincias se sientan sobre la silla en cuclillas, como si estuvieran en el suelo. No se vende alcohol. El aparato de televisión sólo sirve para escuchar música con el volumen alto. La cantante con menos ropa es de Tayikistán, que debe ser el Perpignan de los tayikos afganos.<br />Alrededor de estos restaurantes se mueve empleo indirecto. Decenas de niños dejan de ir a la escuela para fregar los coches que aparcan a cambio de 50 afganis (un dólar). Otros niños venden chicles de marca norteamericana, pañuelos de papel y tarjetas de telefonía móvil sin tener mojarse las manos. Son la clase media de la pobreza. Junto a ellos, una nube de mendicantes, la mayoría mujeres cubiertas por el burka.<br />Nadie intenta dar limosna a la que entra en el restaurante. Es como si fuera un fantasma azul. Tiene las uñas pintadas de un rosa descolorido por el tiempo. Un comensal le ofrece dos trozos de pan afgano y un cuenco con judías. La mujer de las manos jóvenes lo coge y musita: "Thank you".<br />Un policía se balancea chulesco por la acera. Viste una camisa blanca que debe de hacer semanas que no conoce jabón. Muestra una prominente barriga, como casi todos los policías de tráfico. En eso existe una gran uniformidad. Gana el equivalente a 40 dólares al mes y en esas rondas cerca de los restaurantes trata de arrancar una pequeña mordida con cualquier excusa. A veces no es necesario descubrir una falta porque el dueño del negocio lo invita a pasar. El agente debe de llegar hambriento porque con la primera cucharada de sopa se ha echado encima una mancha que al limpiarla se ha extendido. El hombre que se sienta a mi lado encoge despacio los hombros como si ese movimiento llevara escrito todo un discurso sobre Afganistán, un país destruido por 30 años de guerra y siglos de ignorancia y fanatismo.<br /><br /><br /><br /><br />Kabul - 18/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">El niño del zoo quiere volar<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS visita el zoológico de Kabul, el único sitio de Afganistán donde sus pobladores no saben de la guerra<br /></em><br />El zoológico de Kabul es tan pobre como el país que lo acoge. El taquillero Freidum está sentado al otro lado de la ventanilla sobre una silla desdentada. Extiende ceremoniosamente dos entradas como si en ese gesto descansara la esencia de un Estado que se esfumó. Sonríe tras ser acusado de discriminación positiva: el acompañante local paga 10 afganis (20 centavos de dólar) y el extranjero, 100 (dos dólares). "Los viernes vendo más de 1.500 entradas; el resto de los días viene menos gente", explica. "En la época anterior, los talibanes venían mucho a ver los animales, pero siempre sin sus esposas. En eso han cambiado las cosas, ahora vienen mujeres con sus hijos".<br />Nada más entrar se alza la estatua imponente del león Marjan, la estrella del zoológico durante décadas y que aún lo es siete años después de muerto. Era el símbolo de la ciudad, un superviviente de todas las guerras y de todas las hambrunas. Su físico representaba la imagen de un país mutilado: cojo y tuerto debido a una granada de mano que le arrojó un joven para vengar la muerte de su hermano, un idiota que días antes saltó la verja y bajó a importunar a Marjan, que se lo tomó como se toman los leones estas cosas: mal.<br />No hay muchos animales. Es la hora de la siesta y los pocos que se mueven en sus jaulas merecerían la atención de alguna ONG. El zoo tiene gansos, gacelas, cabras, un nuevo león que, dados los precedentes de Marjan, sale poco a su jardín, buitres, lobos y monos. Éstos son los únicos que no parecen darse cuenta de la situación ambiental, dedicados a subir y bajar a la carrera de sus falsos árboles mientras alguno despistado aprovecha para rascarse la entrepierna con ritmo. Tampoco los ocho osos que juguetean por un canal de agua sucia saben que esto es Afganistán, que el jueves se celebran unas elecciones históricas -como todo lo que sale por la televisión global- y que los talibanes han amenazado con volar todo lo que se pueda volar.<br />Junto a la jaula del mono pajillero se encuentra Omar, un aguador de 10 años. Se mueve entre los visitantes ofreciéndoles agua en un vaso viejo de latón. En la otra mano lleva un termo que llena cinco o seis veces. Le funciona la sonrisa. Omar cobra un afgani por trago. En los días buenos consigue una caja de 15 (30 centavos de dólar). Para lograr esta fortuna que lleva a casa para ayudar a sus padres necesita cinco horas de trabajo. A la una se va al colegio hasta las cuatro. Le gusta estudiar porque quiere ser piloto de aviones. Cuando se le pregunta qué países le gustaría visitar, responde con una sonrisa aún mayor: "¡Panshir!", un hermoso valle cerca de Kabul. ¿Y más lejos que el Panshir? Omar deja en el suelo su termo de agua, se rasca la cabeza consciente que el momento es grave, y dice: "No sé qué hay más lejos".<br /><br /><br />Kabul 19/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Furia religiosa contra el cine<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS regresa al Parvan Cinema de Charicar, abandonado y decrépito recuerdo de otra época<br /></em><br />En Charicar, un bullicioso pueblo tayiko a los pies del valle del Panchir, es día de mercado. En víspera de la fiesta nacional afgana, que se celebra hoy, hombres, mujeres y niños ocupan sus calles como otros hombres, mujeres y niños del Primer Mundo ocupan las suyas limpias y asfaltadas en los días previos a la Navidad. Estos, con su pobreza absoluta y un halo de dignidad; nosotros, con una insoportable desmemoria sobre la nuestra, que es de antes de ayer.<br />Los vendedores de Charicar no vocean la mercancía, que debe ser de mala educación. La exponen en sus locales, unos diminutos cubículos de hierro. Los comercios de las especias perfuman la calle de aromas exóticos en un duelo intenso y secreto con los aceites y gasolinas de escasa calidad que escupen los coches al pasar. Hay relojeros, barberos, zapateros, fabricantes de ollas, carniceros, cambistas... Decenas de oficios que comparten metros y bullicio.<br />Dos policías que protegen el mercado no parecen nerviosos por las explosiones de Kabul, inmersos en el estudio científico de la mejor manera de coronar su todoterreno artillado con una enorme sombrilla de colores. Debe ser que en asuntos de guerra, la solana nubla la vista y yerra los objetivos. Que se lo digan a los pilotos de los aviones estadounidenses.<br />Hay trajín en la parada de los carromatos coloreados que sirven de taxi de distancias cortas. En las tiendas del lado izquierdo se empeñan en ofrecer a la venta unas cuerdas verdes que nadie parece comprar.<br />Más arriba, alejándose de las especias y los tubos de escape, se llega al Parvan Cinema. Es el único cine de Charicar. Fue destruido por los talibanes hace 10 años y así sigue, roto, abandonado y decrépito, sin que ninguna organización gubernamental o extranjera considere importante su rehabilitación. En un país con tanta guerra, pobreza, desempleo y machismo parece una provocación fomentar los sueños de gentes a las que les pesa tanto la realidad.<br />El patio de butacas, que tenía capacidad para 400 personas y desde el que se vieron grandes películas indias y alguna estadounidense menor, como Rambo, es un amasijo de sillas oxidadas a las que les robaron la madera. Fueron pateadas una a una en 1999 por la furia religiosa y rociadas después con gasolina por los hombres del turbante. Hoy todo huele a orín, excrementos y basura.<br />En el anfiteatro donde se situaban las mujeres sin la burka para no ser observadas tampoco queda rastro de los viejos proyectores rusos que hace ocho años trataban de reconstruir Jasralá y Kajam, expertos en reparar aparatos de radio. No hay noticias de ellos. Ni de Anwar, que acabó en prisión por el delito de poner películas. En las tres sesiones diarias del Parvan Cinema la gente se agolpaba en los pasillos. Recuerdo que Kajam contaba entonces cómo algunos de los espectadores trataban de escapar espantados de lo que sucedía en la pantalla por miedo a ser pisoteados por un elefante.<br />El Parvan Cinema fue también teatro-escuela infantil. Los niños y niñas de las escuelas acudían a representar sus pequeños dramas y comedias y a entonar sus himnos patrióticos. Hoy nadie aprende a cantar y a soñar. Parece que todos en Afganistán se cansaron de tener esperanza en un futuro que nunca llega.<br /><br /><strong><span style="font-size:180%;">NOTA: CONSULTAR LOS DIAS SIGUIENTES, EN EL DIARIO EL PAIS, DE MADRID, LOS CONTENIDOS DEL DIARIO.</span></strong>alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-82195696074620647382009-08-19T14:30:00.000-07:002009-08-19T14:37:36.545-07:00Diario de ciudad o bitácora de viaje<div align="left"><strong><span style="font-size:180%;color:#33ccff;">CUADERNOS DE KABUL<br /></span></strong><br />RAMÓN LOBO<br /><br /><br />Kabul 11/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">El tráfico</span></strong><br /><em>El enviado especial de EL PAÍS inicia su diario de campaña para las elecciones presidenciales en Afganistán<br /></em><br />La capital de un país acostumbrado a las guerras es una ciudad sucia y caótica tomada por el tráfico y los bocinazos. Se nota que no existe la costumbre de seguir las normas porque nadie respeta las escasas señales que quedaron en pie ni las direcciones únicas. El deporte nacional en el centro de Kabul es torearse los unos a los otros a bordo de unos coches desvencijados sin colisionar ni derribar a ciclistas y peatones. Es agosto y el calor resulta denso y seco. Pesa. No hay industrias pero en el aire flotan partículas procedentes de alguna contaminación mal digerida y de los coches que escupen vejez por los tubos de escape. Algunos llevan el volante a la izquierda, como en España; otros, a la derecha, como el Reino Unido. Es su sello de procedencia: Pakistán, donde el Imperio británico dejó legados culturales tan rentables como un parque automovilístico cautivo para su industria nacional.<br />El aterrizaje es espectacular, enmarcado por enormes montañas que parecen plegadas en una maqueta de cartón piedra. El avión se mueve entre ellas, como si jugara. Al fondo, el imponente Hindu Kush nevado, una cordillera que atraviesa el país con elevaciones por encima de los 7.000 metros. Qué belleza generan los lugares donde no llegan las balas, la ambición ni la guerra de los hombres.<br />El aeropuerto, rehabilitado con donaciones procedentes de Japón, es pequeño y limpio. Hay muchos policías en actitud ociosa. Alguno lleva chanclas. Tres agentes abruman entre risas de macho a tres azafatas con la excusa de unos formalismos no cumplidos. Si de su disposición dependiera la guerra con los talibanes, la derrota sería inapelable y rápida.<br />Tras pasar el control de pasaportes hay que inscribirse en un registro de extranjeros. Es para los periodistas que llegan para cubrir las elecciones. Piden dos fotos a cambio de un carné. No cobran dinero. Debe ser la inocencia.<br />En Afganistán gustan mucho los papeles y las fotos de carné. Lo primero es herencia del comunismo y su obsesión por el control absoluto. Las fotografías son parte del progreso en el mundo de la imagen. Se exigen para casi todo; también para vender una tarjeta para el teléfono móvil.<br />El hotel es pequeño, una guest house. Parece discreto y con precio que se ajusta a las exigencias de la crisis. Está lejos de los fortines de cinco estrellas tomados por los contratistas, uno de los posibles objetivos de los talibanes. El primer día es importante ser cauto y dedicar tiempo a informarse, a tomar las medidas y garantizarse un buen guía-traductor. Kabul, pese a su fama de violenta, parece una ciudad segura. Más allá de esta burbuja habitada por militares de la OTAN, funcionarios de la ONU, diplomáticos, empresarios, espías y decenas, si no cientos, de ONG y agencias humanitarias, está la guerra, el enemigo real e invisible, el peligro. Las ciudades como Kabul, Herat, Mazar-i-Sharif son islas fortificadas frente a un mar de tiburones. Hay 101.000 soldados extranjeros para un territorio que supera los 600.000 kilómetros cuadrados. Una empresa de vigilancia imposible.<br />Decía José Carlos Rodríguez Soto, un misionero que conocí en el norte de Uganda, que la paz que permanece es la que se logra con la negociación y no mediante la fuerza. Para entender las dificultades culturales en Afganistán, les recomiendo ver (o volver a ver) una película soberbia: El hombre que quiso reinar (The man who would be King) de John Huston. Está basada en una novela de Rudyard Kipling y cuenta con dos grandes interpretaciones de Sean Connery y Michael Caine.<br /><br /><br />Kabul 12/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">La seguridad y el miedo<br /></span></strong>Quien inventó el miedo inventó el negocio. Y la guerra es uno de los mejores para los que no hacen cuentas con la conciencia. Kabul, como antes Bagdad, se está llenando de guardias privados armados hasta los ojos (exhiben gafas de sol antibalas, o eso dice el prospecto), muros de hormigón, barreras de seguridad, mojones rellenos de cemento y toda suerte de artilugios contra el coche bomba y el talibán suicida. Protegen embajadas, centros de la ONU, ministerios afganos y cualquier vivienda y negocio público o privado que tenga pedigrí para ser atacado. El pánico se desató en julio de 2008, tras el atentado contra la legación de India en el que murieron más de 40 personas, y no parece ceder.<br />Al caótico y ruidoso tráfico kabulí no le sientan bien las calles cortadas por sorpresa ni los cierres a la circulación para garantizar el tránsito sin sobresaltos de alguna autoridad embutida en un convoy de sirenas. Los decibelios miden el prestigio, pero también son una señal perfecta para los malos, que aguardan una oportunidad para golpear. Tanto trasiego y arbitrariedad exaspera a los civiles, que meten a todos en el mismo saco.<br />Los diplomáticos y el personal humanitario viven en una burbuja dentro de la burbuja que es Kabul, una isla varada en medio de un país en guerra. Sus expertos de seguridad les han impuesto un toque de queda y limitado tanto los movimientos que no pueden salir solos ni pasear por la calle. Hay zonas para la excepción, como Chicken Street, donde se agolpan las tiendas de postín (por decir algo), que en la paz serían las típicas para turistas.<br />Escasos son los lugares cien por cien seguros y demasiados los extranjeros aburridos con ganas de farra tras una tediosa jornada laboral. Su concentración en pocas salas es una invitación al enemigo, como el ulular de las sirenas de las caravanas vip. Los talibanes ya han señalado a uno: el disco bar Atmosfer. Al parecer, un antro de perdición. Habrá que ir.<br />La mayoría de los periodistas que carecen de asesores de seguridad se mueven con bastante libertad y sin sensación de riesgo aparente durante el día. Cada uno, aconsejado por su intérprete-chófer, se limita a aplicar el sentido común. Los guías se saludan entre ellos con una sonrisa de oreja a oreja. Es el maná de dólares que les ha traído la democracia (perdón, las elecciones del 20 de agosto) lo que les pone contentos. En un país tan pobre hacen cuentas de rico.<br />Los restaurantes de comida popular, con sus pinchos de cordero y arroz con pasas, se empiezan a poblar de informadores extranjeros armados con libretas (las cámaras de televisión y fotografía siempre son un problema para el disimulo). La gente es muy amable. Los de más edad son ceremoniosos y saludan al extranjero con una leve inclinación de cabeza y la mano derecha junto al corazón. Los jóvenes, curiosean y sonríen. Nadie pregunta por el origen de la carne ni por las condiciones de salubridad. En Afganistán están acostumbrados a morirse de todo antes de que les llegue la gripe A.<br />Aunque el blanco es sólo un extranjero, sin más adjetivos ni nacionalidades, las conversaciones conducen a la confianza y ésta al interés: ¿Australiano?, pregunta el dueño del restaurante. "No, de España". El hombre pone los ojos en blanco, como si rebuscara en el disco duro de su memoria inundada de guerras y desgracias, y exclama feliz: "¡Barcelona! Kaká".<br /><br /><br />Kabul 13/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Desagradable recordatorio para los testigos de la guerra<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS habla del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y las formas de trabajar de un periodista en un conflicto armado<br /></em><br />La noticia del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y el camarógrafo indonesio Andi Jatmiko en una carretera de Kandahar ha conmocionado a la creciente colonia de periodistas en Kabul. Estas cosas siempre son un desagradable recordatorio, como cuando se hunde un pesquero o se produce la explosión en una mina. Cada profesión tiene sus miedos y sus fantasmas.<br />Morenatti ha perdido un pie, pero no las ganas: era él quien animaba a su mujer, Marta Ramoneda, tan fotógrafa como él, en una conversación telefónica poco antes de su evacuación a Dubai. Su empresa, Associated Press (AP), ha anunciado que no escatimará en su recuperación y que Emilio tendrá acceso al mejor tratamiento ortopédico. Hace bien AP, pues necesita de grandes reporteros en tiempos en los que no sobra el talento. Mejorar la sensibilidad ha costado varias desgracias. Ocho entre los españoles: Juantxu Rodríguez (Panamá), Jordi Pujol (Bosnia-Herzegovina), Luis Valtueña (República Democrática de Congo), Miguel Gil (Sierra Leona), Julio Fuentes (Afganistán), Julio Anguita Parrado (Irak), José Couso (Irak) y Ricardo Ortega (Haití).<br />Hay tres formas de estar en una guerra como periodista: por libre, empotrado con uno de los combatientes y en un hotel bebiendo whisky y zapeando por las televisiones globales. De estos hay poco que decir. De los que pisan la calle, todo; los plumillas buscan historias y los fotógrafos y camarógrafos, imágenes. No hay otra opción. Pero nadie, ni los que van por su cuenta ni los que viajan con una parte, que también son libres, tienen acceso a la película completa. Solo hay que ser honesto y reconocer las limitaciones.<br />Siempre han existido empotrados. Algunos, como Ernie Pyle, escribieron crónicas maravillosas en la II Guerra Mundial, y dejaron frases que son el resumen exacto de lo que significa este oficio: "Yo no sé nada de la gran película, sólo veo a soldados cansados y sucios que están vivos y tienen miedo a morir", escribía en Brave Men.<br />Cada guerra tiene sus héroes. A veces son soldados; las más, civiles, y el trabajo de gente como Morenatti es estar allí. Ser testigo. Aunque cueste.<br />En Irak, y sobre todo en Afganistán, donde las condiciones de seguridad son escasas y las carreteras peligrosas, el empotramiento garantiza excelentes historias e imágenes y un cierto grado de protección. ¿Una forma de control? La era de Internet es el antídoto. Solo es información veraz desde más ángulos.<br />Los norteamericanos son extremadamente profesionales con la prensa. Entienden su trabajo y su responsabilidad como militares ante la sociedad civil que les paga y sostiene. Vietnam les enseñó cómo se pierde una guerra desde la información. Todos los periodistas que se empotran eligen a los estadounidenses y, a veces, a los británicos. Los otros ejércitos con tropas en Afganistán prefieren mantenerse lejos de las miradas de los periodistas y ocultarse ante sus opiniones públicas. Sabrán por qué.<br /><br /><br /><br /><br />Kabul 14/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Hoteles, Kapuscinski y la competencia</span></strong><br /><em>El enviado especial de EL PAÍS explica la importancia del alojamiento en zona de guerra y la necesidad del compañerismo</em><br /><br />Ryszard Kapuscinski tenía una manía en sus viajes: personalizar la habitación del hotel en la que iba a pasar tiempo durante una cobertura informativa. A veces, le bastaba con desplegar unos pocos objetos por la mesilla de noche y la mesa de trabajo para que ese lugar extraño, frío e impersonal empezara a transformarse en un sustituto del hogar capaz de que mitigar la soledad.<br />En una zona de conflicto, elegir bien el hotel es esencial: puede salvar la vida y hacer agradable el trabajo. La electricidad para el ordenador y los cargadores de las cámaras siempre son más importantes que el agua.<br />En Kabul, los periodistas extranjeros se han repartido en hoteles pequeños. Todos huyen de los grandes como el Intercontinental y el Serena porque existe la sensación de que los talibanes van a intentar algo sonado dentro de Kabul antes de las elecciones. Se suceden las bromas sobre la cercanía de las habitaciones a los muros exteriores y la exposición de su inquilino a un posible coche bomba. El humor negro es una forma de espantar los miedos y de pasar el rato. Aunque las nuevas guest house están haciendo su agosto, se mantienen en unos precios aceptables. No hay inflación de avaricia. Después lo compensan con algún exceso en el cobro de las cervezas turcas Effes Pilsen.<br />El mío dispone de aire acondicionado, agua más o menos caliente (aunque tiene sus momentos: de repente helada; de repente, ardiendo), buena conexión wifi y televisión por satélite en la que es posible ver todos los canales árabes del mundo, que tienen su punto cuando te acostumbras.<br />Recuerdo la primera llegada al Holiday Inn de Sarajevo en abril de 1993. Dos de las cuatro fachadas eran inservibles, pues daban al frente: habitaciones quemadas, ventanas arrancadas de cuajo, agujeros de bala en las paredes. En las otras dos fachadas vivían los periodistas extranjeros. No había agua ni luz (ni ascensores) y los precios competían con los mejores hoteles de París. En aquella época transmitir una crónica era una pesadilla. El periodista debía dedicar varias horas al proceso. Las agencias de prensa extranjera disponían de satélites, entonces unos aparatos enormes que necesitaban de varias personas para moverlos, a los que sacaban gran rentabilidad: 40 dólares el minuto. Este periódico se dejó un buen dinero en aquella cobertura informativa que duró tres años y medio.<br />Los hoteles de periodistas tienen cierto sabor, pero no se parecen al de El Americano Impasible. La realidad siempre se queda corta frente a la imaginación de Hollywood, al menos en ciertas cosas. Se bebe poco, al menos en sitios como Kabul, y se habla demasiado. Cada uno cuenta sus batallitas, que son las mismas de la última cobertura. Nadie menciona sus reportajes en marcha ni de las crónicas a punto de cocción. Sólo se charla de lo ya publicado. Hay un compañerismo que supera las diferencias ideológicas y empresariales de los medios y suele haber ayudas en las desgracias informáticas. La competencia no es poner zancadillas.<br />Recuerdo una anécdota de dos célebres periodistas deportivos norteamericanos que siempre coincidían en todos los eventos. Una vez, uno de ellos llegó tarde al partido, quizá de béisbol, por un problema de tráfico. Tras sentarse, preguntó al compañero: "¿Me he perdido algo?" El rival informativo le narró con detalle todo lo que había pasado. Sorprendido por su generosidad, dijo: "¿Por qué me lo cuentas todo tan bien si somos competencia?". El primer periodista le miró, sonrió y dijo: "La competencia, querido, empieza en el momento en que nos ponemos a escribir".<br /><br /><br />Kabul 15/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Los niños que quieren ser médicos<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS relata la situación de los jóvenes y niños en Kabul<br /></em><br />La ciudad vieja de Kabul, al otro lado del monte de la televisión, huele a polvo y arena. En 2001 parecía Grozni o Dresde: una alfombra de edificios derruidos en los que no cabía una bala ni un muerto. Ocho años después han surgido viviendas y mansiones de nuevo rico y pésimo gusto (milagros en un país que produce el 93% de la heroína mundial), que con sus ventanas reflectantes verdes parecen platillos volantes a punto de despegar. Ojalá lo logren.<br />Cerca de la universidad, en la que en los años setenta estudiaron la mayoría de los criminales de guerra que después destruyeron la capital y el país, se halla el cine-teatro de Kabul. Solo queda en pie su esqueleto y la memoria de unos pocos. Eran tiempos de pobreza y tolerancia en los que se veían películas indias en tres pases por día y la gente se agolpaba en el exterior para comprar su entrada. Hoy solo quedan las sombras, la pobreza y una sensación colectiva de que nada volverá a ser como antes.<br />Detrás del cine, que pronto desaparecerá para dejar paso a una calle más ancha en dirección a ninguna parte, se divisa un parque de escombros presidido por un viejo ministerio de la época soviética. Ahora, es el lugar favorito de los jóvenes para fumar algo más que tabaco y para jugar a la ruleta rusa con las jeringuillas prestadas. Su hora de despegue es el atardecer, un mal momento para darse una vuelta. Los clientes andan escasos de dinero y sobrados de ansiedad. Parece un túnel del tiempo.<br />Bagha Bala escala por una ladera del monte que divide la ciudad vieja de la nueva. El barrio se concentra en una red de viviendas ilegales. Parece un proyecto de las favelas de Río de Janeiro. En ese arrabal tan pobre muchos niños quieren médicos. Dicen los adultos que es influencia de una serie india que causa furor en las parabólicas de Kabul. Una idea para la nueva estrategia de Obama en Afganistán: la buena televisión podría hacer más por cambiar la mentalidad que 100.000 soldados estadounidenses vestidos en Coronel Tapioca pegando tiros por el Valle de la Muerte, fronterizo con Pakistán.<br />En casa de Amin Yusuf he conocido a su mujer Gul Makai. Llevan 45 años casados. Su relato está repleto de fuerza y dignidad. Y esperanza. Amin dispone de 120 dólares mensuales para alimentar a una prole -entre hijos, nietos, sobrinos y añadidos- de 45 personas. Gul Makai ha conversado con el extranjero y le ha dado la mano, prueba de una enorme aceptación. Al llegar a su casa se ha quitado el burka azul con el que sale a la calle y se ha colocado un pañuelo blanco sobre el cabello. Su nieto también quiere ser médico. Incluso a su edad, 12 años, sabe la especialidad: internista. "Lo que sucede es que ven a los médicos y enfermeras llevar una vida normal y quieren ser como ellos".<br />Gul Makai es la encargada de hacer juegos malabares con las finanzas de la casa. Podría ser ministra en el país de la corrupción y el dispendio. Se casó a los 15 años. Su madre, como manda la tradición, le eligió marido. "Creí que se trataba del hermano, que es de piel oscura y muy feo. Un día vi a Amin en su coche y mi madre me dijo: 'Ese es tu esposo'. Creo que de la alegría me dio me enamoré enseguida. Llevamos 45 años juntos y pese a que somos muy pobres he sido muy feliz".<br /><br /><br /><br />Kabul - 16/08/2009<br /><em><strong><span style="font-size:130%;">El bar que odian los talibanes<br /></span></strong>El enviado especial de EL PAÍS relata el ambiente que se vive en las calles y locales de Kabul<br /><br /></em>Rugula tuvo poco trabajo ayer en la barra de L'Atmosphere, el bar-restaurante de Kabul que los talibanes han señalado como candidato a ponerle una bomba. Para los radicales se trata de un antro de perdición intolerable: vende alcohol y las mujeres occidentales se desvisten hasta el bikini para sumergirse en la piscina y combatir el calor seco de esta ciudad. Tras el atentado en la puerta del cuartel general de la OTAN, los extranjeros, que son los clientes habituales de L'Atmosphere, no estaban para bromas y decidieron quedarse en sus casas.<br />El barman mata el aburrimiento navegando por Internet sentado bajo un cartel en el que se anuncian algunas de las excelencias de la casa: mojito y Bloody Mary, todo a 350 afganis, algo más de siete dólares. Rugula asegura que L'Atmosphere nunca ha tenido problemas desde que se inauguró en 2003 y que no hay miedo a los talibanes pese a las amenazas: "En Kabul hay muchos los objetivos posibles".<br />En la calle, un retén de policía y un par de guardas de seguridad afganos vestidos de civil reciben al extranjero. No hay carteles ni anuncios. El acceso al restaurante parece arrancado de las películas de Chicago de los años 30. Tras golpear con los nudillos se abre la mirilla de la puerta de hierro y en ella asoman unos ojos que escrutan al candidato. Una vez al otro lado, el hombre revisa sin exceso de celo la mochila y cachea el cuerpo del candidato a cliente. "Lo siento", dice a modo de disculpa por las molestias causadas cuando termina. El extranjero responde algo pomposo: "Es por nuestra seguridad".<br />Tras pasar este segundo control hay que caminar por una especie de túnel dentro de un contenedor protegido por una variación de sacos terreros. Un tercer guarda franquea el paso a un hermoso jardín repleto de mesas puestas con elegancia y butacones tapizados en rojo. Hay árboles, pero no clientes. Resulta un sitio agradable. Huele a besos furtivos y a pecado. "Hoy no ha venido nadie", explica Mohamed, que trabaja de camarero. "Es por la bomba. Normalmente a estas horas muchas mesas están ocupadas".<br />Un hombre delgado con pinta occidental lee un libro despreocupadamente delante de la piscina. Parece Clint Eastwood antes de un duelo. Un par de trabajadores de la casa siguen en la televisión la noticia del ataque contra la sede de la OTAN. El aparato de treinta y pocas pulgadas es más pequeño de lo que aseguraban algunos de los amigos que acuden al restaurante para ver partidos de Premier y la Liga española. ¿Fútbol? ¡Otra depravación a añadir en la lista de los intransigentes! Cuando ellos mandaban en la capital antes de 2001 prohibieron todo: cine, televisión, música y el vuelo criminal de las cometas. Rugula comenta que además del alcohol, a los talibanes no les gustan los extranjeros.<br />La Unión de Cortes Islámicas hizo lo mismo en Somalia al conquistar Mogadiscio en junio de 2006. Tras imponer la paz por las armas, algo que agradeció una población exhausta sometida a la guerra desde 1991, empezaron a tirar de boletín oficial islámico para prohibir todo. Nadie dijo nada de los excesos rigoristas hasta que vetaron las retransmisiones de los partidos de fútbol. Mal asunto durante el Mundial de Alemania. Hubo manifestaciones y algunos muertos. Este tipo de silencios selectivos también se dieron en el Afganistán de los talibanes pero afectaron a Occidente. Hubo más protestas por la voladura de los budas de Bamiyan que por el trato denigrante de la mujer. Lo llaman sensibilidad cultural.<br /><br /><br /><br />Kabul - 17/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Oficios de pobreza alrededor de un Kebab<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS echa un vistazo a los tipos alrededor de cualquier restaurante de Kabul<br /></em><br />Los restaurantes de comida afgana en Kabul no tendrían mucho éxito en España y hasta es posible que las autoridades sanitarias los clausuraran por falta de higiene. Se trata de un problema de umbrales. El de la pobreza, por ejemplo: el 42% de los afganos vive en la miseria. Para muchos ya es un milagro poder cenar el nan-i-afghani (pan afgano) acompañado de una taza de té negro. Los pinchos de Kebab, sean de cordero, ternera o pollo, de los comedores públicos son un lujo inalcanzable. Comer cuesta 250 afganis (cinco dólares). También hay un problema de percepciones: lo que al Primer Mundo le parece sucio al Tercero le resulta un delicatessen.<br />Por alguna razón -económica o de soledad, quién sabe- los comedores públicos afganos tienden a agruparse en calles concretas haciéndose la competencia codo con codo. Se distinguen por la suma de las humaredas que levantan los encargados de girar los pinchos hasta lograr el punto de brasa exacto. Todo un arte. No hay extranjeros debido a la psicosis de miedo creada por los expertos en seguridad, una de las profesiones del mundo que generan más inseguridad. Los clientes de las mesas cercanas buscan en seguida conversación con el recién llegado. No se percibe hostilidad alguna. Comen con los dedos de la mano derecha ayudados de trozos de pan. Los que proceden de las provincias se sientan sobre la silla en cuclillas, como si estuvieran en el suelo. No se vende alcohol. El aparato de televisión sólo sirve para escuchar música con el volumen alto. La cantante con menos ropa es de Tayikistán, que debe ser el Perpignan de los tayikos afganos.<br />Alrededor de estos restaurantes se mueve empleo indirecto. Decenas de niños dejan de ir a la escuela para fregar los coches que aparcan a cambio de 50 afganis (un dólar). Otros niños venden chicles de marca norteamericana, pañuelos de papel y tarjetas de telefonía móvil sin tener mojarse las manos. Son la clase media de la pobreza. Junto a ellos, una nube de mendicantes, la mayoría mujeres cubiertas por el burka.<br />Nadie intenta dar limosna a la que entra en el restaurante. Es como si fuera un fantasma azul. Tiene las uñas pintadas de un rosa descolorido por el tiempo. Un comensal le ofrece dos trozos de pan afgano y un cuenco con judías. La mujer de las manos jóvenes lo coge y musita: "Thank you".<br />Un policía se balancea chulesco por la acera. Viste una camisa blanca que debe de hacer semanas que no conoce jabón. Muestra una prominente barriga, como casi todos los policías de tráfico. En eso existe una gran uniformidad. Gana el equivalente a 40 dólares al mes y en esas rondas cerca de los restaurantes trata de arrancar una pequeña mordida con cualquier excusa. A veces no es necesario descubrir una falta porque el dueño del negocio lo invita a pasar. El agente debe de llegar hambriento porque con la primera cucharada de sopa se ha echado encima una mancha que al limpiarla se ha extendido. El hombre que se sienta a mi lado encoge despacio los hombros como si ese movimiento llevara escrito todo un discurso sobre Afganistán, un país destruido por 30 años de guerra y siglos de ignorancia y fanatismo.<br /><br /><br /><br /><br />Kabul - 18/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">El niño del zoo quiere volar<br /></span></strong><em>El enviado especial de EL PAÍS visita el zoológico de Kabul, el único sitio de Afganistán donde sus pobladores no saben de la guerra<br /></em><br />El zoológico de Kabul es tan pobre como el país que lo acoge. El taquillero Freidum está sentado al otro lado de la ventanilla sobre una silla desdentada. Extiende ceremoniosamente dos entradas como si en ese gesto descansara la esencia de un Estado que se esfumó. Sonríe tras ser acusado de discriminación positiva: el acompañante local paga 10 afganis (20 centavos de dólar) y el extranjero, 100 (dos dólares). "Los viernes vendo más de 1.500 entradas; el resto de los días viene menos gente", explica. "En la época anterior, los talibanes venían mucho a ver los animales, pero siempre sin sus esposas. En eso han cambiado las cosas, ahora vienen mujeres con sus hijos".<br />Nada más entrar se alza la estatua imponente del león Marjan, la estrella del zoológico durante décadas y que aún lo es siete años después de muerto. Era el símbolo de la ciudad, un superviviente de todas las guerras y de todas las hambrunas. Su físico representaba la imagen de un país mutilado: cojo y tuerto debido a una granada de mano que le arrojó un joven para vengar la muerte de su hermano, un idiota que días antes saltó la verja y bajó a importunar a Marjan, que se lo tomó como se toman los leones estas cosas: mal.<br />No hay muchos animales. Es la hora de la siesta y los pocos que se mueven en sus jaulas merecerían la atención de alguna ONG. El zoo tiene gansos, gacelas, cabras, un nuevo león que, dados los precedentes de Marjan, sale poco a su jardín, buitres, lobos y monos. Éstos son los únicos que no parecen darse cuenta de la situación ambiental, dedicados a subir y bajar a la carrera de sus falsos árboles mientras alguno despistado aprovecha para rascarse la entrepierna con ritmo. Tampoco los ocho osos que juguetean por un canal de agua sucia saben que esto es Afganistán, que el jueves se celebran unas elecciones históricas -como todo lo que sale por la televisión global- y que los talibanes han amenazado con volar todo lo que se pueda volar.<br />Junto a la jaula del mono pajillero se encuentra Omar, un aguador de 10 años. Se mueve entre los visitantes ofreciéndoles agua en un vaso viejo de latón. En la otra mano lleva un termo que llena cinco o seis veces. Le funciona la sonrisa. Omar cobra un afgani por trago. En los días buenos consigue una caja de 15 (30 centavos de dólar). Para lograr esta fortuna que lleva a casa para ayudar a sus padres necesita cinco horas de trabajo. A la una se va al colegio hasta las cuatro. Le gusta estudiar porque quiere ser piloto de aviones. Cuando se le pregunta qué países le gustaría visitar, responde con una sonrisa aún mayor: "¡Panshir!", un hermoso valle cerca de Kabul. ¿Y más lejos que el Panshir? Omar deja en el suelo su termo de agua, se rasca la cabeza consciente que el momento es grave, y dice: "No sé qué hay más lejos".<br /><br /><br />Kabul 19/08/2009<br /><strong><span style="font-size:130%;">Furia religiosa contra el cine</span></strong><br /><em>El enviado especial de EL PAÍS regresa al Parvan Cinema de Charicar, abandonado y decrépito recuerdo de otra época<br /></em><br />En Charicar, un bullicioso pueblo tayiko a los pies del valle del Panchir, es día de mercado. En víspera de la fiesta nacional afgana, que se celebra hoy, hombres, mujeres y niños ocupan sus calles como otros hombres, mujeres y niños del Primer Mundo ocupan las suyas limpias y asfaltadas en los días previos a la Navidad. Estos, con su pobreza absoluta y un halo de dignidad; nosotros, con una insoportable desmemoria sobre la nuestra, que es de antes de ayer.<br />Los vendedores de Charicar no vocean la mercancía, que debe ser de mala educación. La exponen en sus locales, unos diminutos cubículos de hierro. Los comercios de las especias perfuman la calle de aromas exóticos en un duelo intenso y secreto con los aceites y gasolinas de escasa calidad que escupen los coches al pasar. Hay relojeros, barberos, zapateros, fabricantes de ollas, carniceros, cambistas... Decenas de oficios que comparten metros y bullicio.<br />Dos policías que protegen el mercado no parecen nerviosos por las explosiones de Kabul, inmersos en el estudio científico de la mejor manera de coronar su todoterreno artillado con una enorme sombrilla de colores. Debe ser que en asuntos de guerra, la solana nubla la vista y yerra los objetivos. Que se lo digan a los pilotos de los aviones estadounidenses.<br />Hay trajín en la parada de los carromatos coloreados que sirven de taxi de distancias cortas. En las tiendas del lado izquierdo se empeñan en ofrecer a la venta unas cuerdas verdes que nadie parece comprar.<br />Más arriba, alejándose de las especias y los tubos de escape, se llega al Parvan Cinema. Es el único cine de Charicar. Fue destruido por los talibanes hace 10 años y así sigue, roto, abandonado y decrépito, sin que ninguna organización gubernamental o extranjera considere importante su rehabilitación. En un país con tanta guerra, pobreza, desempleo y machismo parece una provocación fomentar los sueños de gentes a las que les pesa tanto la realidad.<br />El patio de butacas, que tenía capacidad para 400 personas y desde el que se vieron grandes películas indias y alguna estadounidense menor, como Rambo, es un amasijo de sillas oxidadas a las que les robaron la madera. Fueron pateadas una a una en 1999 por la furia religiosa y rociadas después con gasolina por los hombres del turbante. Hoy todo huele a orín, excrementos y basura.<br />En el anfiteatro donde se situaban las mujeres sin la burka para no ser observadas tampoco queda rastro de los viejos proyectores rusos que hace ocho años trataban de reconstruir Jasralá y Kajam, expertos en reparar aparatos de radio. No hay noticias de ellos. Ni de Anwar, que acabó en prisión por el delito de poner películas. En las tres sesiones diarias del Parvan Cinema la gente se agolpaba en los pasillos. Recuerdo que Kajam contaba entonces cómo algunos de los espectadores trataban de escapar espantados de lo que sucedía en la pantalla por miedo a ser pisoteados por un elefante.<br />El Parvan Cinema fue también teatro-escuela infantil. Los niños y niñas de las escuelas acudían a representar sus pequeños dramas y comedias y a entonar sus himnos patrióticos. Hoy nadie aprende a cantar y a soñar. Parece que todos en Afganistán se cansaron de tener esperanza en un futuro que nunca llega.<br /><br /><strong><span style="font-size:180%;">NOTA: CONSULTAR LOS EN <span style="color:#00cccc;">DIAS</span> SIGUIENTES, EN EL DIARIO EL PAIS, DE MADRID, LOS CONTENIDOS DEL DIARIO.</span></strong></div>alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-91151793260623333222009-08-15T13:31:00.000-07:002009-08-15T13:34:44.495-07:00Féretros tallados a mano<div align="center"><br /><strong><span style="font-size:180%;color:#ff0000;">Féretros tallados a mano</span></strong></div><span style="color:#330033;"></span><br /><span style="color:#330033;"><strong>Truman Capote</strong><br /></span><br />Prólogo<br />Aquí y allá, en prólogos, prefacios, entrevistas o raptos confesionales, Truman Capote (estadounidense, 1924-1984) dejó bien en claro quién había sido desde pequeño, o al menos quién iba a ser para nosotros. Cada vez que viene al caso, es decir todo el tiempo, recuerda que su memoria comienza con una evidencia: él quería ser escritor. Mientras los demás se perdían en el duro oficio de la infancia, Capote afinaba los lápices y se proyectaba en una página. Tenaz desde muchacho, este entrenamiento calificado lo puso en la pista bien temprano. Antes de cumplir veinte años publicaba sus cuentos en las mejores páginas norteamericanas, y ya a los veinticuatro aparecía su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, bien recibida por el público y la crítica, un juicio calificado que el tiempo habría de perpetuar. A partir de entonces, con la certeza de estar en el lugar y en el destino correctos, comenzaría una producción que, como él también nos dice, tendría altos y bajos. Sin embargo seria tan equilibrada en sus alternancias que los picos que periódicamente alcanzó su obra sepultan en la memoria cualquier desfallecimiento o mal paso, y uno termina que ambos, altos y bajos, son fundamentales en el proceso de depuración y expansión a nuevos terrenos que constituye la escritura de Capote. Baste hacer una enumeración elocuente en cuanto a páginas ejemplares: Desayuno en Tiffany's, Un árbol de la noche, A sangre fría, Música para camaleones, cuatro libros que son cuatro tonos distintos, pacientemente diferenciados y llevados a su culminación, cuatro mundos para cuatro escritores que confluyen solo en él. Esto, por un lado, habla de un dotado. Aunque en cierta forma eso es lo de menos. Lo que cuenta quizás es el peso de haber descubierto muy tempranamente su verdad, la de ser escritor, y que ésta se manifestara en la forma de la inquietud permanente, de una pregunta que apremia: ¿qué es ser un escritor? ¿De cuántas formas puede alcanzar la maestría en su oficio? ¿Cómo se define su estilo? Queda claro que no es una pregunta sino varias, y Truman Capote va a ir respondiendo a sus propios interrogantes con una escritura y un mundo narrativo que no paran de corregirse a si mismos, buscando su lugar escalando cimas diversas y bajando de ellas abruptamente y volviendo a visitarlas con espíritu renovado y con una mirada impiadosa que extrae un aprendizaje y lo extiende a su próximo logro. Así desde Otras voces, otros ámbitos a Música para camaleones pasará del lirismo al despojamiento, de narradores que conceden y disfrutan la sensualidad a otros que hacen de la crudeza y la observación clínica una cuestión de principios literarios; de los paisajes sureños, con sus mitos decadentes y siempre un tanto hidalgos, al corazón de la locura norteamericana que se expurga en A sangre fría. Y sin duda A sangre fría es su monumento, una novela que divide sus aguas tanto en lo artístico como en lo personal, y que estrella su literatura contra la realidad. De ese encuentro, de ese matrimonio tormentoso entre la ficción y la no ficción, él tiene la licencia. Es absurdo discutir, como se hizo durante muchos años, la legitimidad ficcional de una novela basada puntillosamente en hechos reales y que relata paso a paso un crimen, sus antecedentes y consecuencias. No cabe duda que en el tema mismo Capote encontró un morbo seductor y un buen vehículo para retratar las debilidades monstruosas del patético sueño americano. Pero más cierto aún es que en ese pozo sin forma racional que uno sospecha es la mente de un asesino, había un abismo donde volcar al mismo tiempo los riesgos de la mirada psicológica (con sus excesos y tonterías) y poner en juego un estilo que debía narrar lo que parecía innarrable. Es decir, contar esa historia, escribir ese libro exigía un gusto especial por los emprendimientos temerarios y la sospecha de que para escribir la gran novela americana había que exponer la resistencia personal y olvidar todos los trucos aprendidos en años de escritura. Y él era la persona indicada para hacerlo.<br />Ese libro es su monumento por lo que es y por aquello que escribirlo le hizo aprender como escritor. Paradójicamente la salida airosa de esa pesadilla (airosa en lo literario, porque los efectos que tendría en su vida la convivencia de varios años con ese material y las largas visitas en la cárcel a los asesinos han sido más que complejos) lo dejó en un lugar privilegiado para fracasar en el futuro. Podría haber seguido usando una fórmula que se había inventado y con ella producir un par de novelas cómodas y exitosas. No fue el caso, y lo que siguió a esto fue la búsqueda obsesiva de nuevas formas de maestría. Metódico y leal a sus propias conquistas, tras eso seguirá trabajando en esa zona donde se encuentran, para mezclarse sin confundirse, la ficción, la no ficción y los terrenos menos explorados de la escritura periodística. Dentro de esta línea, puede ubicarse "Féretros tallados a mano", una pieza magistral, también basada en un hecho real, que muestra una manera diametralmente opuesta de enfrentarse a una atroz historia criminal. Es cierto que la lectura de esta obra no nos muestra a todo Capote, que no es un compendio de los diversos registros que abordó y consumó, y que al publicar solo esta nouvelle por una limitación de espacio nos perdemos de disfrutarlo ejerciendo su genio en otros ámbitos literarios. Pero este texto tiene un punto a su favor que lo defiende y libera de todos las ausencias a que su presencia obliga: es una pequeña obra maestra de principio a fin.<br />Fernando Fagnani<br /><br /><br /><div align="left"><strong><span style="color:#ff0000;">Féretros tallados a mano</span></strong><br /><em>Narración verídica de un crimen americano<br />Marzo de 1975<br /></em> <br />Un pueblo en un pequeño Estado del oeste. Un centro para las numerosas granjas y establecimientos de cría de ganado que rodeaban a este pueblo con una población de menos de diez mil, con doce iglesias y dos restaurantes. El cine, aunque no ha dado ni una película en diez años, todavía sigue en pie, austero e inhospitalario en la calle principal. Una vez también hubo un hotel, pero ha sido cerrado, y hoy en día el único lugar donde puede alojarse un viajero es el motel Prairie. El motel es limpio y los cuartos bien calefaccionados; más no puede decirse. Un hombre llamado Jake Pepper vive en él desde hace casi cinco años. Tiene cincuenta ocho años, y es un viudo con cuatro hijos grandes. Es más bien bajo, de muy buena salud y parece tener quince años menos. Un rostro común pero agradable, ojos azules y una boca fina que se contorsiona en muecas que a veces son sonrisas, a veces no. El secreto de su aspecto juvenil no es su pulcritud o su delgadez, ni se debe tampoco a sus mejillas, sonrosadas como manzanas, ni a sus traviesas y misteriosas sonrisas, sino a su pelo, que lo hace tan joven: es de un rubio oscuro, lo lleva muy corto, y tan lleno de remolinos que no puede peinarlo; lo alisa y lo moja, simplemente.<br />Jake Pepper es un detective empleado por el Departamento de Investigaciones del Estado. Nos conocimos por un amigo mutuo, otro detective de un Estado diferente. En 1972 escribió una carta diciendo que estaba trabajando en un caso de asesinato, en algo que él pensaba que podía interesarme. Lo llamé por teléfono y hablamos durante tres horas. Yo estaba muy interesado en lo que tenía que decirme, pero se alarmó cuando sugerí que viajaría hasta allí para ver la situación personalmente. Dijo que podía ser prematuro y llegar a hacer peligrar su investigación, pero prometió mantenerme informado. Los tres años siguientes intercambiamos llamadas telefónicas de vez en cuando. El caso, que seguía líneas tan intrincadas como un laberinto de ratas, parecía haber llegado a un punto muerto. Finalmente le dije: "Déjeme que vaya a echar un vistazo".<br />Así fue que me encontré, una fría noche de marzo, sentado con Jake Pepper en su habitación del motel en los alrededores invernales y ventosos de ese pequeño pueblo desolado del oeste. En realidad, la habitación era agradable, cómoda. Después de todo, con ciertas interrupciones, había sido su hogar por cinco años, y había puesto estantes donde exhibía fotos de su familia, hijos y nietos, y en los que descansaban cientos de libros, muchos acerca de la Guerra Civil, y todos propios de un hombre inteligente; prefería a Dickens, Melville, Trollope, MarkTwain.<br />Jake estaba sentado en el piso, con las piernas cruzadas, con un vaso de bourbon al lado. Tenía un tablero de ajedrez por delante, y abstraídamente movía las piezas.<br />TC: Lo sorprendente es que nadie parece saber nada acerca de este caso. Casi no ha tenido publicidad.<br />JAKE: Hay razones.<br />TC: Nunca he logrado ordenarlo en una secuencia. Es como un rompecabezas al que le faltan las piezas.<br />JAKE: ¿Dónde empezamos?<br />TC: Desde el comienzo.<br />JAKE: Vaya al escritorio. Abra el cajón de abajo. ¿Ve esa cajita de cartón? Mire lo que hay adentro.<br />(Adentro de la caja encontré un féretro en miniatura. Era un objeto hermoso, tallado en madera de bálsamo. No estaba ornamentado, pero cuando se levantaba la tapa, se veía que el cajón estaba vacío. Contenía una foto, una instantánea casual y cándida de dos personas de edad mediana, un hombre y una mujer, que cruzaban la calle. No era una foto para la que hubieran posado; uno se daba cuenta de que ellos no sabían que se les había sacado una foto.) Ese pequeño féretro. Supongo que ése es el comienzo.<br />TC: ¿Y la foto?<br />JAKE: George Roberts y su esposa, Amelia.<br />TC: Los esposos Roberts. Por supuesto. Las primeras víctimas. ¿Él era abogado?<br />JAKE: Él era abogado, y una mañana (para ser precisos, el 10 de agosto de 1970), recibió un regalo por correo. El pequeño féretro. Con la foto adentro. Roberts era un tipo feliz y despreocupado. Enseñó el obsequio a algunas personas, como si fuera una broma. Un mes después, George y Amelia estaban muertos.<br />TC: ¿Cuándo entró usted en el caso?<br />JAKE: Inmediatamente. Una hora después que los mataron yo ya estaba en camino con otros dos agentes del Departamento. Cuando llegamos aquí los cadáveres seguían en el auto. Y las víboras también. Eso es algo que no olvidaré nunca. Nunca.<br />TC: Recuerde. Descríbalo exactamente.<br />JAKE: Los Roberts no tenían hijos. Ni enemigos, tampoco. Todos tos querían. Amelia trabajaba para su marido. Era su secretaría. Tenían un solo auto, e iban juntos a la oficina. La mañana que sucedió hacía calor. Muchísimo calor. De modo que deben de haberse sorprendido cuando fueron a buscar el auto y vieron que las ventanillas estaban subidas. De todos modos, entraron en el auto por distintas puertas, y no bien estuvieron adentro, un montón de víboras de cascabel los picó. Inmediatamente. Encontramos nueve adentro de ese auto. A todas les habían inyectado anfetaminas. Estaban enloquecidas. Picaron a los Roberts en todas partes: en el cuello, en los brazos, orejas, mejillas, manos. Pobre gente. Tenían la cabeza inmensa, hinchada como un zapallo. Deben de haber muerto casi instantáneamente. Así espero. Es lo único que espero.<br />TC: Las víboras de cascabel no son tan comunes por aquí. No de ese tamaño. Deben de haberlas traído aquí.<br />JAKE: Así es. De un criadero de víboras en Nogales, Texas. Pero éste no es el momento de decirle cómo sé eso. (Afuera, la nieve cubría, como encaje, el suelo. Faltaba mucho para que llegara la primavera: un fuerte viento que hacía repiquetear la ventana anunciaba que el invierno seguía con nosotros. Pero el ruido del viento no era más que un murmullo en mi cabeza, bajo el sonido de las víboras de cascabel y de sus sibilantes lenguas. Vi el auto, oscuro bajo el sol ardiente, las enroscadas serpientes, las cabezas humanas que se volvían verdes, hinchándose de veneno. Me puse a escuchar el viento para que borrara la escena.)<br />JAKE: Por supuesto, no sabemos si los Baxter recibieron un féretro. Estoy seguro de que sí. No se adecuaría al rito, de lo contrario. Pero ellos nunca dijeron haberlo recibido, y nunca vimos rastros de él.<br />TC: Tal vez se perdió en el fuego. ¿No había otras personas con ellos, otra pareja?<br />JAKE: Los Hogan. De Tulsa. Eran amigos de los Baxter, y estaban de paso. El asesino no pensaba matarlos. Fue un accidente.<br />Lo que sucedió fue que los Baxter estaban haciendo una casa nueva, muy elegante, pero la única parte terminada era el subsuelo. El resto esta en construcción. Roy Baxter era un hombre rico; podría haber alquilado este motel entero mientras le hacían la casa. Pero prefirió vivir en el subsuelo. La única entrada era por una puerta trampa. Era diciembre, tres meses después de los asesinatos de las víboras de cascabel. Lo único que sabemos con seguridad es que los Baxter invitaron a esa pareja de Tulsa a que pasaran con ellos la noche en el subsuelo. Y en algún momento antes del amanecer se inició un tremendo incendio en ese subsuelo, y las cuatro personas murieron incineradas. Literalmente no quedaron más que cenizas.<br />TC: ¿No pudieron escapar por la puerta trampa?<br />JAKE: (haciendo una mueca y resoplando): Diablos, no. El incendiario, el asesino, la cerró con bloques de cemento. Ni King Kong podría haberlos sacado.<br />TC: Evidentemente, debe de haber alguna conexión entre el incendio y las víboras de cascabel.<br />JAKE: Es fácil decir eso ahora. Pero entonces, yo no hacía ninguna conexión. Había cinco tipos trabajando en el caso: sabíamos más de George y Amelia Roberts y de los Baxter y los Hogan que lo que ellos pudieron saber de sí mismos en vida. Apuesto a que George Roberts nunca se enteró de que su mujer tuvo un hijo a los quince años y lo dio para que lo adoptaran. Por supuesto, en un lugar cómo este, todos más o menos conocen a todos, por lo menos de vista. Pero no podíamos encontrar nada que relacionara a las víctima. Ni motivos. No había ninguna razón, que pudiéramos encontrar, para matar a esas personas. (Estudió el tablero de ajedrez, encendió la pipa y tomó un sorbo de bourbon.) Todas las víctimas me eran desconocidas. Nunca oí hablar de ellas antes de que murieran, pero el siguiente era amigo mío. Clem Anderson. Noruego, de segunda generación; había heredado de su padre un establecimiento de campo en este lugar. Bastante extenso. Fuimos al colegio en la misma época, aunque él estaba unos años antes que yo. Se casó con una ex novia mía, una chica maravillosa, la única que he visto con ojos azul lavanda. Como amatistas. Algunas veces, cuando tomaba un trago, me ponía a hablar de Amy y sus ojos de amatista, pero a mi mujer no le causaba nada de gracia. De cualquier manera, Clem y Amy se casaron, se establecieron aquí y tuvieron siete hijos. Yo comí en la casa de ellos la noche antes que lo mataran, y Amy dijo entonces que lo único que lamentaba en la vida era no haber tenido más hijos.<br />Yo veía a Clem muy seguido, desde que vine a ocuparme del caso. Tenía una debilidad: bebía demasiado. Pero era astuto y me enseñó muchas cosas acerca del pueblo. Una noche me llamó aquí, a este motel. Sonaba raro. Dijo que debía verme en seguida. De modo que le dije, ven. Pensé que estaba borracho, pero no era eso. Estaba asustado. ¿Sabe por qué?<br />TC: Había recibido un regalo de Papá Noel.<br />JAKE: Ahá. Pero no sabia qué era. Lo que significaba. El féretro, y su posible conexión con los asesinatos de las víboras, no habían sido dados a publicidad. Lo manteníamos en secreto. Yo nunca había mencionado el asunto a Clem. De modo que cuando llegó a este mismo cuarto y me mostró un féretro que era la réplica exacta del que habían recibido los Roberts, me di cuenta de que mi amigo estaba en un gran peligro. Se lo habían mandado por correo en una caja envuelta en papel madera, con el nombre y dirección escritos de forma anónima. Con tinta negra.<br />TC: ¿Había una foto de él?<br />JAKE: Sí. Y la describiré cuidadosamente porque tiene mucho que ver con la manera en que murió Clem. En realidad, creo que el asesino intentaba hacer una pequeña broma, indicando sutilmente a Clem la forma en que iba a morir. En la foto, Clem está sentado en una especie de jeep. Un vehículo excéntrico, inventado por él. No tenía techo ni parabrisas, nada que protegiera al conductor. No era más que un motor con cuatro ruedas. Dijo que nunca había visto esa foto en su vida, que no tenía idea de quién la había tomado, ni cuándo. Yo tenía ante mí una decisión difícil. ¿Debería decirle la verdad, reconocer que la familia Roberts había recibido un féretro parecido antes de morir, y que los Baxter probablemente también? En cierta manera, sería mejor no informárselo: de esa forma, si lo vigilábamos bien, podía conducirnos al asesino, mucho mejor si no se daba cuenta del peligro en que estaba.<br />TC: Pero usted decidió decírselo.<br />JAKE: Sí. Porque con este segundo féretro, me di cuenta de que los asesinatos estaban relacionados. Y pensé que Clem podía conocer la respuesta. Debía conocerla. Pero, después que le expliqué el significado del féretro entró en shock. Tuve que abofetearlo. Y empezó a portarse como un chico. Se acostó en la cama, y empezó a llorar. "Alguien me matará. ¿Por qué?" Yo le dije:"Nadie te matará. Te lo prometo. Pero piensa, Clem. ¿Qué tienes en común con estas personas que murieron? Debe de haber algo. Tal vez algo muy trivial".<br />Pero, lo único que podía decir era: "No lo sé, no lo sé". Lo obligué a beber hasta que estuvo tan borracho que se quedó dormido. Pasó la noche aquí. A la mañana estaba más tranquilo. Pero aún no se le ocurría qué podía relacionarlo con los crímenes, cómo encajaba él. Le dije que no discutiera lo del féretro con nadie, ni siquiera con su mujer, y que no se preocupara, pues había pedido la ayuda de dos agentes más para que lo cuidaran.<br />TC: ¿Cuánto pasó hasta que el fabricante de féretros cumplió su promesa?<br />JAKE: Oh, creo que debe de haber disfrutado mientras tanto. Jugaba como un pescador con una trucha atrapada en un acuario. El Departamento dio por terminada la tarea de los dos agentes, y finalmente hasta Clem empezó a despreocuparse. Pasaron seis meses. Amy llamó para invitarme a comer. Era unas noche cálida de verano. El aire estaba lleno de luciérnagas. Los chicos las perseguían y las metían en frascos. Cuando partía, Clem me acompañó al auto. Hay un riacho junto al sendero donde lo había estacionado, y Clem dijo: "Con respecto a la conexión. El otro día se me ocurrió algo de repente. El río". Le pregunté qué río y él dijo ése, el riacho. "Es una historia un tanto complicada. Y probablemente tonta. Pero te la contaré la próxima vez que nos veamos." Por supuesto, no lo vi más. Por lo menos, vivo.<br />TC: Como si lo hubiera oído.<br />JAKE: ¿Quién?<br />TC: Papá Noel. Quiero decir. ¿No es raro que después de tantos meses Clem Anderson menciona el río, y al día siguiente, antes que pueda decirle por qué se acordó del río de repente, el asesino cumpla su promesa?<br />JAKE: ¿Qué tal su estómago?<br />TC: Muy bien.<br />JAKE: Le mostraré algunas fotos. Pero es mejor que se sirva un trago. Lo necesitará.<br />(Las fotos, en blanco y negro, en papel brilloso, habían sido tomadas de noche, con flash. La primera era del jeep armado en casa de Clem Anderson en un estrecho camino de campo; estaba volcado sobre un costado, con los faros encendidos todavía. La segunda foto era un torso sin cabeza, tirado sobre el mismo camino: un hombre sin cabeza, con botas y jeans y una campera de piel de oveja. La última foto era de la cabeza de la víctima. No podían habérsela cortado más limpiamente ni con una guillotina, ni en manos de un cirujano maestro. Estaba sola, entre unas hojas, como si un bromista la hubiera arrojado allí. Los ojos de Clem Anderson estaban abiertos, pero no parecían muertos, simplemente serenos, y a excepción de una herida dentada en la frente, tenía la cara igualmente serena, tan ajena a la violencia como sus pálidos e inocentes ojos noruegos. Mientras examinaba las fotos, Jake, por sobre mi hombro, también las miraba.)<br />JAKE: Era alrededor del atardecer. Amy estaba esperando a Clem para la cena. Mandó a uno de los muchachos por el camino a su encuentro. Él lo halló.<br />Primero vio el auto volcado. Luego, a unos cien metros, el cuerpo. Corrió a su casa. y su madre me llamó. Yo me maldije todo el tiempo. Pero cuando llegamos al lugar, fue uno de mis agentes el que encontró la cabeza. Estaba bastante lejos del cuerpo. En realidad, yacía en el lugar donde golpeó contra el alambre.<br />TC: El alambre, claro. Nunca entendí bien lo del alambre. Es tan...<br />JAKE: ¿Ingenioso?<br />TC: Más que ingenioso. Absurdo.<br />JAKE: En absoluto absurdo. Nuestro amigo simplemente descubrió una buena manera de decapitar a Clem Anderson. De matarlo sin que existiera la posibilidad de testigos.<br />TC: Supongo que es el elemento matemático. Siempre me quedo perplejo ante algo en que interviene la matemática.<br />JAKE: Bueno, el caballero responsable de esto tiene ciertamente una mente matemática. Por lo menos tuvo que tomar medidas muy exactas.<br />TC: ¿Puso un alambre entre dos árboles?<br />JAKE: Entre un árbol y un poste de teléfono. Un fuerte alambre de acero, afilado como una navaja. Virtualmente invisible, hasta a pleno sol. Pero al atardecer, cuando Clem salió de la carretera y entró en su ridículo autito por ese camino estrecho, no pudo haberlo visto, de ninguna manera. Lo agarró en el lugar preciso: justo debajo de la barbilla. Y, como vio, le cortó la cabeza tan fácilmente como se arranca una margarita.<br />TC: Tantas cosas podrían haber salido mal.<br />JAKE: ¿Qué habría importado? ¿Qué es un fracaso? Hubiera vuelto a intentarlo. Hasta que lo consiguiera.<br />TC: Eso es lo absurdo. Que siempre lo consiga.<br />JAKE: Sí y no. Pero luego volveremos a eso.<br />(Jake metió las fotos en un sobre manila. Chupó su pipa y se pasó los dedos por el pelo enmarañado. Guardé silencio, pues sentí que lo embargaba la tristeza. Finalmente le pregunté si estaba cansado, si prefería que me fuera. Dijo que no, que recién eran las nueve, y que nunca se acostaba antes de la medianoche.)<br />TC: ¿Está solo aquí, ahora?<br />JAKE: No. Dios mío, me volvería loco. Me turno con otros dos agentes. Pero sigo siendo el principal encargado de este caso.<br />Lo quiero así. He invertido mucho en esto. Y voy a agarrar a nuestro tipo, aunque sea lo último que haga. Cometerá un error. En realidad, ya ha cometido algunos. Si bien no puedo decir la forma en que mató al doctor Parsons sea uno de ellos.<br />TC: ¿Al forense?<br />JAKE: Al forense. El bajito y jorobado forense.<br />TC: Veamos. Al principio usted pensó que se trataba de un suicidio.<br />JAKE: Si usted hubiera conocido al doctor Parsons, también habría pensado que era un suicidio. Tenia mil razones para matarse. O para que lo mataran. Estaba casado con una mujer hermosa. y la hizo adicta a la morfina. De esa manera consiguió que se casara con él. Era un usurero. Y practicaba abortos. Por lo menos una docena de viejas chifladas le dejaron todo en su testamento. Un pillo de siete suelas, el tal doctor Parsons.<br />TC: ¿A usted no le gustaba?<br />JAKE: A nadie le gustaba. Pero lo que dije antes no es así. Dije que Parsons era un tío con mil razones para suicidarse. En realidad, no tenía ningún motivo. Dios estaba en paz con él, y el sol brillaba todo el tiempo en el mundo de Ed Parsons. Lo único que lo molestaba era la úlcera. Y una especie de indigestión permanente. Llevaba a todas partes unas botellas enormes de Maalox. Se tomaba dos por día.<br />TC: De cualquier modo, todos se sorprendieron al enterarse de que el doctor Parsons se había matado, ¿no?<br />JAKE: Bueno, no. Porque nadie pensó que se había suicidado. Por lo menos, al principio.<br />TC: Perdón, Jake. Estoy confundido otra vez. (A Jake se le había apagado la pipa; vació el tabaco en un cenicero y desenvolvió un cigarro, que no encendió. Lo usaba para morder, no para fumar. Como un perro con un hueso.)<br />TC: Para empezar, ¿cuánto tiempo transcurrió entre los entierros?, ¿entre el de Clem Anderson y el del doctor Parsons?<br />JAKE: Cuatro meses. Más o menos.<br />TC: Y Papá Noel, ¿envió un obsequio al doctor?<br />JAKE: Espere. Espere. Va demasiado rápido. El día que murió Parsons, bueno, pensamos que era una muerte natural. Su enfermera lo encontró tirado sobre el piso del consultorio. Alfred Skinner, otro médico de esta ciudad, dijo que probablemente había tenido un ataque al corazón. Se necesitaría una autopsia para corroborarlo.<br />Esa misma noche recibí una llamada de la enfermera de Parsons. Dijo que Mrs. Parsons quería hablar conmigo, y le contesté que muy bien, que iría a su casa en seguida. Mrs. Parsons me recibió en su dormitorio, lugar que, según creo, nunca abandona. Está confinada allí, supongo, por los placeres de la morfina. No es una inválida, de ninguna manera por lo menos no en el sentido que generalmente se le da a esa palabra. Es una mujer encantadora, de aspecto muy saludable. Con buen color en la cara, aunque con una piel tan lisa y pálida como de perla. Pero tiene los ojos demasiado brillantes, con las pupilas dilatadas.<br />Estaba en cama, recostada sobre una pila de almohadas con fundas de encaje. Me fijé en sus uñas, largas y cuidadosamente pintadas, y en sus manos, tan elegantes. Pero lo que tenía en las manos no era muy elegante.<br />TC: ¿Un obsequio?<br />JAKE: Exactamente, igual que los otros.<br />TC: ¿Qué le dijo?<br />JAKE: Dijo: "Creo que a mi marido lo asesinaron". Pero estaba muy serena; no parecía preocupada, ni en tensión.<br />TC: La morfina.<br />JAKE: Más que eso. Es una mujer que ya ha dejado la vida. Mira hacia atrás, por una puerta. Sin pesar.<br />TC: ¿Conocía el significado del féretro?<br />JAKE: No, en realidad, no. Y su marido tampoco. A pesar de ser el forense del condado, y en teoría parte de nuestro equipo, nunca le dijimos nada. No sabía nada de los féretros.<br />TC: ¿Cómo sospechaba, entonces, que su marido podía haber sido asesinado?<br />JAKE (mordiendo el cigarro y frunciendo el entrecejo): Por el féretro. Dijo que su marido se lo había mostrado hacía unas semanas. No lo había tomado en serio; creía que era un gesto malévolo, algo que le había enviado algún enemigo. Pero ella dijo, ella dijo que no bien lo vio, con la foto de él adentro, sintió que una "sombra" se cernía sobre él. Aunque parezca extraño creo que lo amaba. Esa mujer hermosa. A ese jorobado hirsuto.<br />Me despedí y me llevé el féretro, diciéndole que era muy importante que no dijera nada a nadie. Después de eso, lo único que podíamos hacer era esperar el resultado de la autopsia, que fue: muerte por envenenamiento, probablemente administrado por él mismo.<br />TC: Pero usted sabía que era un asesinato.<br />JAKE: Yo sabía. Y Mrs. Parsons sabía. Pero todos los demás creían que se trataba de un suicidio. Muchos siguen creyéndolo.<br />TC: ¿Qué clase de veneno usó nuestro amigo?<br />JAKE: Nicotina liquida. Un veneno muy puro, rápido y poderoso, incoloro e inodoro. No sabemos exactamente cómo fue administrado, pero sospecho que lo mezclaron con un poco del Maalox que tanto amaba el médico. Un buen trago, y a la fosa.<br />TC: Nicotina liquida. No había oído hablar de eso.<br />JAKE: Bueno, no es tan conocido como el arsénico. Hablando de nuestro amigo, los otros días encontré algo escrito por Mark Twain, que me pareció muy apropiado. (Después de buscar entre los estantes, encontró el libro que buscaba. Jake caminó por el cuarto, leyendo en voz alta con una voz que no parecía la suya, una voz ronca, airada.) "De todas las criaturas, el hombre es la más detestable. De toda la especie es el único, absolutamente el único, en poseer malignidad. La más despreciable, la más aborrecible de todos los instintos, de todas las pasiones: es la única criatura que causa dolor para divertirse, sabiendo que es dolor. Además, en la lista, es la única criatura con una mente desagradable". (Jake cerró el libro de un golpe y lo tiró sobre la cama.) Detestable. Maligno. De mente desagradable. Sí, señor, la descripción exacta de Mr. Quinn. Aunque no completa. Mr Quinn posee otros talentos.<br />TC: Nunca había mencionado el nombre.<br />JAKE: Hace sólo seis meses que lo sé. Pero así se llama. Quinn.<br />(Una y otra vez Jake golpeaba el puño contra la mano ahuecada, como un prisionero furioso que hace demasiado que se siente frustrado, encerrado donde está. En realidad, hacía muchos años que estaba aprisionado en este caso: una gran furia, como el buen whisky, necesita una larga fermentación.)<br />JAKE: Robert Hawley Quinn. Un caballero muy apreciado.<br />TC: Pero un caballero que comete errores. De lo contrario no conocería su nombre. O, más bien, no sabría que se trataba de nuestro amigo.<br />JAKE: (Silencio; no me escucha.)<br />TC: ¿Fue por las víboras? Usted me dijo que provenían de un criadero de Texas. Si sabe eso, debe saber entonces quién las compró.<br />JAKE (ha desaparecido la ira. Bosteza): ¿Qué?<br />TC: A propósito, ¿por qué inyectaron anfetamina a las víboras?<br />JAKE: ¿Para qué cree usted? Para estimularlas. Para aumentar su ferocidad. Igual que arrojar un fósforo encendido en un tanque de nafta.<br />TC: No sé. Me pregunto cómo se las habrá arreglado para inyectarlas en el auto, sin que lo picaran a él.<br />JAKE: Le enseñaron cómo hacerlo.<br />TC: ¿Quién?<br />JAKE: La mujer que le vendió las víboras.<br />TC: ¿La mujer?<br />JAKE: La propietaria del criadero de Nogales es una mujer. ¿Le parece extraño? Mi hijo mayor se casó con una mujer que trabaja en el Departamento de Policía de Miami. Es un buzo de aguas profundas, profesional. El mejor mecánico de autos que conozco es una mujer...<br />(Nos interrumpió el teléfono. Jake miró su reloj de pulsera y sonrió. Su sonrisa, tan verdadera y tranquila, me hizo ver que no sólo sabía quién llamaba, sino que era una voz que esperaba oír.)<br />Hola. Addie. Sí, está aquí. Dice que en Nueva York es primavera; le dije que debería haberse quedado allí. No, nada. Tomando unos tragos y hablando ya sabes de qué. ¿Mañana es domingo? Creía que era jueves. Debo de estar perdiendo la cuenta. Seguro, con mucho gusto iremos a comer, Addie, no te aflijas por eso. Le gustará cualquier cosa que hagas. Eres la mejor cocinera de cualquiera de los dos lados de las Rocallosas, este u oeste. Así que no te preocupes. Sí, la tarta de pasas de uva, con manzanas. Cierra todas puertas con llave. Que duermas bien. Sí, sabes que sí. Buenas noches.<br />(Siguió sonriendo después de colgar. Por fin encendió un cigarro, y fumó con gusto. Indicando el teléfono, se rió entre dientes.)<br />Ése fue el error que cometió Mr. Quinn. Adelaide Mason, nos invitó a comer mañana.<br />TC: ¿Y quién es Mrs. Mason?<br />JAKE: Miss Mason. Una cocinera bárbara.<br />TC: Pero, ¿además de eso?<br />JAKE: Addie Mason era lo que yo estaba esperando. Alguien que me trajera suerte.<br />Sabe, el padre de mi mujer era un ministro metodista. Insistía en que toda la familia fuera a la iglesia. Yo me zafaba siempre que podía, y después que ella murió ya no fui más. Pero hace unos seis meses, el Departamento estuvo a punto de cerrar este caso. Habíamos gastado mucho tiempo y mucho dinero. Y no teníamos ningún resultado: no había caso. Ocho asesinatos, y ni una sola pista que relacionara a las víctimas o que produjera una sombra de motivación. Nada. Excepto esos tres féretros tallados a mano. Me dije: ¡No! ¡No! ¡No puede ser! Hay una mente detrás de todo esto. Empecé a ir a la iglesia. No hay otra cosa que hacer los domingos aquí, de todos modos. Ni siquiera un campo de golf. Y recé: "Por favor, Dios mío, no permitas que este hijo de perra se salga con la suya".<br />En la calle principal hay un café llamado Okay. Todos saben que allí pueden encontrarme todas las mañanas entre las ocho y las diez. Desayuno en el reservado del rincón, y me quedo leyendo los diarios y charlando con los comerciantes locales, que entran a tomar una taza de café. El Día de Acción de Gracias estaba desayunando, como siempre. Estaba solo, pues era feriado, y me sentía bastante deprimido. El Departamento estaba presionando para que cerrara el caso y me fuera. ¡Por Dios, no era porque no me alegrara de salir de este maldito pueblo! Nada hubiera querido más. Pero la idea de abandonar, de dejar que ese diablo bailara alrededor de las tumbas me enfermaba. Una vez, pensando en eso, vomité. De verdad.<br />Bueno, de repente Adelaide Mason entró en el café. Vino directamente a mi mesa. La había visto varias veces, pero nunca había hablado con ella, en realidad. Es maestra de escuela, de primer grado. Vive aquí con su hermana, Marylee, que es viuda. Addie Mason dijo: "Mr. Pepper, ¿no piensa pasar el Día de Acción de Gracias en el café Okay? Si no tiene otros planes, ¿por qué no come con nosotras? Con mi hermana y conmigo, nadie más". Addie no es una mujer nerviosa pero, a pesar de sus sonrisas y de su cordialidad, parecía, bueno, un tanto aturdida. Pensé: A lo mejor no considera propio que una mujer soltera invite a un hombre sin compromiso, que apenas conoce, a su casa. Pero antes de poder decir sí o no, ella dijo: "Para decirle la verdad, Mr. Pepper, tengo un problema. Algo que quiero hablar con usted. Esto nos dará la oportunidad. ¿Le viene bien al mediodía?".<br />Nunca comí mejor; en lugar del tradicional pavo, sirvieron pichones con arroz de la India y un buen champagne. Durante la comida, Addie mantuvo la conversación de manera muy entretenida. No parecía nerviosa, pero su hermana, sí. Después de comer nos sentamos en la sala a tomar café y cognac. Addie se excusó, y al volver traía...<br />TC: ¿Me permite dos adivinanzas?<br />JAKE: Me lo entregó y me dijo: "De esto quería hablar con usted".<br />(Con sus delgados labios, Jake hizo un anillo de humo, luego otro. Hasta que suspiró, el único ruido en el cuarto era el del viento, que golpeaba la ventana.)<br />Usted tuvo un largo viaje. Tal vez deberíamos interrumpir ahora.<br />TC: ¿Quiere decir que me va a dejar colgado aquí?<br />JAKE: (Muy serio, pero con una de sus sonrisitas traviesamente ambiguas.) Sólo hasta mañana. Creo que debería oír la historia de Addie de ella misma. Venga. Lo acompañaré a su habitación.<br />(Extraño, pero el sueño me tumbó como si me hubieran golpeado con la cachiporra de un ladrón. Había tenido un largo viaje, problemas de sinusitis, estaba cansado. Pero a los pocos minutos me desperté, o, más bien, entré en una esfera entre el sueño y la vigilia, en que mi mente era un losange de cristal, un instrumento suspendido que reflejaba imágenes que giraban: la cabeza de un hombre entre las hojas, las ventanillas de un auto veteadas de veneno, ojos de serpientes que se deslizaban en medio de vapor de calor, fuego que brotaba de la tierra, puños quemados que llamaban con fuerza a la puerta de un sótano, un alambre tenso que resplandecía al atardecer, un torso en el camino, una cabeza entre hojas, fuego, fuego, fuego que fluía como un río, un río, un río. Entonces suena el teléfono.) <br />VOZ DE HOMBRE: ¿Qué pasa? ¿Va a dormir todo el día?<br />TC: (las cortinas están corridas, la habitación está a oscuras, no sé dónde estoy, quién soy) ¿Hola?<br />VOZ DE HOMBRE: Soy Jake Pepper. ¿Se acuerda? ¿Un mal tipo? ¿De ruines ojos azules?<br />TC: ¡Jake! ¿Qué hora es?<br />JAKE: Un poco más de las once. Addie Mason nos espera dentro de una hora. Vaya y dése una ducha. Y póngase algo abrigado. Afuera está nevando. Una nevada fuerte, de copos demasiado espesos para flotar. Caían y cubrían el suelo. Cuando salimos del motel en el auto de Jake, éste puso en funcionamiento los limpiaparabrisas. La calle principal estaba gris y blanca, y vacía, sin vida, excepto por un solitario semáforo que cambiaba de color. Todo estaba cerrado, hasta el café Okay. La lobreguez, el triste silencio de la nieve, nos influenció. Ninguno de los dos habló. Pero presentí que Jake estaba de buen humor, como si anticipara un acontecimiento agradable. Su cara saludable estaba brillosa, y olía, demasiado, a loción para después de afeitar. Aunque tenía el pelo enmarañado, como de costumbre, estaba vestido cuidadosamente, aunque como para ir a la iglesia. La corbata roja que llevaba era apropiada para una ocasión más festiva. ¿Un pretendiente camino a una cita? Anoche, al oírlo hablar con Miss Mason, se me había ocurrido esa posibilidad. Había cierto tono, cierto timbre, de intimidad. Pero al instante que vi a Adelaide Mason, borré ese pensamiento de mi mente. No importaba lo aburrido y solo que estuviera Jake; la mujer era, simplemente, demasiado fea. Esa fue, al menos mi impresión inicial. Era un poco más joven que su hermana, Marylee Connor, de cuarenta y tantos años, de rostro agradable, pero demasiado fuerte, masculino. El maquillaje sólo habría acentuado esa cualidad, pero, sabiamente, no se pintaba. La limpieza era su rasgo físico más atractivo: su corto pelo castaño, sus uñas, su piel; era como si se bañara con alguna lluvia especial de primavera. Ella y su hermana pertenecían a la cuarta generación de nativos del pueblo, y era maestra desde que terminó la universidad. Con su inteligencia, su carácter y refinamiento, era sorprendente que no hubiera buscado un auditorio más vasto para sus habilidades que un aula llena de niños de seis años. "No", me dijo, "soy muy feliz. Hago lo que me gusta, enseñar en primer grado. Me gusta estar allí, donde comienzan. Y en primer grado enseño todas las materias. Y eso incluye modales. Los modales son muy importantes. Muy pocos niños los aprenden en su casa".<br />La vieja casa, de construcción irregular, que compartían las hermanas y que habían heredado, reflejaba, en su tranquilidad y tibio confort, con sus civilizados colores lisos y sus "toques" atmosféricos, la personalidad de la más joven de las hermanas, pues Mrs. Connor, si bien era agradable, carecía de la visión selectiva de Adelaide Mason, de su imaginación. La sala, casi toda azul y blanca, estaba llena de plantas floridas y contenía una inmensa pajarera victoriana, en la que vivían una media docena de canarios cantores. El comedor era amarillo, blanco y verde, con piso de madera de pino, sin alfombras, lustrado como un espejo. Un fuego de leños ardía en el hogar. Las dotes de Miss Mason eran mayores aún de lo que sostenía Jake. Sirvió un guisado irlandés extraordinario, y una maravillosa tarta de pasas y manzanas. Para beber vino blanco, vino tinto y champagne. El marido de Mrs. Connor la había dejado en buena posición.<br />Fue durante la comida que mi impresión original de nuestra anfitriona más joven empezó a cambiar. Sí, era evidente que existía un entendimiento entre Jake y esta dama. Eran amantes. Observándola más atentamente, viéndola, como si fuera, por los ojos de Jake, empecé a apreciar su interés, innegablemente sensual. Era cierto que su rostro tenía defectos, pero su figura, en el ajustado vestido de jersey gris, era adecuada, lucía bastante bien, en realidad, y ella actuaba como si fuera sensacional, una rival de la estrella de cine más atractiva. El balanceo de sus caderas, el movimiento suelto de sus pechos como frutas, su voz de contralto, la fragilidad de sus gestos, todo era muy seductor, muy femenino sin ser afeminado. Su poder residía en su actitud: se comportaba como si creyera que era irresistible, y fueran cuales fuesen sus oportunidades, el estilo de la mujer implicaba una historia erótica completa, incluso con notas al pie de página. Al terminar la comida, Jake la miró como si quisiera llevarla directamente al dormitorio: la tensión entre ellos era tan fuerte como el alambre de acero que había decapitado a Clem Anderson. Sin embargo, Pepper desenvolvió un cigarro, que Miss Mason encendió. Me reí.<br />JAKE:¿Eh?<br />TC: Es como una novela de Edith Wharton, La casa de la alegría, donde las damas no hacen más que encender los cigarros de los caballeros.<br />MRS. CONNOR (a la defensiva): Es la costumbre local. Mi madre siempre encendía los cigarros de mi padre. Aunque le disgustaba el aroma. ¿No es verdad Addie?<br />ADDIE: Sí, Marylee. Jake, ¿quieres más café?<br />JAKE: Quédate quieta Addie. No quiero nada. Fue una comida maravillosa, y es hora de que te tranquilices. ¿Addie? ¿Qué te parece el aroma?<br />ADDIE (casi ruborizándose): Me gusta el aroma de un buen cigarro. Si fumara, elegiría cigarros.<br />JAKE: Addie, volvamos al Día de Acción de Gracias pasado. Estábamos sentados como ahora.<br />ADDIE: ¿Y te mostré el féretro?<br />JAKE: Quiero que cuentes la historia a mi amigo. Tal como me la contaste a mí.<br />MRS. CONNOR (echando hacia atrás la silla): ¡Por favor! ¿Debemos hablar de eso? ¡Siempre! ¡Siempre! Tengo pesadillas.<br />ADDIE (levantándose, abrazando a su hermana): Está bien Marylee. No hablaremos del asunto. Iremos a la sala y puedes tocar el piano para nosotros.<br />MRS. CONNOR: Es tan repugnante. (Mirándome.) Usted debe pensar que soy una tonta. No hay duda de ello. Y además, he tomado demasiado vino.<br />ADDIE: Necesitas un sueñecito, querida.<br />MRS. CONNOR: ¿Un sueñecito? Addie, ¿cuántas veces quieres que te lo diga? Tengo pesadillas. (Sobreponiéndose.) Por supuesto. Un sueñecito. Discúlpenme, por favor. (Al irse su hermana, Addie se sirvió otro vaso de vino tinto, lo levantó, dejando que el brillo del hogar destacara los destellos escarlatas. Sus ojos pasaron del fuego al vino, luego a mí. Tenía ojos pardos, pero las distintas iluminaciones —el fuego, las velas sobre la mesa— los colorearon, haciéndolos amarillo felino. A lo lejos, los canarios enjaulados cantaban, y la nieve, que se veía caer por las ventanas como si fuera encaje roto, acentuaba el bienestar interior, la tibieza del fuego, el rojo del vino.)<br />ADDIE: Mi historia.<br />Tengo cuarenta y cuatro años, nunca estuve casada. He recorrido el mundo dos veces, trato de ir a Europa verano por medio, pero es justo decir que con excepción de un marinero borracho que se enloqueció y trató de violarme en un barco sueco, nada extraño me ha sucedido hasta este año, la semana antes del Día de Acción de Gracias.<br />Mi hermana y yo tenemos una casilla de correos, no porque recibamos mucha correspondencia, sino porque estamos suscriptas a muchas revistas. De todos modos, de regreso a casa de la escuela me detuve a buscar la correspondencia, y encontré un paquete en la casilla, bastante grande, pero muy liviano. Estaba envuelto en un papel madera arrugado que tenía el aspecto de haber sido usado antes, y atado con cordel viejo. El sello era local. Estaba dirigido a mí. Mi nombre estaba claramente impreso en tinta negra, espesa. Aun antes de abrirlo, pensé: "Qué clase de porquería es esto?". Por supuesto, usted está enterado de los féretros, ¿no?<br />TC: He visto uno, sí.<br />ADDIE: Pues yo no sabía nada de ellos. Nadie sabía nada. Era un secreto entre Jake y sus agentes.<br />(Guiñó un ojo a Jake y, echando la cabeza hacia atrás, tomó el resto del vino de un trago, con gracia sorprendente y una agilidad que reveló una garganta encantadora. Jake, devolviéndole el guiño, echó un anillo de humo en su dirección, y el óvalo vacío, flotando por el aire, pareció llevar un mensaje erótico.)<br />En realidad, no abrí el paquete hasta esa noche, tarde. Porque cuando llegué a casa encontré a mi hermana al pie de la escalera. Se había caído y recalcado un tobillo. Vino el médico. Hubo un gran revuelo. Me olvidé del paquete hasta después de acostarme. Entonces pensé: Bueno, puede esperar hasta mañana. Ojalá hubiera respetado esa decisión. Por lo menos, no habría perdido una noche de sueño. Porque... porque fue un shock. Una vez recibí una carta anónima, realmente atroz, especialmente porque mucho de lo que decía era verdad. (Riendo, volvió a llenar su vaso.) No fue el féretro el que me impresionó. Fue la foto, muy reciente, tomada en los escalones del correo. Me pareció una intrusión, un robo, que me sacaran una foto sin que me diera cuenta. Comprendo a esos africanos que huyen de las cámaras, pues temen que el fotógrafo quiera robarles el espíritu. Estaba impresionada, pero no asustada. Mi hermana fue la que se asustó. Cuando le mostré el pequeño obsequio, dijo "¿No crees que tendrá algo que ver con lo otro?". "Lo otro" se refería a lo que ha pasado aquí estos últimos cinco años: asesinatos, accidentes, suicidios, lo que sea. Depende de con quién habla uno. Yo traté de no preocuparme, y lo puse en la misma categoría que la carta anónima, pero cuanto más pensaba en el asunto, se me ocurría que mi hermana había dado en la tecla. El paquete no me había sido enviado por alguna mujer celosa, alguien que simplemente me deseara el mal. Era obra de un hombre. Un hombre había tallado ese féretro. Un hombre de dedos fuertes había escrito mi nombre en ese paquete. Y se trataba de una amenaza. Pero, ¿por qué? Pensé: a lo mejor Mr. Pepper sabe por qué.<br />Yo conocía a Mr. Pepper. A Jake. En realidad estaba enamorada de él.<br />JAKE: No te apartes del tema.<br />ADDIE: No lo hago. Utilicé la historia para atraerte a mi cubil.<br />JAKE: Eso no es verdad.<br />ADDIE (tristemente, su voz en aburrido contrapunto con las serenatas de los canarios): No, no es verdad. Porque cuando decidí hablar con Jake, había llegado a la conclusión de que alguien, en realidad, intentaba matarme, y tenía idea de quién era, a pesar de que el motivo parecía tan improbable, tan trivial.<br />JAKE: No es improbable ni trivial, una vez que se ha estudiado el estilo de la bestia.<br />ADDIE (sin prestarle atención, e impersonalmente, como si estuviera recitando una tabla de multiplicación a sus alumnos): Todo el mundo conoce a todo el mundo. Eso es lo que dicen acerca de la gente de los pueblos. Yo nunca he visto a los padres de algunos de mis alumnos. Todos los días paso al lado de personas que son perfectos extraños. Soy bautista, y nuestra congregación no es grande, pero hay algunos miembros en ella cuyos nombres no podría decir aunque me apuntaran con un revólver a la cabeza.<br />Voy a esto: cuando empecé a pensar en la gente que había muerto, me di cuenta de que los conocía todos. Excepto a la pareja de Tulsa que se alojaba en lo de Ed Baxter y su mujer...<br />JAKE: Los Hogan.<br />ADDIE: Sí. Bueno no son parte del caso, de todos modos. Espectadores que quedaron atrapados en un infierno. Literalmente.<br />Aunque ninguna de las víctimas había sido un amigo íntimo, con la excepción tal vez de Clem y Amy Anderson. Sus hijos fueron alumnos míos.<br />Pero conocía a los otros: a George y Amelia Roberts, a los Baxter, al doctor Parsons. Los conocía bastante bien. Por una sola razón. (Miró su vino, observando sus fluctuaciones color rubí, como una gitana que consulta un brumoso cristal, un vidrio fantasmal.) El río. (Se llevó la copa a los labios, y nuevamente la vació de un solo trago, sin esfuerzo.) ¿Ha visto el río? ¿Todavía no? Bueno, ésta no es la mejor época del año, pero en verano es muy lindo. Lo más lindo de esta zona, de lejos. Lo llamamos río Azul. Es azul, no como el Caribe, pero igualmente límpido, con fondo de arena, muy sereno para nadar. Nace en esas montañas al norte y atraviesa las llanuras y estancias. Es nuestra fuente principal de irrigación, y tiene dos afluentes, ríos mucho más chicos, uno llamado Hermano Mayor, y el otro Hermano Menor.<br />El problema empezó por los afluentes. Muchos granjeros, que dependían de ellos, pensaban que se debería desviar el río Azul para aumentar el caudal de los afluentes. Naturalmente, los granjeros cuyas tierras eran irrigadas por el río Principal, se opusieron a esta propuesta. El que más se opuso fue Bob Quinn, propietario de la estancia B.Q., atravesada Por los brazos más anchos y profundos del río Azul.<br />JAKE (escupiendo en el hogar): Robert Hawley Quinn, el caballero.<br />ADDIE: Se trataba de una pelea que hacía décadas que estaba latente. Todos sabían que lo más lógico era alimentar los dos tributarios, incluso a expensas del río Azul (desde el punto de vista del aprovechamiento y de la belleza). Pero la familia Quinn y otros propietarios de la zona siempre se las habían ingeniado, mediante alguna treta, para impedir que se hiciera nada.<br />Luego tuvimos dos años de sequía, eso tornó crítica la situación. Los granjeros que dependían, para vivir, de los afluentes, estaban desesperados, y empezaron a gritar. La sequía los había perjudicado mucho, perdieron gran cantidad de ganado, de modo que empezaron a exigir una parte del río Azul. Finalmente el concejo municipal decidió designar una comisión especial para resolver el asunto. No sé cómo se eligieron los miembros de la comisión. Yo no tenía ninguna condición especial. Recuerdo que el viejo juez Hatfield —está retirado ahora y vive en Arizona— me llamó por teléfono para preguntarme si quería formar parte. Eso fue todo. Tuvimos nuestra primera reunión en la sala del concejo del palacio de justicia en enero de 1970. Los otros miembros de la comisión eran Clem Anderson, George y Amelia Roberts, el doctor Parsons, los Baxter, Tom Henry y Oliver Jaeger...<br />JAKE (a mí): Jaeger. El jefe de correos. Un loco hijo de puta.<br />ADDIE: No es loco en realidad. Dices eso porque...<br />JAKE: Porque es loco, en realidad.<br />(Addie estaba desconcertada. Miró su copa de vino, se dirigió a llenarla nuevamente, encontró la botella vacía, y luego sacó de una carterita, que convenientemente descansaba sobre su falda, una linda cajita de plata, llena de píldoras azules. Valium. Tomó una con un sorbo de agua. ¿Jake había dicho que Addie no era una mujer nerviosa?)<br />TC: ¿Quién es Tom Henry?<br />JAKE: Otro loco. Más loco que Oliver Jaeger. Es dueño de una estación de servicio.<br />ADDIE: Sí, éramos nueve. Nos reunimos una vez por semana durante dos meses. Ambas partes enviaron expertos para atestiguar. Vinieron muchos de los granjeros, para hablar con nosotros y presentar su propio caso. Pero Mr. Quinn no compareció. Nunca oímos ni una palabra de Bob Quinn, a pesar de que, como propietario de la estancia B.Q. tenía más que perder que nadie si decidíamos desviar "su" río. Yo pensé: Es demasiado importante para perder el tiempo con una comisión tan insignificante como la nuestra. Él, que sólo hablaba con el gobernador, los senadores, creyendo que se los había metido a todos en el bolsillo. Lo que nosotros decidiéramos no importaba. Sus amigos poderosos lo vetarían.<br />Pero no sucedió de esa manera. Decidimos desviar el río Azul exactamente en el lugar en que entraba en la propiedad de Quinn; eso no lo dejaba sin río, por supuesto, sólo que ya no lo tendría sólo para él.<br />La decisión habría sido unánime si Tom Henry no se hubiera opuesto. Tienes razón, Jake. Tom Henry es loco. El voto fue ocho a uno. Y fue una decisión tan popular, un veredicto que no perjudicaba a nadie, sino que beneficiaba a muchos, que los compinches políticos de Quinn no podían hacer nada al respecto, si es que querían seguir en el gobierno. Unos días después de la decisión encontré a Bob Quinn en la oficina de correos. Me saludó sacándose el sombrero exageradamente, sonriendo, y preguntándome cómo estaba. Yo no esperaba que me escupiera, pero nunca me había saludado con tanta cortesía. No era posible suponer que me guardaba rencor. Era un disparate pensarlo.<br />TC: ¿Cómo es este Mr. Quinn?<br />JAKE: ¡No se lo digas!<br />ADDIE: ¿Por qué no?<br />JAKE: Porque no.<br />(Poniéndose de pie caminó hasta el hogar y arrojó lo que quedaba de su cigarro al fuego. Se quedó de espaldas al fuego, con las piernas levemente separadas, los brazos cruzados. Nunca había pensado que Jake pudiera ser vano, pero era evidente que estaba posando, intentando parecer atractivo, cosa que lograba. Reí.)<br />JAKE: ¿Eh?<br />TC: Ahora es como una novela de Jane Austen. En sus novelas los caballeros atractivos siempre se calientan la cola de pie ante el hogar de leños.<br />ADDIE (riendo): ¡Oh Jake, es verdad, es verdad!<br />JAKE: Nunca leo literatura femenina. Nunca lo he hecho. Nunca lo haré.<br />ADDIE: Sólo por eso, abriré otra botella de vino, y me la beberé toda yo.<br />(Jake regresó a la mesa y se sentó al lado de Addie; tomó una de sus manos entre las de él y entrecruzó los dedos. Esto la turbó visiblemente: se ruborizó, y le salieron manchas rojas en el cuello. Él no pareció darse cuenta de la existencia de ella, ni de lo que hacía. Me miraba, como si estuviéramos solos.)<br />JAKE: Sí, lo sé. Ahora que ha oído todo esto está pensando; bueno, el caso está solucionado: Mr. Quinn es el autor. Eso es lo que yo pensé. El año pasado, después que Addie me dijo todo esto, salí de aquí enloquecido de alegría, como un oso picado por las avispas. Fui directamente a la ciudad. A pesar de que era el Día de Acción de Gracias, esa misma noche tuvimos una reunión plenaria en el Departamento. Expuse todo el caso: éste es el motivo, éste es el tipo. Nadie hizo ninguna objeción, excepto el jefe. Dijo: "No tan rápido, Pepper. El tipo que estás acusando tiene peso. Por otra parte, ¿qué pruebas tienes? Todas son especulaciones. Suposiciones". Todos estuvieron de acuerdo con él. Dijeron: "¿Dónde está la evidencia?".<br />Me puse tan furioso que empecé a gritar. Dije:"¿Para qué diablos creen que estoy aquí? Tenemos que colaborar todos juntos y fabricar la evidencia. Sé que Quinn es el asesino". El jefe dijo: "Yo tendría cuidado a quién diría eso. Podrían despedirnos a todos si empiezas a abrir la boca".<br />ADDIE: Al día siguiente Jake volvió a casa, y ojalá le hubiera sacado una foto. Como maestra he tenido que alentar a muchos niños, pero nunca he visto a nadie tan triste como tú, Jake.<br />JAKE: No tenía razones para estar contento. Eso es un hecho. El Departamento me respaldó. Empezamos a estudiar detalladamente la vida de Robert Hawley Quinn desde el año uno. Pero deberíamos movernos con muchísimo cuidado, pues el jefe se sobresaltaba por nada. Yo quería una orden de allanamiento para revisar la estancia B.Q., las casas, la propiedad entera. Denegada. Ni siquiera me permitía interrogar al hombre...<br />TC: ¿Sabía Quinn que sospechaban de él?<br />JAKE (con un resoplido): Inmediatamente. Alguien del despacho del gobernador se lo dijo. Probablemente, el gobernador mismo. O los tipos de nuestro Departamento. Ellos también se lo habrán dicho. No confío en nadie. En nadie relacionado con el caso.<br />ADDIE: El pueblo entero lo supo en seguida.<br />JAKE: Gracias a Oliver Jaeger. Y a Tom Henry. Ésa es culpa mía. Como los dos habían formado parte de la comisión del río, sentí que era mi responsabilidad advertirles, hablar de Quinn, ponerlos en aviso acerca de los féretros. Ambos me prometieron que lo considerarían un asunto confidencial. Fue lo mismo que reunir a todo el pueblo y hablarle del caso.<br />ADDIE: En la escuela, uno de mis alumnos levantó la mano y dijo: "Mi papá dijo a mi mamá que alguien le mandó un cajón, como para el cementerio. Dijo que fue Mr. Quinn". Yo le dije: "Oh, Bobby, tu papá le estaba haciendo una broma a tu mamá".<br />JAKE: ¡Una de las bromas de Oliver Jaeger! Ese hijo de puta llamó a todo el mundo. ¿Y dices que no está loco?<br />ADDIE: Tú crees que está loco porque él cree que tú estás loco. Cree, sinceramente, que estás equivocado. Que estás persiguiendo a un inocente. (Mirando a Jake, pero dirigiéndose a mí.) Oliver nunca ganaría un premio de belleza o de inteligencia. Pero es una persona racional. Un chismoso, pero de buen corazón. Está emparentado con la familia Quinn. Bob Quinn es primo segundo de él. Ésa puede ser la razón de su posición. Oliver dice, igual que muchos, que aun si existiera alguna relación entre la decisión de la comisión de río Azul y las muertes ocurridas aquí, eso no quiere decir que haya que acusar a Bob Quinn. Él no es el único propietario afectado. ¿Y Walter Forbes? ¿Jim Johanssen? La familia Throby. Los Miller. Los Riley. ¿Por qué acusar a Bob Quinn? ¿Qué circunstancias especiales lo señalan a él?<br />JAKE: Él lo hizo.<br />ADDIE: Sí, él lo hizo. Eso lo sabemos. Pero ni siquiera puedes probar que él compró las víboras de cascabel. Y aunque lo hicieras...<br />JAKE: ¿Puedo tomar un whisky?<br />ADDIE: Inmediatamente se lo sirvo, señor. ¿Algo más?<br />JAKE (Addie ha salido a servir la bebida): Tiene razón. No podemos probar que compró las serpientes, aunque sabemos que lo hizo. Yo siempre supuse que esas víboras provenían de un criadero, de esos lugares donde las crían por el veneno; lo venden a los laboratorios. La mayoría está en Florida y Texas, aunque hay criaderos de víboras en todo el país. Todos estos últimos años enviamos cartas a la mayoría, sin recibir una sola respuesta.<br />Pero yo tenía la sospecha que venían de Texas. Era lógico. ¿Para qué ir más lejos, cuando podía encontrar lo que necesitaba en el Estado vecino? Bueno, no bien entró Quinn en el caso, decidí volver a empezar desde cero con el asunto de las víboras, asunto en el que no nos habíamos concentrado lo suficiente, porque requería una investigación personal y viáticos. Cuando hay que convencer al jefe de que hay que gastar dinero, uno se estrella contra una pared. Pero yo conocía a un tipo, un investigador viejo, que trabaja en el Departamento en Texas; me debía un favor. Así que le mandé algunos materiales: unas fotos de Quinn que había juntado, y fotos de las víboras. Las nueve colgadas de una soga después que las matamos.<br />TC: ¿Cómo las mataron?<br />JAKE: A tiro. Les volamos la cabeza.<br />TC: Yo maté una vez una cascabel en una oportunidad. Con un rastrillo.<br />JAKE: No creo que hubiera podido matar a éstas con un rastrillo. Ni meterles un solo diente. La más pequeña medía más de dos metros.<br />TC: Eran nueve. Y nueve miembros los de la comisión del río Azul. Una interesante coincidencia.<br />JAKE: Bill, mi amigo de Texas, es un tipo decidido. Recorrió Texas de punta a punta; pasó sus vacaciones visitando criaderos de víboras, hablando con los criadores. Hace como un mes me llamó y me dijo que creía haber localizado a la persona: una señora de García, una texana-mexicana dueña de un criadero cerca de Nogales. Como a diez horas de auto desde aquí. Yendo a ciento veinte por hora. Bill me dijo que me esperaría allí.<br />Addie fue conmigo. Viajamos de noche, y desayunamos con Bill en el Hollyday Inn. Luego visitamos a la señora de García. Algunos de estos criaderos de víboras son atracciones turísticas, pero el de ella no era de ese tipo. Estaba lejos de la carretera, y era bastante pequeño, aunque tenía unos especimenes impresionantes. Mientras estuvimos allí, arrastraba esas enormes víboras, se las enroscaba en el cuello, a los brazos, y reía. Tenía dientes de oro macizo. Al principio pensé que era un hombre. Su físico parecía el de Pancho Villa, y llevaba breeches de vaquero, con bragueta.<br />Tenía cataratas en un ojo, y el otro no parecía en muy buen estado, pero no dudó en identificar a Quinn en las fotos. Dijo que visitó su casa en junio o julio de 1970 (los Roberts murieron el 5 de setiembre de 1970), acompañado por un mexicano joven. Llegaron en un camión pequeño, con patente de México. La señora García no habló con Quinn, ni él dijo una sola palabra, según ella. No hizo más que escuchar, mientras la mujer trataba con el mexicano. Dijo que no era su política interrogar a un cliente y preguntarle cuáles eran sus razones para comprar su mercadería, pero el mexicano le dio la información voluntariamente. Quería una docena de víboras adultas para usar en una ceremonia religiosa. Eso no la sorprendió, dijo que la gente a menudo compraba víboras para rituales. Pero el mexicano quería que le garantizara que las víboras que compraba atacarían y matarían a un toro de quinientos kilos. Ella dijo que sí, que era posible, si se les inyectaba alguna droga, algún estimulante anfetamínico, antes de ponerlas en contacto con el toro.<br />Le enseñó cómo hacerlo, mientras Quinn observaba. Nos enseñó también a nosotros. Usó un palo, el doble de largo que una fusta, y flexible como vara de sauce; tenía un lazo de cuero en la punta. Tomaba a la víbora de la cabeza, en el lazo, la alzaba en el aire, y con una jeringa las pinchaba en la panza. Permitió que el mexicano practicara un rato. Los hizo muy bien.<br />TC: ¿Había visto antes al mexicano?<br />JAKE: No. Le pedí que lo describiera, pero me hizo la descripción de cualquier mexicano típico entre veinte y treinta años. Le pagó. Ella metió las víboras en cajas separadas, y se marcharon.<br />La señora de García era una señora muy servicial y cooperadora. Hasta que le hicimos la pregunta importante: ¿juraría por escrito que Robert Hawley Quinn era uno de los dos hombres que le habían comprado una docena de víboras de cascabel un cierto día de verano de 1970? Entonces se tornó agria. Dijo que no firmaría nada.<br />Le dije que esas víboras habían sido usadas para matar a dos personas. Le hubiera visto la cara. Se metió en la casa, cerró las puertas y bajó las persianas.<br />TC: Una declaración jurada de la mujer. Eso no habría tenido mucho peso legal.<br />JAKE: Hubiera sido algo con qué carearlo: una apertura. Es casi seguro que fue el mexicano el que puso las víboras en el auto de los Roberts, contratado, naturalmente, por Quinn. ¿Sabe una cosa? Apuesto a que ese mexicano está muerto y enterrado en alguna llanura solitaria. Cortesía de Mr. Quinn.<br />TC: Pero debe de haber algo, en la vida de Mr. Quinn, que indique que era capaz de violencia psicótica. (Jake asintió un largo rato.)<br />JAKE: El caballero estaba muy familiarizado con el homicidio. (Addie volvió con el whisky. Él le agradeció, y le dio un beso en la mejilla. Ella se sentó a su lado, y volvieron a tomarse de la mano, entrecruzando los dedos.) Los Quinn son una de las familias más antiguas de aquí. Bob Quinn es el mayor de tres hermanos. Todos son propietarios del establecimiento B.Q., pero él es el jefe.<br />ADDIE: No, la jefa es su mujer. Se casó con su prima hermana, Juanita Quinn. Su madre era española, y tiene el genio de un tamal picante. El primer hijo murió al nacer, y se negó a tener otro. Se sabe, sin embargo, que Bob Quinn tiene hijos. Con otra mujer en otro pueblo.<br />JAKE: Fue héroe de guerra. Coronel de la infantería de Marina en la Segunda Guerra Mundial. Él nunca habla de eso, pero la gente dice que Bob Quinn solo mató más japoneses que la bomba de Hiroshima.<br />Pero justo después de guerra cometió unos asesinatos que no fueron tan patrióticos. Una noche, tarde, llamó al sheriff para que fuera a B.Q. a buscar un par de cadáveres. Adujo que encontró a dos hombres hurtando ganado, y los mató de un tiro. Ése fue su cuento, que nadie contradijo, por lo menos públicamente. Pero la verdad es que esos hombres no eran ladrones de ganado. Eran jugadores de Denver, y Quinn les debía un montón de dinero. Vinieron a cobrar, pues así se les había prometido. Pero recibieron el pago en plomo.<br />TC: ¿Lo ha interrogado al respecto alguna vez?<br />JAKE: ¿A quién?<br />TC: A Quinn.<br />JAKE: Hablando estrictamente, nunca lo he interrogado. (Su peculiar sonrisa cínica curvó sus labios; hizo tintinear el hielo en el vaso, bebió un poco, y rió entre dientes, como si quisiera aclararse la garganta.)<br />Últimamente, he hablado mucho con él. Pero en estos cinco años que hace que estoy en el caso, no lo había conocido. Lo había visto. Sabía quién era.<br />ADDIE: Pero ahora son íntimos. Buenos amigos.<br />JAKE: ¡Addie!<br />ADDIE: Es una broma, Jake.<br />JAKE: No es asunto de bromas. Ha sido una tortura para mi.<br />ADDIE (apretándole la mano): Lo sé. Perdón. (Jake terminó la bebida, y depositó el vaso con fuerza sobre la mesa.)<br />JAKE: Tener que mirarlo. Que escucharlo. Que reírme de sus cuentos groseros. Lo odio. Él me odia. Ambos lo sabemos.<br />ADDIE: Te traigo otro whisky.<br />JAKE: No te vayas.<br />ADDIE: Iré a ver a Marylee. Asegurarme de que está bien.<br />JAKE: No te vayas.<br />(Pero Addie quería alejarse del cuarto, pues estaba incómoda con la furia de Jake, la ira entumecida que se reflejaba en su rostro.)<br />ADDIE (mirando por la ventana): Ha dejado de nevar.<br />JAKE: El café Okay está siempre lleno de gente los lunes a la mañana. Después del fin de semana todo el mundo pasa para ponerse al día con las noticias. Los ganaderos, los hombres de negocios, el sheriff y su pandilla, gente del palacio de justicia. Pero ese lunes —el lunes después del Día de Acción de Gracias— el lugar estaba atestado, los tipos apeñuscados chismeando como un montón de mujeres. Se imagina de qué. Gracias a Tom Henry y a Oliver Jaeger, que se habían pasado todo el fin de semana desparramando la noticia, diciendo que el tipo del Departamento, el tal Jake Pepper, acusaba a Bob Quinn de asesinato. Yo estaba sentado en mi reservado, haciendo como que no me daba cuenta. Pero no pude seguir simulando cuando vi entrar a Bob Quinn en persona. Se pudo oír cómo todo el mundo contenía el aliento.<br />Se metió en un reservado junto al sheriff. El sheriff lo abrazó y rió, y gritó como vaquero. La mayoría de los presentes lo imitó, todos dieron un alarido de júbilo, vivando a Bob. Sí, señor, el café Okay, en un ciento por ciento, respaldaba a Bob Quinn. Tuve la impresión de que, aunque pudiera probar que este tipo era un criminal múltiple, me lincharían antes de que pudiera arrestarlo.<br />ADDIE (llevándose una mano a la frente, como si le doliera la cabeza): Tiene razón. Bob Quinn tiene al pueblo entero de su lado. Ésa es una de las razones por las que mi hermana no quiere que hablemos del asunto. Dice que Jake está equivocado. Que Mr. Quinn es un buen hombre. Su teoría es que el doctor Parsons fue el responsable de los crímenes, y que por eso se suicidó.<br />TC: Pero el doctor Parsons hacía mucho que estaba muerto cuando usted recibió el féretro.<br />JAKE: Marylee es un encanto, pero no es muy inteligente. Perdón, Addie, pero es así.<br />(Addie sacó la mano de la de Jake: un gesto admonitorio, aunque no severo. De todos modos, dejó libre a Jake, que se puso de pie y empezó a caminar. Sus pisadas hacían eco en las tablas del piso tan bien lustradas.)<br />Volvamos al café Okay. Cuando me iba, el sheriff me tomó de un brazo. Es un irlandés hijo de puta, bastante atrevido. Y torcido como los dedos de los pies del diablo. Me dijo: "Eh, Jake, quiero que conozca a Bob Quinn. Bob, te presento a Jake Pepper. Del Departamento". Estreché la mano de Quinn. Quinn dijo: "He oído mucho de usted. Me han dicho que juega al ajedrez. No tengo muchas oportunidades de jugar. ¿Qué le parece si nos reunimos?". Le dije que sí, seguro, y él dijo:"¿Le parece bien mañana? Venga como a las cinco. Tomaremos un trago y jugaremos un par de partidas". Así empezó. Fui a B.Q. a la tarde siguiente. Jugamos durante dos horas. Es mejor jugador que yo, pero le gané varias veces, como para que la cosa fuera interesante. Es parlanchín. Habla de cualquier cosa: política, mujeres, sexo, pesca de trucha, mover los intestinos, su viaje a Rusia, si es mejor criar ganado o plantar trigo, tomar gin o vodka, Johnny Carson, su safari al África, la religión, la Biblia, Shakespeare, el genio del general MacArthur, la caza del oso, las putas de Reno comparadas con las de las Vegas, la Bolsa de valores, enfermedades venéreas, si los copos de maíz son mejores que los de trigo, el oro que los diamantes; la pena capital (que aprueba con entusiasmo), fútbol, béisbol, básquetbol, de cualquier cosa. De cualquier cosa, excepto de la razón por la que estoy anclado en este pueblo.<br />TC: ¿Quiere decir que no discute el caso?<br />JAKE (deteniéndose): No sólo no discute el caso. Se porta como si no existiera. Yo hablo del caso pero él no reacciona. Le enseñé las fotos de Clem Anderson con la esperanza de causarle una impresión y obligarlo a reaccionar. De alguna forma. Pero no hizo más que mirar el tablero, hacer una jugada, y contar una historia subida de color. De modo que Mr. Quinn y yo jugamos una partida varias tardes a la semana desde hace meses. En realidad, hoy mismo iré más tarde. Y usted (me señala con el dedo) vendrá conmigo.<br />TC: ¿Soy bienvenido?<br />JAKE: Lo llamé esta mañana. Lo único que preguntó fue: "¿Juega al ajedrez?".<br />TC: Sí, pero preferiría observar.<br />(Se desmoronó un leño, y el chisporroteo hizo que fijara la atención en el hogar. Me puse a observar el ronroneo de las llamas y a pensar en por qué había prohibido que Addie describiera a Quinn, que me dijera cómo era. Traté de imaginario; no pude. Más bien, recordé el pasaje de Mark Twain que Jake me había leído en voz alta: "De todas las criaturas, el hombre es la más detestable... el único en poseer malignidad... la única criatura con una mente desagradable". La voz de Addie me rescató de mi arriesgado ensueño.)<br />ADDIE: Oh, vuelve a nevar. Pero no fuerte. Los copos flotan. (Entonces, como si la reanudación de la nieve le hubiera inspirado el tema de la mortalidad, de la evaporación del tiempo.) Sabe, han pasado casi cinco meses. Eso es mucho para él. Por lo general, no espera tanto.<br />JAKE (molesto): Addie, ¿qué es esto?<br /><br />ADDIE: Mi féretro. Han pasado casi cinco meses. Y, como digo, nunca espera tanto.<br />JAKE: ¡Addie! Yo estoy aquí. No te pasará nada.<br />ADDIE: Por supuesto, Jake. Pienso en Oliver Jaeger. ¿Cuándo recibirá su féretro? Piensa que Oliver es el jefe de correos. Un día, clasificando la correspondencia... (De repente su voz, sorprendentemente, se vuelve temblorosa, vulnerable, añorante, de tal manera que acentúa el alegre trino de los canarios.) Bueno, no será muy pronto.<br />TC: ¿Por qué no?<br />ADDIE: Porque primero Quinn deberá llenar mi féretro.<br />Eran más de las cinco cuando partimos. El aire estaba quieto, sin nieve, resplandeciente por las brasas del ocaso y el primer pálido resplandor de la luna, una luna llena que subía por el horizonte como una blanca rueda redonda, o una máscara amenazante, blanca y sin facciones, que atisbaba por las ventanillas del auto. Al final de la calle principal, antes que la población se vuelva llanura, Jake indicó una estación de servicio: —La estación de Tom Henry. Tom Henry, Addie, Oliver Jaeger, son los únicos que quedan de la comisión del río Azul. Le dije que Tom Henry es loco. Es verdad. Pero un loco con suerte. Votó contra los demás. Eso lo exime. No habrá féretro para Tom Henry.<br />TC: Un féretro para Dimitrios.<br />JAKE: ¿Qué dice?<br />TC: Es un libro de Eric Ambler. Una novela de misterio.<br />JAKE: ¿Novela? (Asentí, él hizo una mueca.) ¿Usted lee esas porquerías?<br />TC: Graham Greene era un escritor de primera. Hasta que el Vaticano se apoderó de él. Después, ya no volvió a escribir nada tan bueno como Brighton Rock. Me gusta Agatha Christie, me encanta. Y Raymond Chandler es un gran estilista, un poeta. Aunque sus argumentos sean un lío.<br />JAKE: Porquerías. Esos tipos son soñadores. Se sientan ente una máquina de escribir y se masturban. No hacen otra cosa.<br />TC: De modo que no habrá féretro para Tom Henry. ¿Y para Oliver Jaeger?<br />JAKE: Recibirá el suyo. Una mañana, recorriendo la estafeta, lo encontrará. Un paquete envuelto en papel madera, con su propio nombre. Se olvidará de que son primos. Se olvidará de que ha puesto una aureola alrededor de la cabeza de Bob Quinn. San Bob no lo va a soltar después de unos pocos avemarías. Conozco a San Bob. Es posible que haya usado su cuchillo de tallar, y haya metido la foto de Oliver Jaeger dentro de un cajoncito...<br />(La voz de Jake cesó de hablar y, como si se tratara de una acción correlacionada, su pie presionó el pedal del freno: el auto patinó, viró bruscamente, se enderezó; seguimos camino. Me di cuenta de lo que había pasado. Se había acordado, igual que yo, del patético comentario de Addie: "...Primero Quinn deberá llenar mi féretro". Intenté no decir nada, pero se me soltó la lengua.)<br />TC: Pero eso significa...<br />JAKE: Mejor encender los faros.<br />TC: Eso significa que Addie morirá.<br />JAKE: ¡Diablos, no! ¡Sabía que iba a salirme con ésa! (Golpeó el volante con la palma de la mano.) He construido una pared alrededor de Addie. Le he dado una pistola reglamentaria, calibre 38, y le he enseñado a usarla. Puede darle a un hombre entre los ojos a cien metros. Ha aprendido karate. y sabe romper una madera con un golpe de la mano. Addie es lista; no la podrá engañar. Y yo estoy aquí. Vigilándola. Vigilo a Quinn, también. Y otras personas lo hacen.<br />(Una emoción fuerte, un temor rayano en el terror, puede demoler la lógica de un hombre tan lógico como Jake Pepper, cuyas precauciones no habían salvado la vida a Clem Anderson. Yo no estaba dispuesto a discutir el punto con él, especialmente dado su estado de ánimo irracional de ese momento, pero ¿por qué, si daba por sentado de Oliver Jaeger estaba condenado, tenía tanta seguridad de que Addie no lo estaba? ¿Que no sería atacada? Porque si Quinn seguía el plan, entonces debía despachar a Addie, sacarla de la escena antes de proceder al último paso, enviar un paquete a su primo segundo y firme defensor, jefe de la oficina local de correos.)<br />TC: Sé que Addie ha recorrido el mundo. Pero es hora de que haga otro viaje.<br />JAKE (truculento): No puede irse. No en este momento.<br />TC: ¿Eh? No me pareció una posible suicida.<br />JAKE: Por empezar, por la escuela. Recién termina en junio.<br />TC: ¡Jake! ¡Por Dios! ¿Cómo puede pensar en la escuela? (Por más oscuro que estaba, pude vislumbrar su expresión avergonzada. Al mismo tiempo, adelantó la mandíbula.)<br />JAKE: Hemos discutido el tema. Hablamos de la posibilidad de que ella y Marylee emprendieran un largo crucero. Pero ella no quiere ir a ningún lado. Dijo: "El tiburón necesita una carnada. Si queremos que muerda, la carnada deberá estar a mano".<br />TC:¿De modo que Addie es una trampa? ¿El cabrito que espera que el tigre le salte encima?<br />JAKE: Un momento. No sé si me gusta la manera en que lo dice.<br />TC: ¿Cómo lo diría usted?<br />JAKE: (Silencio.)<br />TC: (Silencio.)<br />JAKE: Quinn tiene a Addie en la mente. De eso no hay duda. Piensa cumplir su promesa. Y es entonces cuando lo agarraremos: en el intento. Con el telón subido y las luces encendidas. Hay riesgos, claro, pero hay que correrlos. Porque... para ser sincero, es probablemente la única oportunidad que tenemos. (Apoyé la cabeza contra la ventanilla, y vi la bonita garganta de Addie cuando echaba la cabeza hacia atrás para beber el vino tinto de un delicioso trago. Me sentí débil, ineficaz y enojado con Jake.)<br />TC: Me gusta Addie. Es real, y sin embargo tiene misterio. ¿Por qué no se habrá casado nunca?<br />JAKE: Guarde el secreto. Addie y yo nos casaremos.<br />TC (mentalmente mirando a otro lado; en realidad seguía viendo a Addie tomando vino): ¿Cuándo?<br />JAKE: El próximo verano. Cuando salga de vacaciones. No se lo hemos dicho a nadie. Excepto a Marylee. ¿Entiende ahora? Addie está a salvo. No permitiré que le pase nada. La amo. Me voy a casar con ella.<br />(El próximo verano: falta toda una vida. La luna llena, más alta, más blanca ahora, y festejada por los coyotes, flotaba encima de las llanuras brillantes de nieve. Había montones de ganado en los fríos campos nevados, agrupados para darse calor. Algunas parejas de animales. Vi dos terneros con pintas, acurrucados lado a lado, dándose protección, consuelo: como Jake, como Addie.)<br />TC: Bueno, felicitaciones. Es maravilloso. Sé que serán muy felices los dos.<br />Pronto vimos un impresionante alambre de púas, una cerca como las de los campos de concentración, a ambos lados del camino. Señalaba el comienzo de la estancia B.Q.: diez mil acres más o menos. Bajé la ventanilla. Entró una ráfaga de aire helado, punzante, con olor a nieve reciente y a heno viejo y dulce. "Entramos aquí", dijo Jake cuando salimos del camino y atravesamos una tranquera de madera abierta. A la entrada, nuestros faros iluminaron un letrero muy elegante: Establecimiento B.Q. / R. Quinn, propietario. Debajo del nombre del dueño había dos hachas de guerra cruzadas. Me pregunté si serían el logotipo del establecimiento o el blasón de la familia. De cualquier forma, las ominosas hachas resultaban apropiadas.<br />El sendero era angosto, bordeado de árboles sin hojas, oscuros excepto por el raro brillo de ojos de animales entre las ramas perfiladas. Cruzamos un puente de madera que hizo un ruido atronador bajo nuestro peso, y oí el rumor de agua, saltos de tonalidad profunda. Era el río Azul, aunque no llegué a verlo, pues estaba oculto por los árboles y los témpanos de nieve. Mientras seguíamos camino nos persiguió el rumor, porque el río corría al lado del sendero, por momentos extrañamente tranquilo, luego, de repente, burbujeante, con la música quebrada de las cascadas.<br />El camino se ensanchó. Unas lucecitas empezaron a aparecer entre los árboles. Un hermoso niño de rubio cabello al viento, montado en pelo sobre un caballo, nos saludó con la mano. Pasamos una hilera de casitas, iluminadas y vibrantes por el ruido de voces de televisión: allí vivían los que trabajaban en el establecimiento. Adelante, en distinguido aislamiento, se alzaba el edificio principal, la casa de Mr. Quinn. Era una estructura grande, de tablas de chilla, de dos pisos, con una galena cubierta en todo su perímetro. Parecía abandonada, pues todas las ventanas estaban a oscuras. Jake hizo sonar la bocina. De inmediato, como una fanfarria de trompetas de bienvenida, una cascada de luces inundó la galería y las ventanas de la planta baja se iluminaron. Se abrió la puerta principal. Un hombre se adelantó y esperó para saludarnos.<br />Mi primera presentación al propietario del establecimiento de campo B.Q. no resolvió la cuestión de por qué Jake no permitió que Addie me lo describiera. Si bien no era un hombre que pasara inadvertido, tenía un aspecto bastante común, pero, sin embargo, el verlo me sobresaltó: Yo conocía a Mr. Quinn. Estaba seguro, hubiera jurado que de alguna manera, sin duda hacia mucho tiempo, yo había conocido a Robert Hawley Quinn y que en realidad juntos habíamos compartido una experiencia alarmante, una aventura tan perturbadora, que la memoria bondadosamente la había sumergido en el olvido.<br />Lucía costosas botas de tacón alto, pero incluso sin ellas medía un metro ochenta y si se parara derecho, en lugar de adoptar una postura agachada, de hombros caídos, habría sido alto. Tenía brazos de simio; las manos le llegaban a las rodillas, y eran de dedos largos, hábiles, extrañamente aristocráticos. Me acordé de un concierto de Rachmaninoff. Las manos de Rachmaninoff eran como las de Quinn. El rostro era ancho pero delgado, de mejillas hundidas, curtido por la intemperie: era el rostro de un campesino medieval, de quien va detrás de un arado, con todos los males del mundo sobre su espalda. Pero Quinn no era un campesino torpe, tristemente cargado. Llevaba anteojos de finos aros de acero, y estos anteojos profesionales, y los ojos grises que asomaban indistintamente tras las gruesas lentes, lo traicionaban: eran unos ojos alertas, suspicaces, inteligentes, brillantes de malignidad, complacientemente superiores. Tenia una voz y una risa hospitalarias, falsamente afables. Pero no era un impostor. Era un idealista, un realizador. Se imponía metas, y estas metas eran una cruz, su religión, su identidad. No, no era un impostor, sino un fanático, y finalmente, mientras estábamos reunidos en la galería, recordé dónde y en qué forma había conocido a Mr. Quinn.<br />Extendió una de sus largas manos hacia Jake, mientras se pasaba la otra por la cabellera blanca y gris, al estilo pionero, de un largo que era popular entre los demás estancieros, que parecían visitar al peluquero todos los sábados para un corte pelo y un champú de talco. Matas de pelo canoso asomaban por las ventanas de su nariz y sus oídos. Me fijé en la hebilla de su cinturón; estaba decorada con dos hachas indias cruzadas, hechas de oro y esmalte rojo.<br />QUINN: Hola, Jake. Dije a Juanita: querida, ese pillo se va a echar atrás. Por la nieve.<br />JAKE: Esto no es nieve.<br />QUINN: Bromeaba, Jake. (A mí.) ¡Debería ver cómo nieva aquí! En 1952 hubo una semana entera en que la única forma de salir de casa era trepando a la ventana del altillo. Se me murieron setecientas cabezas de ganado, todas mis Santa Gertrudis. ¡Ja, ja! Fue terrible. ¿Juega ajedrez, señor?<br />TC: Como hablo francés. Un peu.<br />QUINN (riendo como un viejo y dándose un golpe en los muslos con alegría simulada): Sí, lo sé. Usted es el embaucador de la ciudad que viene a desplumar a los campesinos como nosotros. Apuesto a que puede jugar contra nosotros dos juntos y ganarnos con los ojos vendados. (Lo seguimos por un ancho vestíbulo de techo alto hasta un cuarto inmenso, una catedral con grandes muebles estilo español, muy pesados, armarios, sillas, mesas y espejos barrocos en armonía con el amplio ambiente. El piso estaba cubierto de mosaicos mexicanos, rojos como ladrillos, sobre los que había alfombras navajas. Toda una pared era de bloques de granito cortado de forma irregular, y esa pared, que parecía una caverna de granito, tenía un hogar de leños como para asar una yunta de bueyes. En consecuencia, el delicado fuego que ardía parecía tan insignificante como una ramita en un bosque.<br />Pero la persona sentada cerca del hogar no era insignificante. Quinn me la presentó: "Mi esposa, Juanita". La mujer bajó la cabeza, pero no quería ser distraída de la pantalla de televisión que tenía enfrente: el aparato estaba encendido, pero no tenía volumen; Juanita observaba las temblorosas payasadas e imágenes mudas, una especie de juego visualmente exuberante. El sillón en que estaba sentada bien podría haber engalanado el salón del trono de un castillo ibérico. Lo compartía con un tembloroso chihuahua y una guitarra amarilla, que descansaba sobre su falda.<br />Jake y nuestro anfitrión se acomodaron ante una mesa sobre la que había un espléndido juego de ajedrez de ébano y marfil. Observé el comienzo de la partida, escuchando los chistes despreocupados, y me pareció extraño: Addie tenía razón, parecían amigos íntimos, dos arvejas en una misma chaucha. Luego volví al lugar junto al hogar, decidido a seguir estudiando a la tranquila Juanita. Me senté cerca de ella y busqué algún tópico para iniciar una conversación. ¿La guitarra? ¿El tembloroso chihuahua, que ahora me gañía celosamente?)<br />JUANITA QUINN: ¡Pepe! ¡Estúpido mosquito!<br />TC: No se moleste. Me gustan los perros. (Me miró. Llevaba el pelo, partido al medio y demasiado negro para ser verdadero, pegado al cráneo angosto. La cara era como un puño: rasgos diminutos todos apretados. La cabeza demasiado grande para el cuerpo: no era gorda, pero pesaba más de lo que debía, y casi todo el exceso estaba distribuido entre los senos y el estómago. Las piernas, no obstante, eran esbeltas y bien formadas. Llevaba un par de mocasines indios muy bonitos. El mosquito siguió gañendo, pero ella lo ignoró ahora. Volvió a otorgar su atención a la televisión.) Yo me preguntaba: ¿Por qué mira sin el sonido? (Sus hastiados ojos de ónix regresaron a mí. Repetí la pregunta.)<br />JUANITA QUINN: ¿Bebe tequila?<br />TC: Hay un pequeño lugar en Palm Springs donde hacen unas margaritas excelentes.<br />JUANITA QUINN: Los hombres beben tequila solo. Sin limón. Solo. ¿Le gustaría tomar uno?<br />TC: Seguro.<br />JUANITA QUINN: A mí también. Qué lástima, no tenemos. No podemos guardar una botella en la casa. De hacerlo, me la tomaría; se me secaría el hígado...<br />(Chasqueó los dedos en señal de desastre. Luego acarició la guitarra amarilla, rasgueó las cuerdas, empezó a tocar una tonada, una melodía complicada y desconocida que durante un momento canturreó alegremente. Cuando se detuvo, su expresión volvió a endurecerse.)<br />Yo solía beber todas las noches. Todas las noches bebía una botella de tequila, me iba a la cama y dormía con un bebé. Nunca estaba enferma. Tenía buen aspecto, me sentía bien, dormía bien. Nada más. Ahora tengo un resfrío tras otro, dolores de cabeza, artritis, y no pego los ojos. Todo porque el médico dijo que debía dejar de beber tequila. Pero no se forme una impresión equivocada. No soy una borracha. Podría arrojar al Cañón del Colorado todo el vino y el whisky del mundo. Lo único que me gusta es la tequila. El amarillo oscuro. Ése me gusta más. (Indicó el televisor.) Usted me preguntó por qué miro sin el sonido. Subo el sonido únicamente para oír el pronóstico del tiempo. De lo contrario, observo y me imagino lo que dicen. Si escucho, me duermo. Cuando imagino, me mantengo despierta. Y debo mantenerme despierta, por lo menos hasta la medianoche. De lo contrario, no duermo nada. ¿Dónde vive?<br />TC: En Nueva York, la mayor parte del tiempo.<br />JUANITA QUINN: Nosotros solíamos ir a Nueva York todos los años, o año por medio. El Rainbow Room: ¡Qué vista maravillosa! Pero ya no sería divertido. Nada es divertido. Mi marido dice que usted es un viejo amigo de Jake Pepper.<br />TC: Hace diez años que lo conozco.<br />JUANITA QUINN: ¿Por qué supone que mi marido tiene algo que ver con todo esto?<br />TC: ¿Con todo esto?<br />JUANITA QUINN (sorprendida): Debe de haber oído algo. ¿Por qué piensa Jake Pepper que mi marido está implicado?<br />TC: ¿Jake Pepper piensa que su marido está implicado?<br />JUANITA QUINN: Eso dicen algunos. Mi hermana me dijo...<br />TC: Usted, ¿qué piensa?<br />JUANITA QUINN (levantando a su chihuahua y apretándolo contra el pecho): Siento lástima por Jake. Debe sentirse solo. Y está equivocado: aquí no hay nada. Todo debería olvidarse. Debería volver a su casa. (Con los ojos cerrados, totalmente fatigada.) Ah, ¿quién sabe? ¿A quién le importa? A mí no. A mí lo, dijo la Araña a la Mosca. A mi no.<br />Más allá, hubo una conmoción en la mesa de ajedrez. Quinn, celebrando una victoria sobre Jake, se felicitaba a gritos:<br />"¡Magnífico! Pensé que me tenía atrapado. Pero no bien movió la reina, se embromó el gran Pepper!". Su voz ronca de barítono resonaba en el recinto abovedado con el brío de un cantor de ópera. "Ahora usted, joven", me gritó. "Necesito otra partida. Un auténtico desafío. Este viejo Pepper no me llega a la suela de las botas." Empecé a excusarme, pues la perspectiva de una partida de ajedrez con Quinn era a la vez intimidante y aburrida. Me hubiera sentido de otra manera de pensar que podía derrotarlo, de invadir con éxito esa ciudadela de vanidad. En una oportunidad había ganado un campeonato de ajedrez en la preparatoria, pero hacía siglos de eso. Mi conocimiento del juego estaba ya alojado en algún desván de la mente. Sin embargo, cuando Jake me hizo una seña, se puso de pie y me ofreció su silla, accedí, y abandonando a Juanita Quinn a las oscilaciones de su pantalla de televisión, me senté enfrente de su marido. Jake se ubicó detrás de mi silla: una presencia alentadora. Pero Quinn, valorando mi vacilación, la indecisión de mis movimientos iniciales, me desechó como presa fácil, y reanudó una conversación que había mantenido con Jake, al parecer acerca de cámaras y fotografía.<br />QUINN: Las Kraut son buenas. Yo siempre he tenido cámaras Kraut. Leica. Rolliflex. Pero los japoneses se están rompiendo el culo. Compré una cámara japonesa nueva, del tamaño de un mazo de naipes, que saca quinientas fotos con un solo rollo de película.<br />TC: Conozco esa cámara. He trabajado con un montón de fotógrafos, y la he visto usar. Richard Avedon tiene una. Dice que no es buena.<br />QUINN: Para decir la verdad, todavía no he usado la mía. Espero que su amigo esté equivocado. Podría haber comprado un toro campeón con lo que me costó esa chuchería.<br />(Sentí de repente los dedos de Jake que me apretaban el hombro con urgencia, e interpreté que quería que siguiera con el tema.)<br />TC: ¿Es su hobby, la fotografía?<br />QUINN: Oh, va y viene. De vez en cuando. Empezó cuando me cansé de que los llamados profesionales sacaran fotos de mis campeones. Eran fotos que necesitaba enviar a varios criadores compradores. Pensé que yo podía hacerlo tan bien como ellos, y ahorrar algún dinero de paso. (Los dedos de Jake volvieron a alentarme.)<br />TC: ¿Saca muchos retratos?<br />QUINN: ¿Retratos?<br />TC: De gente.<br />QUINN (con burla): Yo no los llamaría retratos. Instantáneas, tal vez. Aparte del ganado, saco fotos de la naturaleza. Paisajes. Tormentas eléctricas. Las estaciones aquí en la estancia. El trigo cuando está verde y cuando está dorado. Mi río. Tengo hermosas fotos de mi río al desbordar. (El río. Me puse tenso al oír que Jake se aclaraba la garganta, como si fuera a hablar; en vez de eso, me hundió los dedos con más firmeza. Jugué un peón, para hacer tiempo.)<br />TC: Debe sacar muchas fotos en colores, entonces.<br />QUINN (asintiendo): Por eso yo mismo las revelo. Cuando se manda la película a los laboratorios, nunca se sabe qué le devolverán.<br />TC: Oh, ¿tiene cuarto oscuro?<br />QUINN: Si quiere llamarlo así. Nada extravagante. (Jake volvió a hacer sonar la garganta, esta vez con intención.)<br />JAKE: ¿Bob? ¿Recuerda esas fotos de que le hablé? Las dos de los féretros. Fueron hechas con una cámara de acción rápida.<br />QUINN: (silencio)<br />JAKE: Una Leica.<br />QUINN: Bueno, no era mía. Yo perdí mi vieja Leica en la espesura del África. Me la habrá robado algún negro. (Mirando fijamente el tablero, con una expresión de divertida consternación en el rostro.) ¡Cómo, sinvergüenza! Maldita sea su estampa. Fíjese, Jake. Su amigo casi me da jaque mate. Casi...<br />Era verdad. Con una habilidad resurgida inconscientemente, había dirigido mi ejército de ébano con considerable competencia, aunque no intencionada, y me las había arreglado para poner al rey de Quinn en una posición peligrosa. En cierto sentido, lamentaba mi éxito, pues Quinn lo utilizaba para desviar el ángulo de la investigación de Jake, para pasar del tema de la fotografía, repentinamente candente, al ajedrez; por otra parte, me sentía muy contento; si seguía jugando sin cometer errores, podía ganar. Quinn se rascó la barbilla, dedicando sus ojos grises a la religiosa tarea de rescatar a su rey. Pero para mí, el tablero era un borrón. Tenía la mente atrapada en una curvatura del tiempo, entumecida por recuerdos suspendidos durante casi medio siglo. Era verano, y yo tenía cinco años. Vivía con unos parientes en una ciudad de Alabama. Había un río junto a esta ciudad, también un río lento y lodoso que me desagradaba porque estaba lleno de culebras acuáticas y peces bigotudos. Sin embargo, por más que me disgustaban sus bocas peludas, me encantaban una vez capturados, fritos y cubiertos de ketchup; teníamos una cocinera que los servía a menudo. Se llamaba Lucy Joy. Era una negra corpulenta; reservada, muy seria. Parecía vivir de domingo en domingo, pues entonces cantaba en el coro de una iglesia de campo. Pero un día, Lucy Joy cambió notablemente. Estábamos solos en la cocina, y empezó a hablar de un reverendo Bobby Joe Snow, describiéndolo con un entusiasmo que encendió mi imaginación. Hacía milagros. Era un famoso evangelista, y pronto vendría a nuestro pueblo. El reverendo Snow venía a predicar la próxima semana, a bautizar y salvar almas. Supliqué a Lucy que me llevara a verlo, y la mujer sonrió y prometió que lo haría. Resultaba que ella necesitaba que la acompañara, pues el reverendo Snow era blanco, su feligresía practicaba la segregación, y Lucy había pensado que la única manera de que la admitirían sería llevando un niño blanco a bautizar. Naturalmente, Lucy no me hizo saber que lo tenía preparado. A la semana siguiente, cuando partimos para asistir a la reunión evangélica del reverendo, yo sólo imaginaba el suceso conmovedor de ver a un santo del Cielo que ayudaba a que los ciegos vieran y que los tullidos caminaran. Pero empecé a intranquilizarme cuando me di cuenta de que nos dirigíamos al río. Cuando llegamos vi a cientos de personas reunidas a la orilla. Eran campesinos, patanes que bailaban y daban alaridos. Vacilé. Lucy se puso furiosa, y me arrastró hacia la sudorosa muchedumbre. Campanillas y cascabeles, cuerpos haciendo cabriolas. Podía oír una voz que entonaba salmos. Lucy también se unió a los cantos, gimiendo, sacudiéndose. Mágicamente un extraño me subió a su hombro y logré ver al hombre de la voz dominante. Estaba metido en el río, vestía una túnica blanca y el agua le llegaba a la cintura. Tenía el pelo gris y blanco, una masa enmarañada y empapada y sus largas manos, extendidas hacia el cielo, imploraban al húmedo sol del mediodía. Traté de ver su cara, pues sabía que debía ser el reverendo Bobby Joe Snow, pero antes de lograrlo, mi benefactor me volvió a depositar en medio de la asquerosa mezcolanza de pies extáticos, ondulantes brazos y temblorosas panderetas. Supliqué volver a casa, pero Lucy borracha de gloria, no me soltaba. El sol quemaba. Sentí el vómito en la garganta. Pero no devolví. Empecé a chillar, a dar puñetazos y alaridos. Lucy me arrastraba en dirección al río, y la multitud se abría para hacernos paso. Luché hasta llegar a la orilla del río, luego me detuve, silenciado por la escena. El hombre de la túnica blanca, parado en el río, sostenía a una niña reclinada. Recitó las Escrituras antes de sumergirla rápidamente bajo el agua, y luego la sacó. Llorando, gritando, se dirigió, a los tropezones, hacia la orilla. Ahora los brazos de simio del reverendo se extendieron hacia mí. Mordí a Lucy en la mano, y me libré de su control, pero un muchachón me agarró y me arrastró al agua. Cerré los ojos. Podía oler el pelo, sentir los brazos del reverendo que me impulsaban hacia abajo, hacia la negrura sofocante y luego, horas después, me alzaban hacia la luz solar. Abrí los ojos y los fijé en los de él, grises, maníacos. Acercó la cara ancha y delgada, y me besó en los labios. Oí una risa fuerte, una erupción como dinamita: "¡Jaque mate!".<br />QUINN: ¡Jaque mate!<br />JAKE: Diablos, Bob. Lo hizo por cortesía. Dejó que usted ganara.<br />(El beso se esfumó. El rostro del reverendo, retrocediendo, fue reemplazado por un rostro virtualmente idéntico. De modo que había sido en Alabama, cincuenta años atrás, donde había visto por primera vez a Mr. Quinn, o por lo menos a su contraparte: Bobby Joe Snow, evangelista.)<br />QUINN: ¿Qué le parece, Jake? ¿Listo para perder otro dólar?<br />JAKE: Esta noche no. Salimos en auto para Denver mañana. Mi amigo tiene que tomar el avión.<br />QUINN (a mí): Eh, qué visita más corta. Vuelva pronto. Venga en verano y lo llevaré a pescar truchas. Aunque ya no es igual que antes. Antes podía estar seguro de pescar una trucha arco iris de tres kilos no bien tiraba la línea. Antes de que arruinaran mi río.<br />(Nos fuimos sin despedirnos de Juanita Quinn. Estaba profundamente dormida, roncando. Quinn nos acompañó hasta el auto. "¡Manejen con cuidado!", nos advirtió, mientras nos decía adiós con la mano y esperaba a que desaparecieran las luces traseras de nuestro auto.)<br />JAKE: Bueno, me enteré de una cosa, gracias a usted. Ahora sé que él mismo saca las fotos.<br />TC: ¿Por qué no quiso que Addie me dijera cómo era?<br />JAKE: Podría haber influenciado su primera impresión. Quería que lo viera sin prejuicios y me dijera qué veía.<br />TC: Vi aun hombre que había visto antes.<br />JAKE: ¿A Quinn?<br />TC: No, no a Quinn. Pero a alguien parecido. Su mellizo.<br />JAKE: Hable claro.<br />(Describí aquel día de verano, mi bautismo. El parecido entre Quinn y el reverendo Snow era tan claro para mí. Los caracteres afines. Pero hablé emotivamente, metafísicamente, y no logré comunicar lo que sentía. Me di cuenta de la desilusión de Jake: él esperaba una percepción sensata, una penetración prístina y pragmática que lo ayudara a aclarar su propio concepto del carácter de Quinn, y de sus motivaciones.<br />Guardé silencio, mortificado por haber fallado a Jake. Pero al llegar a la carretera, y cuando nos dirigíamos por ella a la ciudad, Jake me dijo que, a pesar de que el relato de mi recuerdo había sido un tanto confuso e inconexo, él había podido descifrar parcialmente lo que yo había expresado de forma tan pobre.)<br />Bueno, Bob Quinn cree que él es Dios Todopoderoso.<br />TC: No lo cree. Lo sabe.<br />JAKE: ¿Alguna duda?<br />TC: No, ninguna. Quinn es el hombre que talla los féretros.<br />JAKE: Y uno de estos días tallará el propio. O no me llamo Jake Pepper.<br />Durante los meses siguientes llamé a Jake por lo menos una vez a la semana, por lo general los domingos, cuando él estaba en casa de Addie, lo que me permitía hablar con ambos. Jake abría la conversación diciendo: "Lo siento, socio. Nada nuevo que informar". Pero un domingo, Jake me contó que él y Addie habían fijado la fecha de la boda: el 10 de agosto. Y Addie dijo: "Espero que pueda venir". Le prometí que lo haría, aunque el día coincidía con un viaje de tres semanas a Europa que había planeado. Bueno, combinaría las fechas. Sin embargo, fue la pareja la que tuvo que cambiar pues el agente del Departamento que reemplazaría a Jake mientras durara su luna de miel ("¡Vamos a Honolulú!") tuvo un ataque de hepatitis y la boda se pospuso hasta el primero de setiembre. "Qué mala suerte", dije a Addie. "Pero para entonces ya estaré de regreso, y podré ir".<br />De modo que a principios de agosto, volé por Swissair a Suiza, y holgazaneé varias semanas en una aldea alpina, tomando el sol entre las nieves eternas. Dormí, comí, releí a todo Proust, que es como sumergirse en una ola gigantesca, con destino desconocido. Pero mis pensamientos con demasiada frecuencia giraban en torno de Mr. Quinn. A veces, mientras dormía, llamaba a mi puerta y entraba a mis sueños, en ocasiones tal cual era, con los ojos grises brillándole tras los anteojos de aro de alambre, pero de vez en cuando aparecía ataviado como el reverendo Snow, con la túnica blanca. Aspirar durante un breve período el aire alpino es vivificante pero una larga vacación en las montañas puede tornarse claustrofóbica y provocar depresiones inexplicables. De todos modos, un día en un estado de ánimo negro, alquilé un auto y atravesando el paso Bernardo crucé a Italia y me dirigía Venecia. En Venecia uno vive disfrazado y con máscara, es decir uno no es uno mismo, y no es responsable de su comportamiento. No era mi yo verdadero el que llegó a Venecia a las cinco de la tarde y que antes de la medianoche tomó un tren con destino a Estambul. Todo empezó en el bar de Harry, como tantas aventuras venecianas. Acababa de pedir un martini, cuando justo entra por la puerta de vaivén Gianni Paoli, un enérgico periodista que había conocido en Moscú cuando él era corresponsal de un diario italiano. Juntos, con la ayuda de vodka, habíamos alegrado muchos aburridos restaurantes rusos. Gianni estaba en Venecia camino a Estambul. Tomaba el Expreso de Oriente a medianoche. Seis martinis más tarde me había convencido de que fuera con él. Fue un viaje de dos días y dos noches. El tren serpenteó a través de Yugoslavia y Bulgaria, pero nuestras impresiones de estos países se limitaron a lo que vimos por las ventanillas de nuestro iluminado compartimiento, que nunca abandonábamos excepto para renovar nuestra provisión de vino y vodka. El cuarto daba vueltas. Paraba. Daba vueltas. Bajé de la cama. Mi cerebro, una colección de vidrios rotos, tintineó dolorosamente dentro de mi cabeza. Podía ponerme de pie, sin embargo. Y caminar. Hasta recordaba dónde estaba: en el hotel Hilton, en Estambul. Cautelosamente, me dirigí a un balcón que daba al Bósforo. Gianni Paoli tomaba el sol, desayunaba y leía el Herald Tribune, edición parisiense. Parpadeando, miré la fecha del diario. Era el primero de setiembre. ¿Por qué la fecha me causaba una sensación tan desagradable? Náuseas. Culpa. Remordimiento. Por Dios, ¡me había perdido la boda! Gianni no comprendía por qué estaba tan perturbado (los italianos siempre están perturbados, pero no entienden por qué pueden estarlo otras personas). Sirvió vodka en su jugo de naranja, me lo ofreció, y me dijo que bebiera, que me emborrachara. "Primero envía un telegrama". Seguí su consejo, las dos partes. El telegrama decía.- Demorado inevitablemente pero les deseo muchas felicidades en este día maravilloso. Más tarde, cuando el descanso y la abstinencia volvieron firme mi mano, les escribí una carta breve. No mentí, simplemente no les expliqué por qué había sido "inevitablemente demorado". Dije que volvía a Nueva York en unos días y que los llamaría por teléfono tan pronto regresaran de su luna de miel. Dirigí la carta al matrimonio Pepper. y al dejarla en la recepción para que la despacharan me sentí aliviado, exonerado. Pensé en Addie, con una flor en el pelo, en Addie y Jake caminado al atardecer por una playa en Waikiki, con el mar junto a ellos bajo las estrellas. Me pregunté si Addie sería demasiado grande para tener hijos.<br />Pero no volvía casa. Sucedieron cosas. Encontré a un viejo amigo en Estambul. Un arqueólogo que estaba trabajando en una excavación en la costa de Anatolia, al sur de Turquía. Me invitó a que fuera con él, dijo que Anatolia me gustaría, y tenía razón, me gustó. Nadaba todos los días, aprendí a bailar bailes folklóricos de Turquía, bebí ouzo y bailé al aire libre todas las noches en el bar local. Me quedé dos semanas. Luego fui por barco a Atenas, y de allí volé a Londres, donde me hice hacer un traje a medida. Era octubre, casi otoño, cuando recién abrí la puerta de mi departamento de Nueva York. Un amigo, que durante mi ausencia iba a regar las plantas, había colocado la correspondencia en ordenadas pilas sobre la mesa de la biblioteca. Había algunos telegramas, que examiné antes de quitarme el abrigo. Abrí uno: era una invitación a una fiesta de Noche de Brujas. Abrí otro: llevaba la firma de Jake: Llámeme urgentemente. Estaba fechado agosto 29. Hacía seis semanas. Rápidamente, sin permitirme creer que lo que pensaba fuera verdad, encontré el número de Addie y disqué. No me respondieron. Luego hice una llamada, persona a persona, al motel Prairie: No Mr. Pepper no se alojaba allí en ese momento. Sí, la operadora creía que era posible comunicarse con él a través del Departamento de Investigaciones del Estado. Llamé. Un hombre —un hijo de puta intratable— me informó que el detective Pepper estaba de licencia, y no, no podía decirme por donde andaba ("Es contrario a los reglamentos"). Cuando le di mi nombre y le dije que llamaba desde Nueva York contestó ah, sí, y cuando le pedí por favor que me escuchara, porque es muy importante, el hijo de perra colgó.<br />Necesitaba orinar, pero la urgencia, insistente durante todo el viaje desde el aeropuerto Kennedy, desapareció cuando miré las cartas apiladas sobre la mesa de la biblioteca. La intuición me llevó a ellas. Revisé las pilas con la velocidad profesional de un clasificador de correspondencia, buscando la letra de Jake. La encontré. El sobre llevaba el matasello setiembre 10, pertenecía al Departamento de Investigaciones y provenía de la capital del Estado. Era una carta breve, pero la letra, firme y masculina, disfrazaba la angustia de su autor:<br />Su carta de Estambul llegó hoy. Cuando la leí estaba sobrio. Ahora no estoy sobrio. El día que murió Addie, en agosto, le envié un telegrama pidiéndole que me llamara. Supongo que estaba en el extranjero. Pero eso era lo que tenía que decirle. Addie ha muerto. Todavía no lo creo, nunca lo creeré, hasta que sepa qué pasó realmente. Dos días antes de la boda ella Y Marylee estaban nadando en el río Azul. Addie se ahogó, pero Marylee no la vio ahogarse. No puedo escribir de esto. Tengo que irme. No confío en mí. Vaya adonde vaya, Marylee Connor sabrá localizarme. Sinceramente...<br />MARYLEE CONNOR: ¡Hola! Por supuesto, reconocí su voz en seguida.<br />TC: La he llamado la tarde entera, cada media hora.<br />MARYLEE: ¿Adonde está?<br />TC: En Nueva York<br />MARYLEE: ¿Cómo está el tiempo?<br />TC: Está lloviendo.<br />MARYLEE: Aquí también está lloviendo. Pero hacía falta. Tuvimos un verano tan seco. Una tenía el pelo lleno de polvo. ¿Dice que me ha estado llamando?<br />TC: La tarde entera.<br />MARYLEE: Bueno, estaba en casa, pero me parece que no oigo muy bien. Y he estado en el sótano y también en el altillo. Empacando. Ahora que estoy sola, esta casa es demasiado grande para mí. Tenemos una prima, que es viuda, también, que compró un departamento en Florida. Me voy a vivir con ella. Bueno, ¿cómo está? ¿Ha hablado con Jake últimamente? (Le expliqué que acababa de regresar de Europa, y que no había podido localizar a Jake; me dijo que estaba con uno de sus hijos en Oregon, y me dio el número de teléfono.) Pobre Jake. Lo ha tomado tan mal. En cierto sentido, se culpa sí mismo. ¿Oh? ¡Oh, no lo sabía!<br />TC: Jake me escribió, pero recién hoy leí su carta. No puedo decirle cuánto lo siento...<br />MARYLEE (cierta dificultad en la voz): ¿No sabía nada de Addie?<br />TC: Recién hoy me enteré...<br />MARYLEE (suspicazmente): ¿Qué le dijo Jake?<br />TC: Dijo que se ahogó.<br />MARYLEE (a la defensiva, como si estuviéramos discutiendo): Bueno, así fue. Y no me importa lo que piensa Jake. Bob Quinn no estaba cerca. Es imposible que tuviera algo que ver...<br />(Oí que inspiraba hondo, luego una larga pausa, como si para controlar su genio, se hubiera puesto a contar hasta diez.) Si alguien tiene la culpa, soy yo. Yo tuve la idea de ir a Sandy Cove a nadar. Sandy Cove no pertenece a Quinn. Está en las tierras de Miller. Addie y yo siempre íbamos allí. Hay buena sombra. Es la parte más segura del río Azul. Tiene una laguna natural, y allí aprendimos a nadar de niñas. Ese día estábamos solas en Sandy Cove. Entramos en el agua juntas, y Addie me dijo que la semana próxima a esa misma hora estaría nadando en el Pacífico. Addie era muy buena nadadora, pero yo me canso en seguida. De modo que después de refrescarme, extendí una toalla bajo un árbol y empecé a hojear las revistas que había llevado. Addie se quedó en el agua. La oí decir: "Nadaré hasta la curva e iré a sentarme bajo la cascada". El río sale de Sandy Cove, hace una curva, y corre por un borde de rocas, formando una cascada. Es una bajada leve, de unos sesenta centímetros. Cuando éramos chicas era divertido sentarse en el borde de las rocas y sentir el agua entre las piernas.<br />Yo estaba leyendo, sin fijarme en la hora hasta que sentí frío y vi que el sol ya bajaba entre las montañas. No estaba preocupada: imaginé que Addie estaba disfrutando de la cascada. Pero después de un rato caminé río abajo y grité: "¡Addie! ¡Addie!". Pensé: Está bromeando. De modo que subí hasta la parte más alta de Sandy Cove. Desde allí podía ver la cascada y todo el río corriendo hacia el norte. No había nadie. Addie no se veía. Luego, justo debajo de la cascada, vi un nenúfar blanco que flotaba en el agua y se sacudía. Pero luego me di cuenta de que no era un nenúfar: era una mano, con un brillante: el anillo que le regaló Jake. Corrí hacia abajo, me metí en el río hasta llegar al borde de rocas de la cascada. El agua era transparente, y no muy honda. Alcancé a ver la cara de Addie bajo la superficie, con el pelo enredado en las ramas de un árbol hundido. No había nada que hacer. La tomé de la mano y tiré y tiré con todas mis fuerzas, pero no pude moverla. De alguna manera, nunca sabremos cómo, se había caído del reborde y se había enredado el pelo en las ramas, que le impidieron salir. Muerte accidental por asfixia. Tal fue el veredicto del forense. ¿Hola?<br />TC: Sí, aquí estoy.<br />MARYLEE: Mi abuela Mason nunca usaba la palabra "muerte". Cuando moría alguien, especialmente alguien a quien quería, decía que había sido "convocado". Quería significar que no habían sido enterrados, perdidos para siempre, sino "convocados" a algún lugar de la infancia, a un mundo de seres vivientes. Así me siento yo ahora. Addie ha sido convocada y vive con todo lo que ama. Con los niños. Los niños y las flores. Los pájaros. Las plantas silvestres que encontraba en la montaña.<br />TC: Lo siento tanto, Mrs. Connor. Yo...<br />MARYLEE: Está bien querido.<br />TC: Ojalá hubiera algo que yo...<br />MARYLEE: Bueno, me alegro de haber hablado con usted.<br />Cuando hable con Jake, déle mis cariños. No se olvide.<br />Me di una ducha, puse una botella de cognac junto a la cama, me metí entre las frazadas, tomé el teléfono, y disqué el número de Oregon que me había dado Marylee. Contestó el hijo de Jake. Me dijo que su padre había salido, no sabía adonde ni a qué hora volvería. Dejé un mensaje para que me llamara no bien volviera, a cualquier hora. Me llené la boca de cognac e hice un buche. Era un remedio para que no me castañearan los dientes. Dejé que la bebida corriera por la garganta. El sueño, con la forma curva de un río susurrante, fluyó en mi mente. Finalmente, todo era el; río, todo volvía al río. Quinn podía haber provisto las víboras de cascabel, el incendio, la nicotina, el alambre de acero, pero el río había inspirado los hechos, y ahora se había llevado también a Addie. Addie: con el pelo enredado en la maleza bajo la superficie, corría, en mi sueño, por encima de su rostro ahogado y tembloroso como un velo de novia. Estalló un terremoto. Era el teléfono, que atronaba sobre mi estómago, donde descansaba aún al quedarme dormido. Sabía que era Jake. Lo dejé sonar mientras me servía otro trago para despertarme.<br />TC: ¿Jake?<br />JAKE: ¿De modo que volvió por fin?<br />TC: Esta mañana.<br />JAKE: Bueno, no se perdió la boda, después de todo.<br />TC: Recibí su carta, Jake...<br />JAKE: No. No tiene por qué hacer un discurso.<br />TC: Llamé a Mrs. Connor, Marylee. Tuvimos una larga conversación...<br />JAKE (alerta): ¿Sí?<br />TC: Me contó todo lo que había pasado...<br />JAKE: ¡Oh, no! ¡Nada de eso!<br />TC (sorprendido por la dureza de la respuesta): Pero, Jake, me dijo...<br />JAKE: Si. ¿Qué le dijo?<br />TC: Que fue un accidente.<br />JAKE: ¿Usted le creyó?<br />(Su tono de voz tristemente burlón, trajo a mi mente la expresión de Jake: los ojos duros, la mueca en los labios delgados.)<br />TC: Por lo que ella me dijo, parece la única explicación.<br />JAKE: Ella no sabe cómo sucedió. No estaba presente. Estaba sentada leyendo revistas.<br />TC: Bueno, si fue Quinn...<br />JAKE: Escucho.<br />TC: Debe ser un mago.<br />JAKE: No, necesariamente. Pero ahora no puedo hablar del asunto. Pronto, tal vez. Ha sucedido algo que puede apurar las cosas. Papá Noel nos visitó temprano este año.<br />TC: ¿Estamos hablando de Jaeger?<br />JAKE: Sí. Señor. El jefe de correos ha recibido su encomienda.<br />TC: ¿Cuándo?<br />JAKE: Ayer. (Rió, no placenteramente, sino con excitación, con energía liberada.) Malas noticias para Jaeger, pero buenas para mí. Mi plan era quedarme aquí hasta después del Día de Acción de Gracias. Pero me estaba volviendo loco. No pensaba más que: ¿Y si no acosa a Jaeger? ¿Y si no me da esa última oportunidad? Bueno, puede llamarme al motel Prairie desde mañana a la noche. Allí estaré.<br />TC: Jake, espere un momento. Debe de haber sido un accidente. Lo de Addie, quiero decir.<br />JAKE (simulando ser paciente, como si hablara con un aborigen retardado): Le voy a decir algo para que medite mientras se duerme.<br />Sandy Cove, donde ocurrió el "accidente", está dentro de la propiedad de un hombre llamado A. J. Miller. Hay dos maneras de llegar. La más corta es por un camino de atrás que atraviesa las tierras de Quinn y lleva directamente a la propiedad de Miller. Eso es lo que hicieron las damas. Adiós, amigo.<br />Naturalmente, lo que me dejó para meditar me mantuvo despierto hasta el amanecer. Las imágenes se formaban, se desvanecían. Era como si mentalmente estuviera haciendo el montaje de una película de cine. Addie y su hermana van en su auto por la carretera. Salen para adentrarse en un camino de tierra que es parte de la propiedad del establecimiento de campo B.O. Quinn está de pie en la galería de su casa, o tal vez observando por una ventana. Sea como fuere, en algún momento ve el auto intruso, reconoce a sus ocupantes, y adivina que se dirigen a nadar a Sandy Cove. Decide seguirlas. ¿En auto? ¿A pie? De cualquier manera, se acerca a la zona donde se bañan las mujeres por una ruta indirecta. Una vez allí, se esconde entre los árboles encima de Sandy Cove. Marylee está descansando sobre una toalla, leyendo revistas. Addie está en el agua. Oye que Addie dice a su hermana: "Voy a nadar hasta la curva y me sentaré en la cascada". Ideal: Addie quedará sin protección, sola, fuera del alcance de su hermana. Quinn espera hasta asegurarse de que está distraída. Entonces se desliza terraplén abajo (el mismo que luego usará Marylee para buscar a su hermana). Addie no lo oye: la cascada cubre el ruido de los movimientos de Quinn. ¿Cómo evitar que lo vea? Pues no bien lo vea se dará cuenta del peligro, protestará, gritará. No, la hace callar con un revólver. Addie oye algo, levanta la vista, ve a Quinn que rápidamente se acerca al reborde, apuntándola con un revólver. La empuja de la cascada, la sumerge, la deja bajo el agua: un bautismo final.<br />Era posible. Pero el amanecer, y el comienzo del tráfico neoyorquino, disminuyeron mi entusiasmo por mi febril fantasear, hundiéndome rápidamente en la realidad, ese descorazonador abismo.<br />Jake no tenía alternativa: como Quinn, se había propuesto una tarea apasionada, y esta tarea, su deber humano, era demostrar que Quinn era culpable de diez muertes indecentes, en especial de la muerte de una mujer cálida y afable con la que quería casarse. Pero a menos que Jake desarrollara una teoría más convincente que la tramada por mi propia imaginación, preferiría olvidarla: me satisfacía, para quedarme dormido, el veredicto sensato del forense: Muerte accidental por asfixia.<br />Una hora después estaba totalmente despierto, víctima del cambio de horario. Despierto, pero cansado, preocupado, y muerto de hambre. Por supuesto, debido a mi prolongada ausencia, no había nada comestible en la heladera. Leche cortada, pan rancio, bananas negras, huevos podridos, naranjas arrugadas, manzanas secas, tomates podridos, una torta de chocolate cubierta de hongos. Me hice una taza de café, le agregué cognac, y con eso como fortificante, examiné mi correspondencia acumulada. Mi cumpleaños había sido el 30 de setiembre, y unos pocos habían enviado tarjetas de felicitaciones. Uno de ellos era Fred Wilson, el detective retirado y amigo mutuo que me había presentado a Jake Pepper. Sabía que estaba familiarizado con el caso de Jake, que Jake lo consultaba a menudo, pero por alguna razón nunca habíamos discutido el asunto, omisión que decidí rectificar llamándolo inmediatamente.<br />TC: ¿Hola? ¿Puedo hablar con Mr. Wilson, por favor?<br />FRED WILSON: Con él habla.<br />TC: ¿Fred? Suenas como si tuvieras un fuerte resfrío.<br />FRED: Así es. Una peste.<br />TC: Gracias por la felicitación de cumpleaños.<br />FRED: Ah. No tenías que gastar dinero en una comunicación para agradecérmela.<br />TC: Bueno, quería hablarte de Jake Pepper.<br />FRED: Debe de haber algo de verdad en esto de la telepatía. Estaba pensando en Jake cuando sonó el teléfono. Sabes que el Departamento le ha dado licencia. Están tratando de alejarlo del caso.<br />TC: Está de vuelta ahora.<br />(Después de repetirle la conversación que había tenido la noche anterior, Fred me hizo varias preguntas, la mayoría acerca de la muerte de Addie Mason y las opiniones de Jake al respecto.)<br />FRED: Me sorprende mucho que el Departamento le permitiera volver allí. Jake es el tipo de mente más clara que conozco.<br />No hay nadie en nuestro oficio que respete más que a Pepper. Pero ha perdido el juicio. Se ha estado golpeando la cabeza contra la pared todo este tiempo, hasta perder el sentido. Claro que es terrible lo que le pasó a la novia. Pero fue un accidente. Se ahogó. Jake no quiere aceptar eso, dice a los gritos que fue un asesinato. Y acusa al tal Quinn.<br />TC (con resentimiento): Jake puede tener razón. Es posible.<br />FRED: Y también es posible que el hombre sea ciento por ciento inocente. En realidad, ése es el consenso general. He hablado con tipos del Departamento de Jake, y dicen que no podrían aplastar ni a una mosca con la evidencia que tienen. Que era bastante embarazosa la situación. Y el mismo jefe de Jake me dijo que él no creía que Quinn hubiera matado a nadie.<br />TC: Mató a dos ladrones de ganado.<br />FRED (risitas, luego un ataque de tos): Bueno, señor. Eso no es matar en realidad. Por estas partes, por lo menos.<br />TC: Excepto que no eran ladrones, sino dos jugadores de Denver. Quinn les debía dinero. Y lo que es más no creo que la muerte de Addie haya sido accidental. (Desafiante, con sorprendente autoridad, le relaté el "asesinato" tal cual lo había imaginado. Las ideas descartadas con la primera luz del día me parecían ahora no sólo plausibles, sino vívidamente convincentes: Quinn había seguido a las hermanas hasta Sandy Cove, se había ocultado entre los árboles, debajo del terraplén, amenazado a Addie con un revólver y la había agarrado, ahogándola.)<br />FRED: Ésa es la historia de Jake.<br />TC: No.<br />FRED: ¿Es algo que imaginaste tú?<br />TC: Más o menos.<br />FRED: Igual, es la historia de Jake. Espera, tengo que sonarme la nariz.<br />TC: ¿Qué quieres decir con eso de que "es la historia de Jake"?<br />FRED: Como te dije, debe haber algo de verdad en esto de la telepatía. Con algún detalle más o menos, es la historia de Jake. Hizo un informe para el Departamento, y me mandó una copia. Y así es como reconstruyó los hechos. Quinn vio el auto, las siguió...<br />(Fred continuó. Sentí una oleada de vergüenza. Me sentí como un escolar al que descubren copiando en un examen. Irracionalmente, en lugar de echarme la culpa, se la endilgué a Jake. Estaba enojado con él por no haber provisto una solución coherente abatido porque sus conjeturas no fueran mejores que las mías. Confiaba en Jake, el profesional, y me sentía deprimido al ver fluctuar esa confianza. Pero era un invento tan descabellado, todo esto de Quinn, Addie y la cascada. Aun así, a pesar de los comentarios destructivos de Fred Wilson. yo sabía que la fe básica que yo tenía en Jake era justificada.) El Departamento está en una situación difícil. Tienen que sacar a Jake de este caso. Él se ha descalificado a sí mismo. ¡Oh, luchará contra ellos! Pero es por su propia reputación. Por seguridad también. Una noche, después que murió su novia, me llamó a las cuatro de la mañana. Más borracho que cien indios bailando en un maizal. Todo se reducía a que iba a desafiar a Quinn a un duelo. Lo llamé para ver cómo estaba al día siguiente. El hijo de puta ni siquiera se acordaba de que me había llamado.<br />La ansiedad, como dice cualquier psiquiatra costoso, es causada por la depresión, pero la depresión, como dirá el mismo psiquiatra en una segunda visita, después que se ha pagado otra sesión, es causada por la ansiedad. Toda esa tarde giré en ese monótono círculo vicioso. Para la noche, los dos demonios se habían combinado. Mientras la ansiedad copulaba con la depresión, yo miraba la controvertida invención de Mr. Bell temiendo el momento de llamar al hotel Prairie y oír que Jake me decía que el Departamento lo había retirado del caso. Por supuesto, podría haberme sentido mejor después de una buena comida, pero ya había abolido el hambre comiendo la torta de chocolate con la cobertura de hongos. También podría haber ido a ver una película y fumado un cigarrillo de marihuana. Pero cuando uno se siente así, el único remedio es llevarle la corriente: aceptar la ansiedad, seguir deprimido, relajarse, dejarse llevar donde sea.<br />OPERADORA: Buenas noches, motel Prairie. ¿Mr. Pepper? Eh, Ralph, ¿has visto a Jake Pepper? ¿En el bar? Hola, la persona que llama está en el bar. Lo conecto.<br />TC: Gracias.<br />(Recordé el bar del Prairie; a diferencia del motel, tenia cierto encanto, propio de una tira cómica. Los clientes eran vaqueros, las paredes de cuero crudo, decoradas con posters de chicas y sombreros mexicanos; el baño de hombres era para TOROS, mientras que el de mujeres decía BELLAS. Había un tocadiscos automático con música del oeste. Al oír esa música, me di cuenta de que el barman me había contestado.)<br />BARMAN: ¡Jake Pepper! ¡Lo llaman por teléfono! Hola, señor, quiere saber quién es.<br />TC: Un amigo de Nueva York.<br />VOZ DE JAKE (lejana, cada vez más fuerte, a medida que se acerca al teléfono): Claro que tengo amigos en Nueva York. En Tokio, Bombay. ¡Hola, amigo de Nueva York!<br />TC: Parece alegre.<br />JAKE: Tan alegre como el mono de un mendigo.<br />TC: ¿Puede hablar? ¿O lo llamo más tarde?<br />JAKE: Está bien. Hay tanto ruido que nadie me oye.<br />TC (inciertamente, cuidando no abrir la herida): ¿Cómo van las cosas?<br />JAKE: No tan bien.<br />TC: ¿Por el Departamento?<br />JAKE (intrigado): ¿El Departamento?<br />TC: Bueno, se me ocurrió que le causaba dificultades.<br />JAKE: No me causa ninguna dificultad. Yo a ellos, sí. Un montón de imbéciles. No, es ese cabeza de alcornoque de Jaeger.<br />Nuestro adorado jefe de correos. Es un gallina. Quiere escapar del gallinero. Y no sé cómo detenerlo. Pero tengo que hacerlo.<br />TC:¿Porqué?<br />JAKE: "El tiburón necesita carnada".<br />TC: ¿Ha hablado con Jaeger?<br />JAKE: Durante horas. Está conmigo en este momento. Sentado en un rincón como un conejito blanco listo para meterse en el agujero.<br />TC: Bueno, lo comprendo.<br />JAKE: Yo no puedo darme ese lujo. Tengo que convencer a este timorato. ¿Cómo? Tiene sesenta y cuatro años, un montón de dinero, y está a punto de retirarse. Es soltero. ¡Su pariente más cercano es Bob Quinn! Por Dios. Y oiga esto: Todavía no cree que fue Quinn. Dice sí, tal vez alguien quiere hacerme daño, pero no puede ser Bob Quinn, que es de mi propia sangre. Hay una sola cosa que lo hace pensar.<br />TC: ¿Algo relacionado con el paquete?<br />JAKE: Ahá.<br />TC: ¿La letra? No, eso no puede ser. Debe ser la foto.<br />JAKE: Ha dado en el blanco. Esta foto es diferente. No es como las otras. Por empezar, tiene veinte años. Fue tomada en la Feria del Estado. Jaeger marcha en un desfile de kiwanis, y lleva un sombrero de kiwanis. Quinn sacó esa foto. Jaeger dice que él vio cuando se la tomaba. Se acuerda porque pidió a Quinn que le diera una copia, cosa que Quinn nunca hizo.<br />TC: Eso debería hacer cambiar de opinión al jefe de correos. Supongo que no impresionaría a un jurado.<br />JAKE: En realidad, no impresiona al jefe de correos.<br />TC: Pero, ¿está asustado como para querer irse del pueblo?<br />JAKE: Está asustado, seguro. Pero aunque no lo estuviera, no hay nada que lo detenga aquí. Dice que siempre planeó pasar los últimos años de su vida viajando. Mi trabajo es demorar ese viaje. Indefinidamente. Pero es mejor que no deje tanto tiempo solo a mi conejito. Deséeme suerte. Y manténgase en contacto.<br />Le deseé suerte, pero no la tuvo. A la semana, el detective y el jefe de correos se separaban: uno iniciaba un viaje por el mundo, al otro el Departamento le quitaba el caso. Las notas siguientes son extractos de mis diarios personales entre 1975 y 1979.<br />20 de octubre de 1975: Hablé con Jake. Muy amargado, desparrama veneno en todas direcciones. Dijo: "Por dos alfileres y un dólar de la Confederación", se iría del Departamento, renunciaría, se trasladaría a Oregon a trabajar en la granja de su hijo. "Pero mientras siga con el Departamento, siempre tendré un poco de influencia". Además, si renunciara ahora, perdería su jubilación, un beau geste que no puede permitirse el lujo de hacer.<br />6 de noviembre de 1975: Hablé con Jake. Me dijo que había una epidemia de robo de ganado en la zona noroeste del Estado. Roban el ganado de noche, lo cargan en camiones y lo llevan a las Dakotas. Dijo que él y otros agentes habían pasado estas últimas noches al sereno, escondidos entre el ganado, esperando a los ladrones, que no aparecieron. "¡Hace frío allí! Ya estoy viejo para estas cosas." Me dijo que Marylee Connor se mudó a Sarasota.<br />25 de noviembre de 1975: Día de Acción de Gracias. Me desperté esta mañana y pensé en Jake. Hace justo un año que descubrió su "suerte": fue a comer a lo de Addie, y ella le contó de Quinn y del río Azul. Decidí no llamarlo; podía agravar, en lugar de aliviar, las dolorosas ironías relacionadas con este aniversario. Llamé a Fred Wilson y a su esposa, Alice, para desearles bon appétit. Fred me preguntó por Jake. Le dije que la última vez que supe de él estaba atareado persiguiendo a los ladrones de ganado. Fred dijo: "Sí, lo hacen trabajar como loco. Tratan de que no piense en ese otro caso, el que los agentes del Departamento llama Víboras de cascabel'. Han nombrado a un tipo joven llamado Nelson, para guardar las apariencias. Legalmente, el caso sigue abierto, pero en la práctica, el Departamento lo ha cerrado".<br />5 de diciembre de 1975.- Hablé con Jake. Lo primero que me dijo fue: "Se alegrará de saber que el jefe de correos está sano y salvo en Honolulú. Ha enviado postales a todo el mundo. Estoy seguro de que le ha mandado una a Quinn. Bueno, él fue a Honolulú, yo no pude. Sí, la vida es extraña", dijo que seguía en el "caso de robo de ganado. Y harto. Debería unirme a los ladrones. Ganan cien veces más que yo".<br />Diciembre 20 de 1975. Recibí una tarjeta de Navidad de Marylee Connor. Dice: ¡Sarasota es maravilloso! Éste es el primer invierno que paso en un lugar cálido, y puedo decir con honestidad que no echo de menos mi hogar, ¿Sabía que Sarasota es famoso porque aquí pasa todo el invierno el circo de los hermanos Ringling? Mi prima y yo vamos a menudo a ver los ensayos. ¡Es divertidísimo! Nos hemos hecho amigas de una rusa que entrena acróbatas. Feliz Año Nuevo. Acompaño un pequeño regalo. El regalo era una instantánea, sacada por un aficionado, de Addie a los dieciséis años, en un jardín florido, luciendo un vestido blanco de verano, con una cinta en el pelo, haciendo juego y un gatito blanco entre los brazos. Lo acuna como si fuera tan frágil como el follaje que la rodea. El gatito está bostezando. En el reverso de la foto Marylee había escrito: Adelaide Minerva Mason. Nacida el 14 de junio de 1939. Convocada el 29 de agosto de 1975.<br />1° de enero de 1976: Llamó Jake: "¡Feliz Año Nuevo!". Sonaba como un sepulturero que se cava su propia fosa. Dijo que había pasado la víspera de Año Nuevo leyendo David Copperfield. "El Departamento organizó una gran fiesta. Pero yo no fui. Sabía que si iba me emborracharía y me pelearía con algunos. Borracho o sobrio, cuando estoy cerca del jefe tengo que contenerme para no tirarle con algo". Le conté que había recibido una tarjeta de Marylee para Navidad y describí la foto de Addie y Jake me dijo que Marylee le había mando otra igual a él:"Pero ¿qué quiere decir? Eso que escribió,'Convocada'". Cuando traté de interpretarlo, tal cual lo entendía yo. Me interrumpió con un gruñido: era demasiado imaginativo para él. Dijo: "Quiero a Marylee. Siempre he dicho que es muy buena. Pero simple. Un poquito simple".<br />5 de febrero de 1976: La semana pasada compré un marco para la foto de Addie. La puse en mi dormitorio, sobre una mesa. Ayer la metí en un cajón. Me perturbaba: estaba demasiado viva, en especial por el bostezo del gatito.<br />14 de febrero de 1976: Recibí tres tarjetas para el Día de San Valentín, una de una vieja maestra, Miss Wood, otra de mi contador, y la tercera que decía Cariños firmada por Bob Quinn. Una broma, por supuesto. ¿Será su idea de humor negro?<br />15 de febrero de 1976. Llamé a Jake, y me confesó que sí que él me había mandado una tarjeta. Le dije que estaría borracho. Él dijo: "Sí".<br />20 de abril de 1976: Una breve misiva de Jake escrita en papel del motel Prairie:<br />Hace dos días que estoy aquí, escuchando chismes, casi todos del café Okay. El jefe de correos sigue en Honolulú. Juanita Quinn tuvo un ataque bastante fuerte. Me gusta Juanita, de modo que lo sentí. Su marido sigue tan fuerte como un toro. Así me gusta. No quiero que le pase nada a Quinn hasta que yo le aseste el golpe final. El Departamento habrá olvidado el asunto, pero yo no. Nunca me olvidaré. Cordialmente...<br />10 de julio de 1976: Llamé a Jake anoche, pues hacía más de dos meses que no tenía noticias suyas. El hombre con quien hablé es una nueva persona o más bien, el viejo Jake Pepper, vigoroso, optimista, como si por fin hubiera emergido de un sopor alcohólico, con los músculos descansados, listos para actuar. Me enteré rápidamente de lo que lo había despertado: "Tengo un gran caso. Una maravilla". Si bien el caso contenía un elemento intrigante era, por otra parte, un asesinato común y corriente, o así me pareció a mí. Un hombre joven, de veintidós años, vivía solo en una granja modesta, con un abuelo anciano. Esa primavera el nieto mató al anciano para heredar la propiedad y robar el dinero que la víctima, un viejo avaro, había escondido en el colchón. Los vecinos se dieron cuenta de la desaparición del granjero y vieron que el joven se había comprado un auto flamante. Notificaron a la policía, y pronto se descubrió que el nieto, que no podía explicar la repentina y total desaparición de su pariente, había comprado el auto en efectivo, con billetes viejos. El sospechoso no admitía ni negaba haber matado a su abuelo, aunque las autoridades estaban seguras de que era culpable. La dificultad era que no se encontraba el cadáver. Sin el cuerpo, no podían arrestarlo. Por más que buscaban, la víctima seguía sin aparecer. La policía local pidió ayuda al Departamento de Investigaciones del Estado, y designaron a Jake para que se ocupara del caso. "Es fascinante. El chico es tan inteligente como el diablo. No sé qué le hizo al viejo, pero sí que es algo diabólico. Y si no encontramos el cuerpo, seguirá libre de culpa y cargo. Pero estoy seguro de que está en alguna parte de la granja. Sé, instintivamente, que cortó al abuelo en pedacitos y enterró las partes en distintos lugares. No necesito más que la cabeza. La encontraré aunque tenga que arar la granja entera. Hectárea por hectárea. Centímetro por centímetro". Después de cortar, sentí enojo, y celos, no un simple ataque, sino verdadera furia, como si me hubiera enterado de la traición de un amante. En verdad, no quiero que Jake esté interesado en ningún otro caso, sino en el que me interesa a mí.<br />20 de julio de 1976: Un telegrama de Jake: Tengo cabeza una mano dos pies punto me voy de pesca Jake. ¿Por qué me habrá enviado un telegrama, en lugar de llamarme por teléfono? ¿Se imaginará que me agravia su éxito? Estoy contento, porque sé que su orgullo ha sido parcialmente reparado. Espero que haya ido a pescar cerca del río Azul, nada más.<br />22 de julio de 1976: Escribí una carta de felicitación a Jake y le dije que me voy al extranjero por tres meses.<br />20 de diciembre de 1976: Una tarjeta de Navidad de Sarasota: "Si alguna vez anda por aquí, venga por favor a visitarme. Dios lo bendiga. Marylee Connor".<br />22 de febrero de 1977: Una nota de Marylee:"Sigo suscripta al diario local de mi ciudad, y he pensado que el recorte que acompaño podría interesarle. He escrito a su esposo. Me envió una carta tan hermosa para el accidente de Addie". El recorte era la necrología de Juanita Quinn. Había muerto mientras dormía. Sorprendentemente, no hubo funeral ni entierro porque la muerta había pedido que la cremaran y esparcieran sus cenizas en el río Azul.<br />23 de febrero de 1977: Llamé a Jake. Dijo, con cierta timidez: "¡Hola, socio! ¡Tanto tiempo!". En realidad le había enviado una carta desde Suiza, que no contestó, y lo había llamado por teléfono dos veces, sin encontrarlo, durante la temporada de Navidad. "Oh, sí, estaba en Oregon". Luego llegamos al tema: la muerte de Juanita Quinn. Como era de esperar, dijo: "Me huele mal". Cuando le pregunté por qué, agregó: "Las cremaciones siempre huelen mal". Hablamos un cuarto de hora más, pero noté que para él representaba un esfuerzo. Tal vez le hago acordar de cosas que, a pesar de su fortaleza moral, empieza a querer olvidar.<br />10 de julio de 1977: Llamó Jake, enloquecido de alegría. Sin preámbulo, me anunció: "Como le dije, las cremaciones siempre me huelen mal. ¡Bob Quinn se ha casado! Bueno, todo el mundo sabía que tenía otra familia, una mujer y cuatro hijos. Los mantenía escondidos en Appleton, un lugar a unos ciento cincuenta kilómetros al sudoeste. La semana pasada se casó con la dama. Ha traído a mujer y cría a la estancia, pavoneándose como un gallo. Juanita se revolvería en la tumba. De tener una tumba". Estúpidamente, aturdido por la historia de Jake, le pregunté: "¿Qué edad tienen los hijos". Me contestó: "La menor tiene diez y la mayor diecisiete. Todas mujeres. El pueblo está conmocionado. Los asesinatos no los escandalizan, un par de homicidios no les molesta. Pero que su caballero andante, su gran Héroe de Guerra, se aparezca con su descarada ramera y sus cuatro bastardas es demasiado para sus mentes presbiterianas". Yo le dije: "Las hijas me dan lástima. Y la mujer también". Jake me replicó: "Yo me guardo la lástima para Juanita. Si existiera el cuerpo, y pudiera exhumarse, apuesto a que el forense encontraría una buena dosis de nicotina en él". Yo dije: "Lo dudo. No haría daño a Juanita. Era una alcohólica. Él era su salvador. La amaba". Lentamente, Jake preguntó: "¿Supongo que pensará que no tuvo nada que ver con la muerte de Addie?". Respondí: "Era su intención matarla. Lo hubiera hecho. Pero ella se ahogó". Jake acotó: "Ahorrándole el trabajo. Está bien. Explique lo de Clem Anderson. Lo de los Baxter". "Sí, todo fue obra de Quinn", señalé. "Tuvo que hacerlo él. Es un mesías con un deber que cumplir". Jake dijo: "Entonces, ¿por qué permitió que el jefe de correos se le deslizara entre los dedos?". Repliqué: "¿Será así? Yo creo que el viejo Mr. Jaeger tiene una cita con la muerte. Quinn se le cruzará por el camino algún día. Quinn no puede descansar hasta que eso suceda. No es cuerdo, sabe". Jake colgó, pero no sin antes de preguntarme, con mordacidad: "Y usted, ¿lo es?".<br />15 de diciembre de 1977. Vi una billetera negra de cocodrilo en la vidriera de una casa de empeños. Estaba en muy buenas condiciones y llevaba las iniciales J.P. La compré, y como nuestra última conversación había terminado mal (él estaba enojado, aunque yo no), se la mandé como regalo de Navidad y ofrenda de paz al mismo tiempo.<br />22 de diciembre de 1977: Una tarjeta de Navidad de la fiel Mrs. Connor: ¡Estoy trabajando para el circo! No, no soy acróbata. Sino recepcionista. ¡Es divertidísimo! Mis mejores deseos para el Año Nuevo.<br />17 de enero de 1978: Un garrapateo de cuatro líneas, de Jake, agradeciéndome la billetera. Lacónica, inadecuadamente. Sé entender una indirecta. No volveré a escribir, ni a llamarlo.<br />20 de diciembre de 1978: Una tarjeta de Marylee Connor, nada más que la firma. Nada de Jake.<br />12 de setiembre de 1979: Fred Wilson y su mujer estuvieron en Nueva York la semana pasada, de paso para Europa (su primer viaje), felices como en su luna de miel. Los invité a comer afuera. La conversación giró en torno de los agitados preparativos del viaje inminente hasta que, mientras elegíamos el postre, Fred dijo: "No has mencionado a Jake". Simulé sorprenderme dije, con tono casual, que hacía más de un año que no tenía noticias suyas. Astutamente, Fred preguntó: "¿Se han disgustado?". Yo me encogí de hombros: "No hubo ninguna pelea, aunque no siempre hemos coincidido en nuestros puntos de vista". Luego Fred dijo: "Jake ha tenido problemas de salud últimamente. Enfisema. Se jubilará a fin de mes. No es que me meta, pero me parece que sería bueno que lo llamaras. Necesita que lo alienten".<br />14 de setiembre de 1979: Siempre estaré agradecido a Fred Wilson. Hizo que me tragara el orgullo y llamara a Jake. Hablamos esta mañana: era como si hubiéramos hablado ayer, y anteayer también. No parece que hubiera habido una interrupción en nuestra amistad. Confirmó la noticia de su jubilación:"¡Me faltan sólo dieciséis días!". Dijo que pensaba vivir en Oregon, con su hijo. "Pero antes pasaré un par de días en el motel Prairie. Tengo que terminar un trabajito en ese pueblo. Hay unos informes en los tribunales que quiero robar para mi fichero. ¡Escuche! ¿Por qué no vamos juntos? Volvemos a reunimos. Podría esperarlo en Denver, y seguiríamos viaje en auto". Jake no tuvo que obligarme. Si él no me hubiera invitado, yo le habría sugerido la idea: muchas veces, dormido o despierto había soñado con volver a ese melancólico pueblo, porque quería volver a ver a Quinn, quería conversar con él, los dos a solas. Era el dos de octubre.<br />Jake, que no aceptó mi invitación de que me acompañara, me prestó el auto, y después del almuerzo salí del motel Prairie para cumplir con mi cita en el establecimiento de campo B.Q. Recordé la última vez que recorrí esas tierras: la luna llena, los campos nevados, el frío cortante, el ganado apretujado, reunido en grupos, el aliento tibio que empañaba el aire ártico. Ahora, en octubre, el paisaje era, gloriosamente, diferente: la carretera de asfalto parecía un angosto mar negro que separaba un continente dorado. A cada lado, resplandecían los rastrojos, blanqueados por el sol, del trigo segado, con vetas de amarillo aquí y allá, como sombras oscuras bajo un cielo sin nubes. Había toros haciendo cabriolas entre el pasto, y vacas, entre ellas madres con terneritos, comiendo y dormitando.<br />A la entrada a la estancia vi a una jovencita recostada contra el letrero de las hachas cruzadas. Sonrió, y me indicó con la mano que parara.<br />JOVENCITA: ¡Buenas tardes! Soy Nancy Quinn. Mi papá me envió a que lo esperara.<br />TC: Bueno, gracias.<br />NANCY QUINN (abriendo la portezuela del auto y subiendo): Está pescando. Tendré que mostrarle dónde está. (Era un alegre marimacho de doce años, de dientes prominentes. Llevaba el pelo castaño rojizo bien corto, y tenía pecas por todas partes. Todo su atavío era un viejo traje de baño. Una de sus rodillas estaba envuelta en un vendaje sucio.)<br />TC (refiriéndose al vendaje): ¿Te lastimaste?<br />NANCY QUINN: No. Bueno, alguien me tiró.<br />TC: ¿Te tiró?<br />NANCY QUINN: Bad Boy me tiró. Es un caballo muy malo. Por eso se llama sí. Ha tirado a todos los chicos del campo. Y a la mayoría de los tipos grandes, también. Yo dije: Bueno, a que yo puedo montarlo. Y lo hice. Pero por dos segundos. ¿Ha estado antes aquí?<br />TC: Una vez. Hace años. Pero era de noche. Me acuerdo de un puente de madera...<br />NANCY: ¡Está allí, más adelante!<br />(Cruzamos el puente. Por fin pude ver el río Azul, aunque por muy poco tiempo, y de una manera tan borrosa como debe ver el picaflor en sus revoloteos. Lo tapaban los árboles con las ramas caídas hacia el agua. Los mismos que entonces no tenían hojas, ahora resplandecían de oscuro follaje otoñal.) ¿Ha estado en Appleton?<br />TC: No.<br />NANCY QUINN: ¿Nunca? Qué gracioso. No conozco a nadie que no haya estado en Appleton.<br />TC: ¿Me he perdido algo?<br />NANCY QUINN: Bueno, es muy lindo. Nosotros vivíamos allí antes. Pero me gusta más vivir aquí. Se puede andar sola y hacer lo que una quiere. Pescar. Matar coyotes. Papá me dijo que me daría un dólar por cada coyote que matara, pero después de pagarme más de doscientos dólares, lo ha rebajado a diez centavos. Bueno, no necesito dinero. No soy como mis hermanas, No hacen más que mirarse al espejo. Tengo tres hermanas, y le diré que no son felices aquí. No les gustan los caballos. Odian todo. No piensan más que en muchachos. Cuando vivíamos en Appleton, no veíamos muy seguido a papá. No más que una vez por semana. Se ponían perfume y se pintaban la boca, y tenían muchos novios. Mi mamá no decía nada. Le gusta arreglarse y parecer bonita. Pero mi papá es muy estricto. No quiere que tengan novios. Ni que se pinten la boca.<br />Una vez algunos amigos vinieron de Appleton, y mi papá los esperó en la puerta con una escopeta. Les dijo que la próxima vez que los vea en su propiedad les hará saltar la cabeza de un tiro. ¡Cómo dispararon esos tipos! Las chicas se enfermaron de tanto llorar. A mí me causó mucha gracia. ¿Ve esa bifurcación en el camino? Pare allí.<br />(Detuve el auto. Los dos nos bajamos. La jovencita señaló un claro entre los árboles: un sendero oscuro, cubierto de hojas, que bajaba.) Vaya por allí.<br />TC (de repente, con miedo de estar solo): ¿No vienes conmigo?<br />NANCY QUINN: Mi padre no quiere nadie cerca cuando habla de negocios.<br />TC: Bueno, gracias de nuevo.<br />NANCY QUINN: ¡El placer fue mío! Se alejó, silbando.<br />En partes, las ramas eran tan bajas que tenía que doblarlas, y protegerme la cara del roce de las hojas. Los pantalones se me enredaban en las zarzas y extrañas espinas. Por encima de los árboles se oía el graznido de los cuervos. Vi un búho. Es extraño ver un búho a la luz del día. Parpadeó, pero no se movió. En un momento dado casi tropiezo con un avispero: en un hueco del tronco de un árbol había un hervidero de avispas negras. Todo el tiempo oía el río, como un lento y suave rugido. De repente, en un recodo del sendero, lo vi. Vi a Quinn, también.<br />Tenia puesto un traje de goma, y sostenía en alto una flexible caña de pescar, como si fuera la varita de un director de orquesta. Estaba metido en el agua hasta la cintura. Se veía su cabeza, sin sombrero, de perfil. Su pelo ya no tenía vetas grises, sino que era totalmente blanco, como la espuma del agua que rodeaba su cintura. Tuve ganas de dar media vuelta y echar a correr, pues la escena era tan parecida a esa otra, le hacía mucho tiempo, cuando el doble de Quinn, el reverendo Billy Joe Snow, me esperaba, metido en el agua hasta la cintura. De repente oí mi nombre: era Quinn que me llamaba, haciéndome señas mientras vadeaba en dirección a la orilla, pensé en los toros jóvenes que había visto pavonearse en los pastos dorados. Quinn, resplandeciente en su traje de goma, me hacia acordar a ellos: vital, poderoso, peligros. Con excepción del pelo blanco, no había envejecido ni un ápice. En realidad, parecía varios años más joven, un hombre de cincuenta años perfectamente saludable.<br />Sonriendo, se puso en cuclillas sobre una roca, y me indicó que me acercara. Me enseñó las truchas que había pescado:<br />-No muy grandes, pero son sabrosas.<br />Nombré a Nancy. Sonrió y dijo:<br />-Nancy. Oh, sí. Es una buena chica. —No agregó nada. No se refirió a la muerte de su mujer, ni al hecho de que se había vuelto a casar: pensaba que estaba al tanto de la historia reciente.—Me sorprendió que me llamara.<br />-¿Sí?<br />-No sé. Me sorprendí. ¿Dónde se aloja?<br />-En el motel Prairie. ¿En dónde más?<br />Después de un silencio, con cierta timidez, me preguntó: — ¿Jake Pepper está con usted?<br />Asentí.<br />-Alguien me dijo que dejaba el Departamento.<br />-Sí. Se va a vivir a Oregon.<br />-Bueno, supongo que ya no lo veré más. Qué lástima. Pudimos ser muy buenos amigos. De no ser por todas esas sospechas. Maldito sea, hasta pensó que había ahogado a Addie Mason - Rió. Luego frunció el entrecejo. -Yo veo así, las cosas: fue la mano de Dios. -Levantó su propia mano, y el río, visto entre sus dedos separados, pareció entretejerse como una cinta oscura. -La obra de Dios. Su voluntad.</div><div align="left"><br /><strong>Truman Capote</strong><br /> </div>alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-90021852287619841352009-08-15T13:18:00.000-07:002009-08-15T13:29:14.884-07:00Feretros tallados a mano<div align="center"><br /><strong>Féretros tallados a mano</strong></div><div align="left">Truman Capote<br /><br /><em>Prólogo<br /></em>Aquí y allá, en prólogos, prefacios, entrevistas o raptos confesionales, Truman Capote (estadounidense, 1924-1984) dejó bien en claro quién había sido desde pequeño, o al menos quién iba a ser para nosotros. Cada vez que viene al caso, es decir todo el tiempo, recuerda que su memoria comienza con una evidencia: él quería ser escritor. Mientras los demás se perdían en el duro oficio de la infancia, Capote afinaba los lápices y se proyectaba en una página. Tenaz desde muchacho, este entrenamiento calificado lo puso en la pista bien temprano. Antes de cumplir veinte años publicaba sus cuentos en las mejores páginas norteamericanas, y ya a los veinticuatro aparecía su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, bien recibida por el público y la crítica, un juicio calificado que el tiempo habría de perpetuar. A partir de entonces, con la certeza de estar en el lugar y en el destino correctos, comenzaría una producción que, como él también nos dice, tendría altos y bajos. Sin embargo seria tan equilibrada en sus alternancias que los picos que periódicamente alcanzó su obra sepultan en la memoria cualquier desfallecimiento o mal paso, y uno termina que ambos, altos y bajos, son fundamentales en el proceso de depuración y expansión a nuevos terrenos que constituye la escritura de Capote. Baste hacer una enumeración elocuente en cuanto a páginas ejemplares: Desayuno en Tiffany's, Un árbol de la noche, A sangre fría, Música para camaleones, cuatro libros que son cuatro tonos distintos, pacientemente diferenciados y llevados a su culminación, cuatro mundos para cuatro escritores que confluyen solo en él. Esto, por un lado, habla de un dotado. Aunque en cierta forma eso es lo de menos. Lo que cuenta quizás es el peso de haber descubierto muy tempranamente su verdad, la de ser escritor, y que ésta se manifestara en la forma de la inquietud permanente, de una pregunta que apremia: ¿qué es ser un escritor? ¿De cuántas formas puede alcanzar la maestría en su oficio? ¿Cómo se define su estilo? Queda claro que no es una pregunta sino varias, y Truman Capote va a ir respondiendo a sus propios interrogantes con una escritura y un mundo narrativo que no paran de corregirse a si mismos, buscando su lugar escalando cimas diversas y bajando de ellas abruptamente y volviendo a visitarlas con espíritu renovado y con una mirada impiadosa que extrae un aprendizaje y lo extiende a su próximo logro. Así desde Otras voces, otros ámbitos a Música para camaleones pasará del lirismo al despojamiento, de narradores que conceden y disfrutan la sensualidad a otros que hacen de la crudeza y la observación clínica una cuestión de principios literarios; de los paisajes sureños, con sus mitos decadentes y siempre un tanto hidalgos, al corazón de la locura norteamericana que se expurga en A sangre fría. Y sin duda A sangre fría es su monumento, una novela que divide sus aguas tanto en lo artístico como en lo personal, y que estrella su literatura contra la realidad. De ese encuentro, de ese matrimonio tormentoso entre la ficción y la no ficción, él tiene la licencia. Es absurdo discutir, como se hizo durante muchos años, la legitimidad ficcional de una novela basada puntillosamente en hechos reales y que relata paso a paso un crimen, sus antecedentes y consecuencias. No cabe duda que en el tema mismo Capote encontró un morbo seductor y un buen vehículo para retratar las debilidades monstruosas del patético sueño americano. Pero más cierto aún es que en ese pozo sin forma racional que uno sospecha es la mente de un asesino, había un abismo donde volcar al mismo tiempo los riesgos de la mirada psicológica (con sus excesos y tonterías) y poner en juego un estilo que debía narrar lo que parecía innarrable. Es decir, contar esa historia, escribir ese libro exigía un gusto especial por los emprendimientos temerarios y la sospecha de que para escribir la gran novela americana había que exponer la resistencia personal y olvidar todos los trucos aprendidos en años de escritura. Y él era la persona indicada para hacerlo.<br /></div><div align="left">Ese libro es su monumento por lo que es y por aquello que escribirlo le hizo aprender como escritor. Paradójicamente la salida airosa de esa pesadilla (airosa en lo literario, porque los efectos que tendría en su vida la convivencia de varios años con ese material y las largas visitas en la cárcel a los asesinos han sido más que complejos) lo dejó en un lugar privilegiado para fracasar en el futuro. Podría haber seguido usando una fórmula que se había inventado y con ella producir un par de novelas cómodas y exitosas. No fue el caso, y lo que siguió a esto fue la búsqueda obsesiva de nuevas formas de maestría. Metódico y leal a sus propias conquistas, tras eso seguirá trabajando en esa zona donde se encuentran, para mezclarse sin confundirse, la ficción, la no ficción y los terrenos menos explorados de la escritura periodística. Dentro de esta línea, puede ubicarse "Féretros tallados a mano", una pieza magistral, también basada en un hecho real, que muestra una manera diametralmente opuesta de enfrentarse a una atroz historia criminal. Es cierto que la lectura de esta obra no nos muestra a todo Capote, que no es un compendio de los diversos registros que abordó y consumó, y que al publicar solo esta nouvelle por una limitación de espacio nos perdemos de disfrutarlo ejerciendo su genio en otros ámbitos literarios. Pero este texto tiene un punto a su favor que lo defiende y libera de todos las ausencias a que su presencia obliga: es una pequeña obra maestra de principio a fin.<br />Fernando Fagnani<br /></div><div align="left"> </div><div align="left"><strong> Féretros tallados a mano<br /></strong><em> Narración verídica de un crimen americano<br /> Marzo de 1975<br /></em> <br />Un pueblo en un pequeño Estado del oeste. Un centro para las numerosas granjas y establecimientos de cría de ganado que rodeaban a este pueblo con una población de menos de diez mil, con doce iglesias y dos restaurantes. El cine, aunque no ha dado ni una película en diez años, todavía sigue en pie, austero e inhospitalario en la calle principal. Una vez también hubo un hotel, pero ha sido cerrado, y hoy en día el único lugar donde puede alojarse un viajero es el motel Prairie. El motel es limpio y los cuartos bien calefaccionados; más no puede decirse. Un hombre llamado Jake Pepper vive en él desde hace casi cinco años. Tiene cincuenta ocho años, y es un viudo con cuatro hijos grandes. Es más bien bajo, de muy buena salud y parece tener quince años menos. Un rostro común pero agradable, ojos azules y una boca fina que se contorsiona en muecas que a veces son sonrisas, a veces no. El secreto de su aspecto juvenil no es su pulcritud o su delgadez, ni se debe tampoco a sus mejillas, sonrosadas como manzanas, ni a sus traviesas y misteriosas sonrisas, sino a su pelo, que lo hace tan joven: es de un rubio oscuro, lo lleva muy corto, y tan lleno de remolinos que no puede peinarlo; lo alisa y lo moja, simplemente.<br />Jake Pepper es un detective empleado por el Departamento de Investigaciones del Estado. Nos conocimos por un amigo mutuo, otro detective de un Estado diferente. En 1972 escribió una carta diciendo que estaba trabajando en un caso de asesinato, en algo que él pensaba que podía interesarme. Lo llamé por teléfono y hablamos durante tres horas. Yo estaba muy interesado en lo que tenía que decirme, pero se alarmó cuando sugerí que viajaría hasta allí para ver la situación personalmente. Dijo que podía ser prematuro y llegar a hacer peligrar su investigación, pero prometió mantenerme informado. Los tres años siguientes intercambiamos llamadas telefónicas de vez en cuando. El caso, que seguía líneas tan intrincadas como un laberinto de ratas, parecía haber llegado a un punto muerto. Finalmente le dije: "Déjeme que vaya a echar un vistazo".<br />Así fue que me encontré, una fría noche de marzo, sentado con Jake Pepper en su habitación del motel en los alrededores invernales y ventosos de ese pequeño pueblo desolado del oeste. En realidad, la habitación era agradable, cómoda. Después de todo, con ciertas interrupciones, había sido su hogar por cinco años, y había puesto estantes donde exhibía fotos de su familia, hijos y nietos, y en los que descansaban cientos de libros, muchos acerca de la Guerra Civil, y todos propios de un hombre inteligente; prefería a Dickens, Melville, Trollope, MarkTwain.<br />Jake estaba sentado en el piso, con las piernas cruzadas, con un vaso de bourbon al lado. Tenía un tablero de ajedrez por delante, y abstraídamente movía las piezas.<br />TC: Lo sorprendente es que nadie parece saber nada acerca de este caso. Casi no ha tenido publicidad.<br />JAKE: Hay razones.<br />TC: Nunca he logrado ordenarlo en una secuencia. Es como un rompecabezas al que le faltan las piezas.<br />JAKE: ¿Dónde empezamos?<br />TC: Desde el comienzo.<br />JAKE: Vaya al escritorio. Abra el cajón de abajo. ¿Ve esa cajita de cartón? Mire lo que hay adentro.<br />(Adentro de la caja encontré un féretro en miniatura. Era un objeto hermoso, tallado en madera de bálsamo. No estaba ornamentado, pero cuando se levantaba la tapa, se veía que el cajón estaba vacío. Contenía una foto, una instantánea casual y cándida de dos personas de edad mediana, un hombre y una mujer, que cruzaban la calle. No era una foto para la que hubieran posado; uno se daba cuenta de que ellos no sabían que se les había sacado una foto.) Ese pequeño féretro. Supongo que ése es el comienzo.<br />TC: ¿Y la foto?<br />JAKE: George Roberts y su esposa, Amelia.<br />TC: Los esposos Roberts. Por supuesto. Las primeras víctimas. ¿Él era abogado?<br />JAKE: Él era abogado, y una mañana (para ser precisos, el 10 de agosto de 1970), recibió un regalo por correo. El pequeño féretro. Con la foto adentro. Roberts era un tipo feliz y despreocupado. Enseñó el obsequio a algunas personas, como si fuera una broma. Un mes después, George y Amelia estaban muertos.<br />TC: ¿Cuándo entró usted en el caso?<br />JAKE: Inmediatamente. Una hora después que los mataron yo ya estaba en camino con otros dos agentes del Departamento. Cuando llegamos aquí los cadáveres seguían en el auto. Y las víboras también. Eso es algo que no olvidaré nunca. Nunca.<br />TC: Recuerde. Descríbalo exactamente.<br />JAKE: Los Roberts no tenían hijos. Ni enemigos, tampoco. Todos tos querían. Amelia trabajaba para su marido. Era su secretaría. Tenían un solo auto, e iban juntos a la oficina. La mañana que sucedió hacía calor. Muchísimo calor. De modo que deben de haberse sorprendido cuando fueron a buscar el auto y vieron que las ventanillas estaban subidas. De todos modos, entraron en el auto por distintas puertas, y no bien estuvieron adentro, un montón de víboras de cascabel los picó. Inmediatamente. Encontramos nueve adentro de ese auto. A todas les habían inyectado anfetaminas. Estaban enloquecidas. Picaron a los Roberts en todas partes: en el cuello, en los brazos, orejas, mejillas, manos. Pobre gente. Tenían la cabeza inmensa, hinchada como un zapallo. Deben de haber muerto casi instantáneamente. Así espero. Es lo único que espero.<br />TC: Las víboras de cascabel no son tan comunes por aquí. No de ese tamaño. Deben de haberlas traído aquí.<br />JAKE: Así es. De un criadero de víboras en Nogales, Texas. Pero éste no es el momento de decirle cómo sé eso. (Afuera, la nieve cubría, como encaje, el suelo. Faltaba mucho para que llegara la primavera: un fuerte viento que hacía repiquetear la ventana anunciaba que el invierno seguía con nosotros. Pero el ruido del viento no era más que un murmullo en mi cabeza, bajo el sonido de las víboras de cascabel y de sus sibilantes lenguas. Vi el auto, oscuro bajo el sol ardiente, las enroscadas serpientes, las cabezas humanas que se volvían verdes, hinchándose de veneno. Me puse a escuchar el viento para que borrara la escena.)<br />JAKE: Por supuesto, no sabemos si los Baxter recibieron un féretro. Estoy seguro de que sí. No se adecuaría al rito, de lo contrario. Pero ellos nunca dijeron haberlo recibido, y nunca vimos rastros de él.<br />TC: Tal vez se perdió en el fuego. ¿No había otras personas con ellos, otra pareja?<br />JAKE: Los Hogan. De Tulsa. Eran amigos de los Baxter, y estaban de paso. El asesino no pensaba matarlos. Fue un accidente.<br />Lo que sucedió fue que los Baxter estaban haciendo una casa nueva, muy elegante, pero la única parte terminada era el subsuelo. El resto esta en construcción. Roy Baxter era un hombre rico; podría haber alquilado este motel entero mientras le hacían la casa. Pero prefirió vivir en el subsuelo. La única entrada era por una puerta trampa. Era diciembre, tres meses después de los asesinatos de las víboras de cascabel. Lo único que sabemos con seguridad es que los Baxter invitaron a esa pareja de Tulsa a que pasaran con ellos la noche en el subsuelo. Y en algún momento antes del amanecer se inició un tremendo incendio en ese subsuelo, y las cuatro personas murieron incineradas. Literalmente no quedaron más que cenizas.<br />TC: ¿No pudieron escapar por la puerta trampa?<br />JAKE: (haciendo una mueca y resoplando): Diablos, no. El incendiario, el asesino, la cerró con bloques de cemento. Ni King Kong podría haberlos sacado.<br />TC: Evidentemente, debe de haber alguna conexión entre el incendio y las víboras de cascabel.<br />JAKE: Es fácil decir eso ahora. Pero entonces, yo no hacía ninguna conexión. Había cinco tipos trabajando en el caso: sabíamos más de George y Amelia Roberts y de los Baxter y los Hogan que lo que ellos pudieron saber de sí mismos en vida. Apuesto a que George Roberts nunca se enteró de que su mujer tuvo un hijo a los quince años y lo dio para que lo adoptaran. Por supuesto, en un lugar cómo este, todos más o menos conocen a todos, por lo menos de vista. Pero no podíamos encontrar nada que relacionara a las víctima. Ni motivos. No había ninguna razón, que pudiéramos encontrar, para matar a esas personas. (Estudió el tablero de ajedrez, encendió la pipa y tomó un sorbo de bourbon.) Todas las víctimas me eran desconocidas. Nunca oí hablar de ellas antes de que murieran, pero el siguiente era amigo mío. Clem Anderson. Noruego, de segunda generación; había heredado de su padre un establecimiento de campo en este lugar. Bastante extenso. Fuimos al colegio en la misma época, aunque él estaba unos años antes que yo. Se casó con una ex novia mía, una chica maravillosa, la única que he visto con ojos azul lavanda. Como amatistas. Algunas veces, cuando tomaba un trago, me ponía a hablar de Amy y sus ojos de amatista, pero a mi mujer no le causaba nada de gracia. De cualquier manera, Clem y Amy se casaron, se establecieron aquí y tuvieron siete hijos. Yo comí en la casa de ellos la noche antes que lo mataran, y Amy dijo entonces que lo único que lamentaba en la vida era no haber tenido más hijos.<br />Yo veía a Clem muy seguido, desde que vine a ocuparme del caso. Tenía una debilidad: bebía demasiado. Pero era astuto y me enseñó muchas cosas acerca del pueblo. Una noche me llamó aquí, a este motel. Sonaba raro. Dijo que debía verme en seguida. De modo que le dije, ven. Pensé que estaba borracho, pero no era eso. Estaba asustado. ¿Sabe por qué?<br />TC: Había recibido un regalo de Papá Noel.<br />JAKE: Ahá. Pero no sabia qué era. Lo que significaba. El féretro, y su posible conexión con los asesinatos de las víboras, no habían sido dados a publicidad. Lo manteníamos en secreto. Yo nunca había mencionado el asunto a Clem. De modo que cuando llegó a este mismo cuarto y me mostró un féretro que era la réplica exacta del que habían recibido los Roberts, me di cuenta de que mi amigo estaba en un gran peligro. Se lo habían mandado por correo en una caja envuelta en papel madera, con el nombre y dirección escritos de forma anónima. Con tinta negra.<br />TC: ¿Había una foto de él?<br />JAKE: Sí. Y la describiré cuidadosamente porque tiene mucho que ver con la manera en que murió Clem. En realidad, creo que el asesino intentaba hacer una pequeña broma, indicando sutilmente a Clem la forma en que iba a morir. En la foto, Clem está sentado en una especie de jeep. Un vehículo excéntrico, inventado por él. No tenía techo ni parabrisas, nada que protegiera al conductor. No era más que un motor con cuatro ruedas. Dijo que nunca había visto esa foto en su vida, que no tenía idea de quién la había tomado, ni cuándo. Yo tenía ante mí una decisión difícil. ¿Debería decirle la verdad, reconocer que la familia Roberts había recibido un féretro parecido antes de morir, y que los Baxter probablemente también? En cierta manera, sería mejor no informárselo: de esa forma, si lo vigilábamos bien, podía conducirnos al asesino, mucho mejor si no se daba cuenta del peligro en que estaba.<br />TC: Pero usted decidió decírselo.<br />JAKE: Sí. Porque con este segundo féretro, me di cuenta de que los asesinatos estaban relacionados. Y pensé que Clem podía conocer la respuesta. Debía conocerla. Pero, después que le expliqué el significado del féretro entró en shock. Tuve que abofetearlo. Y empezó a portarse como un chico. Se acostó en la cama, y empezó a llorar. "Alguien me matará. ¿Por qué?" Yo le dije:"Nadie te matará. Te lo prometo. Pero piensa, Clem. ¿Qué tienes en común con estas personas que murieron? Debe de haber algo. Tal vez algo muy trivial".<br />Pero, lo único que podía decir era: "No lo sé, no lo sé". Lo obligué a beber hasta que estuvo tan borracho que se quedó dormido. Pasó la noche aquí. A la mañana estaba más tranquilo. Pero aún no se le ocurría qué podía relacionarlo con los crímenes, cómo encajaba él. Le dije que no discutiera lo del féretro con nadie, ni siquiera con su mujer, y que no se preocupara, pues había pedido la ayuda de dos agentes más para que lo cuidaran.<br />TC: ¿Cuánto pasó hasta que el fabricante de féretros cumplió su promesa?<br />JAKE: Oh, creo que debe de haber disfrutado mientras tanto. Jugaba como un pescador con una trucha atrapada en un acuario. El Departamento dio por terminada la tarea de los dos agentes, y finalmente hasta Clem empezó a despreocuparse. Pasaron seis meses. Amy llamó para invitarme a comer. Era unas noche cálida de verano. El aire estaba lleno de luciérnagas. Los chicos las perseguían y las metían en frascos. Cuando partía, Clem me acompañó al auto. Hay un riacho junto al sendero donde lo había estacionado, y Clem dijo: "Con respecto a la conexión. El otro día se me ocurrió algo de repente. El río". Le pregunté qué río y él dijo ése, el riacho. "Es una historia un tanto complicada. Y probablemente tonta. Pero te la contaré la próxima vez que nos veamos." Por supuesto, no lo vi más. Por lo menos, vivo.<br />TC: Como si lo hubiera oído.<br />JAKE: ¿Quién?<br />TC: Papá Noel. Quiero decir. ¿No es raro que después de tantos meses Clem Anderson menciona el río, y al día siguiente, antes que pueda decirle por qué se acordó del río de repente, el asesino cumpla su promesa?<br />JAKE: ¿Qué tal su estómago?<br />TC: Muy bien.<br />JAKE: Le mostraré algunas fotos. Pero es mejor que se sirva un trago. Lo necesitará.<br />(Las fotos, en blanco y negro, en papel brilloso, habían sido tomadas de noche, con flash. La primera era del jeep armado en casa de Clem Anderson en un estrecho camino de campo; estaba volcado sobre un costado, con los faros encendidos todavía. La segunda foto era un torso sin cabeza, tirado sobre el mismo camino: un hombre sin cabeza, con botas y jeans y una campera de piel de oveja. La última foto era de la cabeza de la víctima. No podían habérsela cortado más limpiamente ni con una guillotina, ni en manos de un cirujano maestro. Estaba sola, entre unas hojas, como si un bromista la hubiera arrojado allí. Los ojos de Clem Anderson estaban abiertos, pero no parecían muertos, simplemente serenos, y a excepción de una herida dentada en la frente, tenía la cara igualmente serena, tan ajena a la violencia como sus pálidos e inocentes ojos noruegos. Mientras examinaba las fotos, Jake, por sobre mi hombro, también las miraba.)<br />JAKE: Era alrededor del atardecer. Amy estaba esperando a Clem para la cena. Mandó a uno de los muchachos por el camino a su encuentro. Él lo halló.<br />Primero vio el auto volcado. Luego, a unos cien metros, el cuerpo. Corrió a su casa. y su madre me llamó. Yo me maldije todo el tiempo. Pero cuando llegamos al lugar, fue uno de mis agentes el que encontró la cabeza. Estaba bastante lejos del cuerpo. En realidad, yacía en el lugar donde golpeó contra el alambre.<br />TC: El alambre, claro. Nunca entendí bien lo del alambre. Es tan...<br />JAKE: ¿Ingenioso?<br />TC: Más que ingenioso. Absurdo.<br />JAKE: En absoluto absurdo. Nuestro amigo simplemente descubrió una buena manera de decapitar a Clem Anderson. De matarlo sin que existiera la posibilidad de testigos.<br />TC: Supongo que es el elemento matemático. Siempre me quedo perplejo ante algo en que interviene la matemática.<br />JAKE: Bueno, el caballero responsable de esto tiene ciertamente una mente matemática. Por lo menos tuvo que tomar medidas muy exactas.<br />TC: ¿Puso un alambre entre dos árboles?<br />JAKE: Entre un árbol y un poste de teléfono. Un fuerte alambre de acero, afilado como una navaja. Virtualmente invisible, hasta a pleno sol. Pero al atardecer, cuando Clem salió de la carretera y entró en su ridículo autito por ese camino estrecho, no pudo haberlo visto, de ninguna manera. Lo agarró en el lugar preciso: justo debajo de la barbilla. Y, como vio, le cortó la cabeza tan fácilmente como se arranca una margarita.<br />TC: Tantas cosas podrían haber salido mal.<br />JAKE: ¿Qué habría importado? ¿Qué es un fracaso? Hubiera vuelto a intentarlo. Hasta que lo consiguiera.<br />TC: Eso es lo absurdo. Que siempre lo consiga.<br />JAKE: Sí y no. Pero luego volveremos a eso.<br />(Jake metió las fotos en un sobre manila. Chupó su pipa y se pasó los dedos por el pelo enmarañado. Guardé silencio, pues sentí que lo embargaba la tristeza. Finalmente le pregunté si estaba cansado, si prefería que me fuera. Dijo que no, que recién eran las nueve, y que nunca se acostaba antes de la medianoche.)<br />TC: ¿Está solo aquí, ahora?<br />JAKE: No. Dios mío, me volvería loco. Me turno con otros dos agentes. Pero sigo siendo el principal encargado de este caso.<br />Lo quiero así. He invertido mucho en esto. Y voy a agarrar a nuestro tipo, aunque sea lo último que haga. Cometerá un error. En realidad, ya ha cometido algunos. Si bien no puedo decir la forma en que mató al doctor Parsons sea uno de ellos.<br />TC: ¿Al forense?<br />JAKE: Al forense. El bajito y jorobado forense.<br />TC: Veamos. Al principio usted pensó que se trataba de un suicidio.<br />JAKE: Si usted hubiera conocido al doctor Parsons, también habría pensado que era un suicidio. Tenia mil razones para matarse. O para que lo mataran. Estaba casado con una mujer hermosa. y la hizo adicta a la morfina. De esa manera consiguió que se casara con él. Era un usurero. Y practicaba abortos. Por lo menos una docena de viejas chifladas le dejaron todo en su testamento. Un pillo de siete suelas, el tal doctor Parsons.<br />TC: ¿A usted no le gustaba?<br />JAKE: A nadie le gustaba. Pero lo que dije antes no es así. Dije que Parsons era un tío con mil razones para suicidarse. En realidad, no tenía ningún motivo. Dios estaba en paz con él, y el sol brillaba todo el tiempo en el mundo de Ed Parsons. Lo único que lo molestaba era la úlcera. Y una especie de indigestión permanente. Llevaba a todas partes unas botellas enormes de Maalox. Se tomaba dos por día.<br />TC: De cualquier modo, todos se sorprendieron al enterarse de que el doctor Parsons se había matado, ¿no?<br />JAKE: Bueno, no. Porque nadie pensó que se había suicidado. Por lo menos, al principio.<br />TC: Perdón, Jake. Estoy confundido otra vez. (A Jake se le había apagado la pipa; vació el tabaco en un cenicero y desenvolvió un cigarro, que no encendió. Lo usaba para morder, no para fumar. Como un perro con un hueso.)<br />TC: Para empezar, ¿cuánto tiempo transcurrió entre los entierros?, ¿entre el de Clem Anderson y el del doctor Parsons?<br />JAKE: Cuatro meses. Más o menos.<br />TC: Y Papá Noel, ¿envió un obsequio al doctor?<br />JAKE: Espere. Espere. Va demasiado rápido. El día que murió Parsons, bueno, pensamos que era una muerte natural. Su enfermera lo encontró tirado sobre el piso del consultorio. Alfred Skinner, otro médico de esta ciudad, dijo que probablemente había tenido un ataque al corazón. Se necesitaría una autopsia para corroborarlo.<br />Esa misma noche recibí una llamada de la enfermera de Parsons. Dijo que Mrs. Parsons quería hablar conmigo, y le contesté que muy bien, que iría a su casa en seguida. Mrs. Parsons me recibió en su dormitorio, lugar que, según creo, nunca abandona. Está confinada allí, supongo, por los placeres de la morfina. No es una inválida, de ninguna manera por lo menos no en el sentido que generalmente se le da a esa palabra. Es una mujer encantadora, de aspecto muy saludable. Con buen color en la cara, aunque con una piel tan lisa y pálida como de perla. Pero tiene los ojos demasiado brillantes, con las pupilas dilatadas.<br />Estaba en cama, recostada sobre una pila de almohadas con fundas de encaje. Me fijé en sus uñas, largas y cuidadosamente pintadas, y en sus manos, tan elegantes. Pero lo que tenía en las manos no era muy elegante.<br />TC: ¿Un obsequio?<br />JAKE: Exactamente, igual que los otros.<br />TC: ¿Qué le dijo?<br />JAKE: Dijo: "Creo que a mi marido lo asesinaron". Pero estaba muy serena; no parecía preocupada, ni en tensión.<br />TC: La morfina.<br />JAKE: Más que eso. Es una mujer que ya ha dejado la vida. Mira hacia atrás, por una puerta. Sin pesar.<br />TC: ¿Conocía el significado del féretro?<br />JAKE: No, en realidad, no. Y su marido tampoco. A pesar de ser el forense del condado, y en teoría parte de nuestro equipo, nunca le dijimos nada. No sabía nada de los féretros.<br />TC: ¿Cómo sospechaba, entonces, que su marido podía haber sido asesinado?<br />JAKE (mordiendo el cigarro y frunciendo el entrecejo): Por el féretro. Dijo que su marido se lo había mostrado hacía unas semanas. No lo había tomado en serio; creía que era un gesto malévolo, algo que le había enviado algún enemigo. Pero ella dijo, ella dijo que no bien lo vio, con la foto de él adentro, sintió que una "sombra" se cernía sobre él. Aunque parezca extraño creo que lo amaba. Esa mujer hermosa. A ese jorobado hirsuto.<br />Me despedí y me llevé el féretro, diciéndole que era muy importante que no dijera nada a nadie. Después de eso, lo único que podíamos hacer era esperar el resultado de la autopsia, que fue: muerte por envenenamiento, probablemente administrado por él mismo.<br />TC: Pero usted sabía que era un asesinato.<br />JAKE: Yo sabía. Y Mrs. Parsons sabía. Pero todos los demás creían que se trataba de un suicidio. Muchos siguen creyéndolo.<br />TC: ¿Qué clase de veneno usó nuestro amigo?<br />JAKE: Nicotina liquida. Un veneno muy puro, rápido y poderoso, incoloro e inodoro. No sabemos exactamente cómo fue administrado, pero sospecho que lo mezclaron con un poco del Maalox que tanto amaba el médico. Un buen trago, y a la fosa.<br />TC: Nicotina liquida. No había oído hablar de eso.<br />JAKE: Bueno, no es tan conocido como el arsénico. Hablando de nuestro amigo, los otros días encontré algo escrito por Mark Twain, que me pareció muy apropiado. (Después de buscar entre los estantes, encontró el libro que buscaba. Jake caminó por el cuarto, leyendo en voz alta con una voz que no parecía la suya, una voz ronca, airada.) "De todas las criaturas, el hombre es la más detestable. De toda la especie es el único, absolutamente el único, en poseer malignidad. La más despreciable, la más aborrecible de todos los instintos, de todas las pasiones: es la única criatura que causa dolor para divertirse, sabiendo que es dolor. Además, en la lista, es la única criatura con una mente desagradable". (Jake cerró el libro de un golpe y lo tiró sobre la cama.) Detestable. Maligno. De mente desagradable. Sí, señor, la descripción exacta de Mr. Quinn. Aunque no completa. Mr Quinn posee otros talentos.<br />TC: Nunca había mencionado el nombre.<br />JAKE: Hace sólo seis meses que lo sé. Pero así se llama. Quinn.<br />(Una y otra vez Jake golpeaba el puño contra la mano ahuecada, como un prisionero furioso que hace demasiado que se siente frustrado, encerrado donde está. En realidad, hacía muchos años que estaba aprisionado en este caso: una gran furia, como el buen whisky, necesita una larga fermentación.)<br />JAKE: Robert Hawley Quinn. Un caballero muy apreciado.<br />TC: Pero un caballero que comete errores. De lo contrario no conocería su nombre. O, más bien, no sabría que se trataba de nuestro amigo.<br />JAKE: (Silencio; no me escucha.)<br />TC: ¿Fue por las víboras? Usted me dijo que provenían de un criadero de Texas. Si sabe eso, debe saber entonces quién las compró.<br />JAKE (ha desaparecido la ira. Bosteza): ¿Qué?<br />TC: A propósito, ¿por qué inyectaron anfetamina a las víboras?<br />JAKE: ¿Para qué cree usted? Para estimularlas. Para aumentar su ferocidad. Igual que arrojar un fósforo encendido en un tanque de nafta.<br />TC: No sé. Me pregunto cómo se las habrá arreglado para inyectarlas en el auto, sin que lo picaran a él.<br />JAKE: Le enseñaron cómo hacerlo.<br />TC: ¿Quién?<br />JAKE: La mujer que le vendió las víboras.<br />TC: ¿La mujer?<br />JAKE: La propietaria del criadero de Nogales es una mujer. ¿Le parece extraño? Mi hijo mayor se casó con una mujer que trabaja en el Departamento de Policía de Miami. Es un buzo de aguas profundas, profesional. El mejor mecánico de autos que conozco es una mujer...<br />(Nos interrumpió el teléfono. Jake miró su reloj de pulsera y sonrió. Su sonrisa, tan verdadera y tranquila, me hizo ver que no sólo sabía quién llamaba, sino que era una voz que esperaba oír.)<br />Hola. Addie. Sí, está aquí. Dice que en Nueva York es primavera; le dije que debería haberse quedado allí. No, nada. Tomando unos tragos y hablando ya sabes de qué. ¿Mañana es domingo? Creía que era jueves. Debo de estar perdiendo la cuenta. Seguro, con mucho gusto iremos a comer, Addie, no te aflijas por eso. Le gustará cualquier cosa que hagas. Eres la mejor cocinera de cualquiera de los dos lados de las Rocallosas, este u oeste. Así que no te preocupes. Sí, la tarta de pasas de uva, con manzanas. Cierra todas puertas con llave. Que duermas bien. Sí, sabes que sí. Buenas noches.<br />(Siguió sonriendo después de colgar. Por fin encendió un cigarro, y fumó con gusto. Indicando el teléfono, se rió entre dientes.)<br />Ése fue el error que cometió Mr. Quinn. Adelaide Mason, nos invitó a comer mañana.<br />TC: ¿Y quién es Mrs. Mason?<br />JAKE: Miss Mason. Una cocinera bárbara.<br />TC: Pero, ¿además de eso?<br />JAKE: Addie Mason era lo que yo estaba esperando. Alguien que me trajera suerte.<br />Sabe, el padre de mi mujer era un ministro metodista. Insistía en que toda la familia fuera a la iglesia. Yo me zafaba siempre que podía, y después que ella murió ya no fui más. Pero hace unos seis meses, el Departamento estuvo a punto de cerrar este caso. Habíamos gastado mucho tiempo y mucho dinero. Y no teníamos ningún resultado: no había caso. Ocho asesinatos, y ni una sola pista que relacionara a las víctimas o que produjera una sombra de motivación. Nada. Excepto esos tres féretros tallados a mano. Me dije: ¡No! ¡No! ¡No puede ser! Hay una mente detrás de todo esto. Empecé a ir a la iglesia. No hay otra cosa que hacer los domingos aquí, de todos modos. Ni siquiera un campo de golf. Y recé: "Por favor, Dios mío, no permitas que este hijo de perra se salga con la suya".<br />En la calle principal hay un café llamado Okay. Todos saben que allí pueden encontrarme todas las mañanas entre las ocho y las diez. Desayuno en el reservado del rincón, y me quedo leyendo los diarios y charlando con los comerciantes locales, que entran a tomar una taza de café. El Día de Acción de Gracias estaba desayunando, como siempre. Estaba solo, pues era feriado, y me sentía bastante deprimido. El Departamento estaba presionando para que cerrara el caso y me fuera. ¡Por Dios, no era porque no me alegrara de salir de este maldito pueblo! Nada hubiera querido más. Pero la idea de abandonar, de dejar que ese diablo bailara alrededor de las tumbas me enfermaba. Una vez, pensando en eso, vomité. De verdad.<br />Bueno, de repente Adelaide Mason entró en el café. Vino directamente a mi mesa. La había visto varias veces, pero nunca había hablado con ella, en realidad. Es maestra de escuela, de primer grado. Vive aquí con su hermana, Marylee, que es viuda. Addie Mason dijo: "Mr. Pepper, ¿no piensa pasar el Día de Acción de Gracias en el café Okay? Si no tiene otros planes, ¿por qué no come con nosotras? Con mi hermana y conmigo, nadie más". Addie no es una mujer nerviosa pero, a pesar de sus sonrisas y de su cordialidad, parecía, bueno, un tanto aturdida. Pensé: A lo mejor no considera propio que una mujer soltera invite a un hombre sin compromiso, que apenas conoce, a su casa. Pero antes de poder decir sí o no, ella dijo: "Para decirle la verdad, Mr. Pepper, tengo un problema. Algo que quiero hablar con usted. Esto nos dará la oportunidad. ¿Le viene bien al mediodía?".<br />Nunca comí mejor; en lugar del tradicional pavo, sirvieron pichones con arroz de la India y un buen champagne. Durante la comida, Addie mantuvo la conversación de manera muy entretenida. No parecía nerviosa, pero su hermana, sí. Después de comer nos sentamos en la sala a tomar café y cognac. Addie se excusó, y al volver traía...<br />TC: ¿Me permite dos adivinanzas?<br />JAKE: Me lo entregó y me dijo: "De esto quería hablar con usted".<br />(Con sus delgados labios, Jake hizo un anillo de humo, luego otro. Hasta que suspiró, el único ruido en el cuarto era el del viento, que golpeaba la ventana.)<br />Usted tuvo un largo viaje. Tal vez deberíamos interrumpir ahora.<br />TC: ¿Quiere decir que me va a dejar colgado aquí?<br />JAKE: (Muy serio, pero con una de sus sonrisitas traviesamente ambiguas.) Sólo hasta mañana. Creo que debería oír la historia de Addie de ella misma. Venga. Lo acompañaré a su habitación.<br />(Extraño, pero el sueño me tumbó como si me hubieran golpeado con la cachiporra de un ladrón. Había tenido un largo viaje, problemas de sinusitis, estaba cansado. Pero a los pocos minutos me desperté, o, más bien, entré en una esfera entre el sueño y la vigilia, en que mi mente era un losange de cristal, un instrumento suspendido que reflejaba imágenes que giraban: la cabeza de un hombre entre las hojas, las ventanillas de un auto veteadas de veneno, ojos de serpientes que se deslizaban en medio de vapor de calor, fuego que brotaba de la tierra, puños quemados que llamaban con fuerza a la puerta de un sótano, un alambre tenso que resplandecía al atardecer, un torso en el camino, una cabeza entre hojas, fuego, fuego, fuego que fluía como un río, un río, un río. Entonces suena el teléfono.) <br />VOZ DE HOMBRE: ¿Qué pasa? ¿Va a dormir todo el día?<br />TC: (las cortinas están corridas, la habitación está a oscuras, no sé dónde estoy, quién soy) ¿Hola?<br />VOZ DE HOMBRE: Soy Jake Pepper. ¿Se acuerda? ¿Un mal tipo? ¿De ruines ojos azules?<br />TC: ¡Jake! ¿Qué hora es?<br />JAKE: Un poco más de las once. Addie Mason nos espera dentro de una hora. Vaya y dése una ducha. Y póngase algo abrigado. Afuera está nevando. Una nevada fuerte, de copos demasiado espesos para flotar. Caían y cubrían el suelo. Cuando salimos del motel en el auto de Jake, éste puso en funcionamiento los limpiaparabrisas. La calle principal estaba gris y blanca, y vacía, sin vida, excepto por un solitario semáforo que cambiaba de color. Todo estaba cerrado, hasta el café Okay. La lobreguez, el triste silencio de la nieve, nos influenció. Ninguno de los dos habló. Pero presentí que Jake estaba de buen humor, como si anticipara un acontecimiento agradable. Su cara saludable estaba brillosa, y olía, demasiado, a loción para después de afeitar. Aunque tenía el pelo enmarañado, como de costumbre, estaba vestido cuidadosamente, aunque como para ir a la iglesia. La corbata roja que llevaba era apropiada para una ocasión más festiva. ¿Un pretendiente camino a una cita? Anoche, al oírlo hablar con Miss Mason, se me había ocurrido esa posibilidad. Había cierto tono, cierto timbre, de intimidad. Pero al instante que vi a Adelaide Mason, borré ese pensamiento de mi mente. No importaba lo aburrido y solo que estuviera Jake; la mujer era, simplemente, demasiado fea. Esa fue, al menos mi impresión inicial. Era un poco más joven que su hermana, Marylee Connor, de cuarenta y tantos años, de rostro agradable, pero demasiado fuerte, masculino. El maquillaje sólo habría acentuado esa cualidad, pero, sabiamente, no se pintaba. La limpieza era su rasgo físico más atractivo: su corto pelo castaño, sus uñas, su piel; era como si se bañara con alguna lluvia especial de primavera. Ella y su hermana pertenecían a la cuarta generación de nativos del pueblo, y era maestra desde que terminó la universidad. Con su inteligencia, su carácter y refinamiento, era sorprendente que no hubiera buscado un auditorio más vasto para sus habilidades que un aula llena de niños de seis años. "No", me dijo, "soy muy feliz. Hago lo que me gusta, enseñar en primer grado. Me gusta estar allí, donde comienzan. Y en primer grado enseño todas las materias. Y eso incluye modales. Los modales son muy importantes. Muy pocos niños los aprenden en su casa".<br />La vieja casa, de construcción irregular, que compartían las hermanas y que habían heredado, reflejaba, en su tranquilidad y tibio confort, con sus civilizados colores lisos y sus "toques" atmosféricos, la personalidad de la más joven de las hermanas, pues Mrs. Connor, si bien era agradable, carecía de la visión selectiva de Adelaide Mason, de su imaginación. La sala, casi toda azul y blanca, estaba llena de plantas floridas y contenía una inmensa pajarera victoriana, en la que vivían una media docena de canarios cantores. El comedor era amarillo, blanco y verde, con piso de madera de pino, sin alfombras, lustrado como un espejo. Un fuego de leños ardía en el hogar. Las dotes de Miss Mason eran mayores aún de lo que sostenía Jake. Sirvió un guisado irlandés extraordinario, y una maravillosa tarta de pasas y manzanas. Para beber vino blanco, vino tinto y champagne. El marido de Mrs. Connor la había dejado en buena posición.<br />Fue durante la comida que mi impresión original de nuestra anfitriona más joven empezó a cambiar. Sí, era evidente que existía un entendimiento entre Jake y esta dama. Eran amantes. Observándola más atentamente, viéndola, como si fuera, por los ojos de Jake, empecé a apreciar su interés, innegablemente sensual. Era cierto que su rostro tenía defectos, pero su figura, en el ajustado vestido de jersey gris, era adecuada, lucía bastante bien, en realidad, y ella actuaba como si fuera sensacional, una rival de la estrella de cine más atractiva. El balanceo de sus caderas, el movimiento suelto de sus pechos como frutas, su voz de contralto, la fragilidad de sus gestos, todo era muy seductor, muy femenino sin ser afeminado. Su poder residía en su actitud: se comportaba como si creyera que era irresistible, y fueran cuales fuesen sus oportunidades, el estilo de la mujer implicaba una historia erótica completa, incluso con notas al pie de página. Al terminar la comida, Jake la miró como si quisiera llevarla directamente al dormitorio: la tensión entre ellos era tan fuerte como el alambre de acero que había decapitado a Clem Anderson. Sin embargo, Pepper desenvolvió un cigarro, que Miss Mason encendió. Me reí.<br />JAKE:¿Eh?<br />TC: Es como una novela de Edith Wharton, La casa de la alegría, donde las damas no hacen más que encender los cigarros de los caballeros.<br />MRS. CONNOR (a la defensiva): Es la costumbre local. Mi madre siempre encendía los cigarros de mi padre. Aunque le disgustaba el aroma. ¿No es verdad Addie?<br />ADDIE: Sí, Marylee. Jake, ¿quieres más café?<br />JAKE: Quédate quieta Addie. No quiero nada. Fue una comida maravillosa, y es hora de que te tranquilices. ¿Addie? ¿Qué te parece el aroma?<br />ADDIE (casi ruborizándose): Me gusta el aroma de un buen cigarro. Si fumara, elegiría cigarros.<br />JAKE: Addie, volvamos al Día de Acción de Gracias pasado. Estábamos sentados como ahora.<br />ADDIE: ¿Y te mostré el féretro?<br />JAKE: Quiero que cuentes la historia a mi amigo. Tal como me la contaste a mí.<br />MRS. CONNOR (echando hacia atrás la silla): ¡Por favor! ¿Debemos hablar de eso? ¡Siempre! ¡Siempre! Tengo pesadillas.<br />ADDIE (levantándose, abrazando a su hermana): Está bien Marylee. No hablaremos del asunto. Iremos a la sala y puedes tocar el piano para nosotros.<br />MRS. CONNOR: Es tan repugnante. (Mirándome.) Usted debe pensar que soy una tonta. No hay duda de ello. Y además, he tomado demasiado vino.<br />ADDIE: Necesitas un sueñecito, querida.<br />MRS. CONNOR: ¿Un sueñecito? Addie, ¿cuántas veces quieres que te lo diga? Tengo pesadillas. (Sobreponiéndose.) Por supuesto. Un sueñecito. Discúlpenme, por favor. (Al irse su hermana, Addie se sirvió otro vaso de vino tinto, lo levantó, dejando que el brillo del hogar destacara los destellos escarlatas. Sus ojos pasaron del fuego al vino, luego a mí. Tenía ojos pardos, pero las distintas iluminaciones —el fuego, las velas sobre la mesa— los colorearon, haciéndolos amarillo felino. A lo lejos, los canarios enjaulados cantaban, y la nieve, que se veía caer por las ventanas como si fuera encaje roto, acentuaba el bienestar interior, la tibieza del fuego, el rojo del vino.)<br />ADDIE: Mi historia.<br />Tengo cuarenta y cuatro años, nunca estuve casada. He recorrido el mundo dos veces, trato de ir a Europa verano por medio, pero es justo decir que con excepción de un marinero borracho que se enloqueció y trató de violarme en un barco sueco, nada extraño me ha sucedido hasta este año, la semana antes del Día de Acción de Gracias.<br />Mi hermana y yo tenemos una casilla de correos, no porque recibamos mucha correspondencia, sino porque estamos suscriptas a muchas revistas. De todos modos, de regreso a casa de la escuela me detuve a buscar la correspondencia, y encontré un paquete en la casilla, bastante grande, pero muy liviano. Estaba envuelto en un papel madera arrugado que tenía el aspecto de haber sido usado antes, y atado con cordel viejo. El sello era local. Estaba dirigido a mí. Mi nombre estaba claramente impreso en tinta negra, espesa. Aun antes de abrirlo, pensé: "Qué clase de porquería es esto?". Por supuesto, usted está enterado de los féretros, ¿no?<br />TC: He visto uno, sí.<br />ADDIE: Pues yo no sabía nada de ellos. Nadie sabía nada. Era un secreto entre Jake y sus agentes.<br />(Guiñó un ojo a Jake y, echando la cabeza hacia atrás, tomó el resto del vino de un trago, con gracia sorprendente y una agilidad que reveló una garganta encantadora. Jake, devolviéndole el guiño, echó un anillo de humo en su dirección, y el óvalo vacío, flotando por el aire, pareció llevar un mensaje erótico.)<br />En realidad, no abrí el paquete hasta esa noche, tarde. Porque cuando llegué a casa encontré a mi hermana al pie de la escalera. Se había caído y recalcado un tobillo. Vino el médico. Hubo un gran revuelo. Me olvidé del paquete hasta después de acostarme. Entonces pensé: Bueno, puede esperar hasta mañana. Ojalá hubiera respetado esa decisión. Por lo menos, no habría perdido una noche de sueño. Porque... porque fue un shock. Una vez recibí una carta anónima, realmente atroz, especialmente porque mucho de lo que decía era verdad. (Riendo, volvió a llenar su vaso.) No fue el féretro el que me impresionó. Fue la foto, muy reciente, tomada en los escalones del correo. Me pareció una intrusión, un robo, que me sacaran una foto sin que me diera cuenta. Comprendo a esos africanos que huyen de las cámaras, pues temen que el fotógrafo quiera robarles el espíritu. Estaba impresionada, pero no asustada. Mi hermana fue la que se asustó. Cuando le mostré el pequeño obsequio, dijo "¿No crees que tendrá algo que ver con lo otro?". "Lo otro" se refería a lo que ha pasado aquí estos últimos cinco años: asesinatos, accidentes, suicidios, lo que sea. Depende de con quién habla uno. Yo traté de no preocuparme, y lo puse en la misma categoría que la carta anónima, pero cuanto más pensaba en el asunto, se me ocurría que mi hermana había dado en la tecla. El paquete no me había sido enviado por alguna mujer celosa, alguien que simplemente me deseara el mal. Era obra de un hombre. Un hombre había tallado ese féretro. Un hombre de dedos fuertes había escrito mi nombre en ese paquete. Y se trataba de una amenaza. Pero, ¿por qué? Pensé: a lo mejor Mr. Pepper sabe por qué.<br />Yo conocía a Mr. Pepper. A Jake. En realidad estaba enamorada de él.<br />JAKE: No te apartes del tema.<br />ADDIE: No lo hago. Utilicé la historia para atraerte a mi cubil.<br />JAKE: Eso no es verdad.<br />ADDIE (tristemente, su voz en aburrido contrapunto con las serenatas de los canarios): No, no es verdad. Porque cuando decidí hablar con Jake, había llegado a la conclusión de que alguien, en realidad, intentaba matarme, y tenía idea de quién era, a pesar de que el motivo parecía tan improbable, tan trivial.<br />JAKE: No es improbable ni trivial, una vez que se ha estudiado el estilo de la bestia.<br />ADDIE (sin prestarle atención, e impersonalmente, como si estuviera recitando una tabla de multiplicación a sus alumnos): Todo el mundo conoce a todo el mundo. Eso es lo que dicen acerca de la gente de los pueblos. Yo nunca he visto a los padres de algunos de mis alumnos. Todos los días paso al lado de personas que son perfectos extraños. Soy bautista, y nuestra congregación no es grande, pero hay algunos miembros en ella cuyos nombres no podría decir aunque me apuntaran con un revólver a la cabeza.<br />Voy a esto: cuando empecé a pensar en la gente que había muerto, me di cuenta de que los conocía todos. Excepto a la pareja de Tulsa que se alojaba en lo de Ed Baxter y su mujer...<br />JAKE: Los Hogan.<br />ADDIE: Sí. Bueno no son parte del caso, de todos modos. Espectadores que quedaron atrapados en un infierno. Literalmente.<br />Aunque ninguna de las víctimas había sido un amigo íntimo, con la excepción tal vez de Clem y Amy Anderson. Sus hijos fueron alumnos míos.<br />Pero conocía a los otros: a George y Amelia Roberts, a los Baxter, al doctor Parsons. Los conocía bastante bien. Por una sola razón. (Miró su vino, observando sus fluctuaciones color rubí, como una gitana que consulta un brumoso cristal, un vidrio fantasmal.) El río. (Se llevó la copa a los labios, y nuevamente la vació de un solo trago, sin esfuerzo.) ¿Ha visto el río? ¿Todavía no? Bueno, ésta no es la mejor época del año, pero en verano es muy lindo. Lo más lindo de esta zona, de lejos. Lo llamamos río Azul. Es azul, no como el Caribe, pero igualmente límpido, con fondo de arena, muy sereno para nadar. Nace en esas montañas al norte y atraviesa las llanuras y estancias. Es nuestra fuente principal de irrigación, y tiene dos afluentes, ríos mucho más chicos, uno llamado Hermano Mayor, y el otro Hermano Menor.<br />El problema empezó por los afluentes. Muchos granjeros, que dependían de ellos, pensaban que se debería desviar el río Azul para aumentar el caudal de los afluentes. Naturalmente, los granjeros cuyas tierras eran irrigadas por el río Principal, se opusieron a esta propuesta. El que más se opuso fue Bob Quinn, propietario de la estancia B.Q., atravesada Por los brazos más anchos y profundos del río Azul.<br />JAKE (escupiendo en el hogar): Robert Hawley Quinn, el caballero.<br />ADDIE: Se trataba de una pelea que hacía décadas que estaba latente. Todos sabían que lo más lógico era alimentar los dos tributarios, incluso a expensas del río Azul (desde el punto de vista del aprovechamiento y de la belleza). Pero la familia Quinn y otros propietarios de la zona siempre se las habían ingeniado, mediante alguna treta, para impedir que se hiciera nada.<br />Luego tuvimos dos años de sequía, eso tornó crítica la situación. Los granjeros que dependían, para vivir, de los afluentes, estaban desesperados, y empezaron a gritar. La sequía los había perjudicado mucho, perdieron gran cantidad de ganado, de modo que empezaron a exigir una parte del río Azul. Finalmente el concejo municipal decidió designar una comisión especial para resolver el asunto. No sé cómo se eligieron los miembros de la comisión. Yo no tenía ninguna condición especial. Recuerdo que el viejo juez Hatfield —está retirado ahora y vive en Arizona— me llamó por teléfono para preguntarme si quería formar parte. Eso fue todo. Tuvimos nuestra primera reunión en la sala del concejo del palacio de justicia en enero de 1970. Los otros miembros de la comisión eran Clem Anderson, George y Amelia Roberts, el doctor Parsons, los Baxter, Tom Henry y Oliver Jaeger...<br />JAKE (a mí): Jaeger. El jefe de correos. Un loco hijo de puta.<br />ADDIE: No es loco en realidad. Dices eso porque...<br />JAKE: Porque es loco, en realidad.<br />(Addie estaba desconcertada. Miró su copa de vino, se dirigió a llenarla nuevamente, encontró la botella vacía, y luego sacó de una carterita, que convenientemente descansaba sobre su falda, una linda cajita de plata, llena de píldoras azules. Valium. Tomó una con un sorbo de agua. ¿Jake había dicho que Addie no era una mujer nerviosa?)<br />TC: ¿Quién es Tom Henry?<br />JAKE: Otro loco. Más loco que Oliver Jaeger. Es dueño de una estación de servicio.<br />ADDIE: Sí, éramos nueve. Nos reunimos una vez por semana durante dos meses. Ambas partes enviaron expertos para atestiguar. Vinieron muchos de los granjeros, para hablar con nosotros y presentar su propio caso. Pero Mr. Quinn no compareció. Nunca oímos ni una palabra de Bob Quinn, a pesar de que, como propietario de la estancia B.Q. tenía más que perder que nadie si decidíamos desviar "su" río. Yo pensé: Es demasiado importante para perder el tiempo con una comisión tan insignificante como la nuestra. Él, que sólo hablaba con el gobernador, los senadores, creyendo que se los había metido a todos en el bolsillo. Lo que nosotros decidiéramos no importaba. Sus amigos poderosos lo vetarían.<br />Pero no sucedió de esa manera. Decidimos desviar el río Azul exactamente en el lugar en que entraba en la propiedad de Quinn; eso no lo dejaba sin río, por supuesto, sólo que ya no lo tendría sólo para él.<br />La decisión habría sido unánime si Tom Henry no se hubiera opuesto. Tienes razón, Jake. Tom Henry es loco. El voto fue ocho a uno. Y fue una decisión tan popular, un veredicto que no perjudicaba a nadie, sino que beneficiaba a muchos, que los compinches políticos de Quinn no podían hacer nada al respecto, si es que querían seguir en el gobierno. Unos días después de la decisión encontré a Bob Quinn en la oficina de correos. Me saludó sacándose el sombrero exageradamente, sonriendo, y preguntándome cómo estaba. Yo no esperaba que me escupiera, pero nunca me había saludado con tanta cortesía. No era posible suponer que me guardaba rencor. Era un disparate pensarlo.<br />TC: ¿Cómo es este Mr. Quinn?<br />JAKE: ¡No se lo digas!<br />ADDIE: ¿Por qué no?<br />JAKE: Porque no.<br />(Poniéndose de pie caminó hasta el hogar y arrojó lo que quedaba de su cigarro al fuego. Se quedó de espaldas al fuego, con las piernas levemente separadas, los brazos cruzados. Nunca había pensado que Jake pudiera ser vano, pero era evidente que estaba posando, intentando parecer atractivo, cosa que lograba. Reí.)<br />JAKE: ¿Eh?<br />TC: Ahora es como una novela de Jane Austen. En sus novelas los caballeros atractivos siempre se calientan la cola de pie ante el hogar de leños.<br />ADDIE (riendo): ¡Oh Jake, es verdad, es verdad!<br />JAKE: Nunca leo literatura femenina. Nunca lo he hecho. Nunca lo haré.<br />ADDIE: Sólo por eso, abriré otra botella de vino, y me la beberé toda yo.<br />(Jake regresó a la mesa y se sentó al lado de Addie; tomó una de sus manos entre las de él y entrecruzó los dedos. Esto la turbó visiblemente: se ruborizó, y le salieron manchas rojas en el cuello. Él no pareció darse cuenta de la existencia de ella, ni de lo que hacía. Me miraba, como si estuviéramos solos.)<br />JAKE: Sí, lo sé. Ahora que ha oído todo esto está pensando; bueno, el caso está solucionado: Mr. Quinn es el autor. Eso es lo que yo pensé. El año pasado, después que Addie me dijo todo esto, salí de aquí enloquecido de alegría, como un oso picado por las avispas. Fui directamente a la ciudad. A pesar de que era el Día de Acción de Gracias, esa misma noche tuvimos una reunión plenaria en el Departamento. Expuse todo el caso: éste es el motivo, éste es el tipo. Nadie hizo ninguna objeción, excepto el jefe. Dijo: "No tan rápido, Pepper. El tipo que estás acusando tiene peso. Por otra parte, ¿qué pruebas tienes? Todas son especulaciones. Suposiciones". Todos estuvieron de acuerdo con él. Dijeron: "¿Dónde está la evidencia?".<br />Me puse tan furioso que empecé a gritar. Dije:"¿Para qué diablos creen que estoy aquí? Tenemos que colaborar todos juntos y fabricar la evidencia. Sé que Quinn es el asesino". El jefe dijo: "Yo tendría cuidado a quién diría eso. Podrían despedirnos a todos si empiezas a abrir la boca".<br />ADDIE: Al día siguiente Jake volvió a casa, y ojalá le hubiera sacado una foto. Como maestra he tenido que alentar a muchos niños, pero nunca he visto a nadie tan triste como tú, Jake.<br />JAKE: No tenía razones para estar contento. Eso es un hecho. El Departamento me respaldó. Empezamos a estudiar detalladamente la vida de Robert Hawley Quinn desde el año uno. Pero deberíamos movernos con muchísimo cuidado, pues el jefe se sobresaltaba por nada. Yo quería una orden de allanamiento para revisar la estancia B.Q., las casas, la propiedad entera. Denegada. Ni siquiera me permitía interrogar al hombre...<br />TC: ¿Sabía Quinn que sospechaban de él?<br />JAKE (con un resoplido): Inmediatamente. Alguien del despacho del gobernador se lo dijo. Probablemente, el gobernador mismo. O los tipos de nuestro Departamento. Ellos también se lo habrán dicho. No confío en nadie. En nadie relacionado con el caso.<br />ADDIE: El pueblo entero lo supo en seguida.<br />JAKE: Gracias a Oliver Jaeger. Y a Tom Henry. Ésa es culpa mía. Como los dos habían formado parte de la comisión del río, sentí que era mi responsabilidad advertirles, hablar de Quinn, ponerlos en aviso acerca de los féretros. Ambos me prometieron que lo considerarían un asunto confidencial. Fue lo mismo que reunir a todo el pueblo y hablarle del caso.<br />ADDIE: En la escuela, uno de mis alumnos levantó la mano y dijo: "Mi papá dijo a mi mamá que alguien le mandó un cajón, como para el cementerio. Dijo que fue Mr. Quinn". Yo le dije: "Oh, Bobby, tu papá le estaba haciendo una broma a tu mamá".<br />JAKE: ¡Una de las bromas de Oliver Jaeger! Ese hijo de puta llamó a todo el mundo. ¿Y dices que no está loco?<br />ADDIE: Tú crees que está loco porque él cree que tú estás loco. Cree, sinceramente, que estás equivocado. Que estás persiguiendo a un inocente. (Mirando a Jake, pero dirigiéndose a mí.) Oliver nunca ganaría un premio de belleza o de inteligencia. Pero es una persona racional. Un chismoso, pero de buen corazón. Está emparentado con la familia Quinn. Bob Quinn es primo segundo de él. Ésa puede ser la razón de su posición. Oliver dice, igual que muchos, que aun si existiera alguna relación entre la decisión de la comisión de río Azul y las muertes ocurridas aquí, eso no quiere decir que haya que acusar a Bob Quinn. Él no es el único propietario afectado. ¿Y Walter Forbes? ¿Jim Johanssen? La familia Throby. Los Miller. Los Riley. ¿Por qué acusar a Bob Quinn? ¿Qué circunstancias especiales lo señalan a él?<br />JAKE: Él lo hizo.<br />ADDIE: Sí, él lo hizo. Eso lo sabemos. Pero ni siquiera puedes probar que él compró las víboras de cascabel. Y aunque lo hicieras...<br />JAKE: ¿Puedo tomar un whisky?<br />ADDIE: Inmediatamente se lo sirvo, señor. ¿Algo más?<br />JAKE (Addie ha salido a servir la bebida): Tiene razón. No podemos probar que compró las serpientes, aunque sabemos que lo hizo. Yo siempre supuse que esas víboras provenían de un criadero, de esos lugares donde las crían por el veneno; lo venden a los laboratorios. La mayoría está en Florida y Texas, aunque hay criaderos de víboras en todo el país. Todos estos últimos años enviamos cartas a la mayoría, sin recibir una sola respuesta.<br />Pero yo tenía la sospecha que venían de Texas. Era lógico. ¿Para qué ir más lejos, cuando podía encontrar lo que necesitaba en el Estado vecino? Bueno, no bien entró Quinn en el caso, decidí volver a empezar desde cero con el asunto de las víboras, asunto en el que no nos habíamos concentrado lo suficiente, porque requería una investigación personal y viáticos. Cuando hay que convencer al jefe de que hay que gastar dinero, uno se estrella contra una pared. Pero yo conocía a un tipo, un investigador viejo, que trabaja en el Departamento en Texas; me debía un favor. Así que le mandé algunos materiales: unas fotos de Quinn que había juntado, y fotos de las víboras. Las nueve colgadas de una soga después que las matamos.<br />TC: ¿Cómo las mataron?<br />JAKE: A tiro. Les volamos la cabeza.<br />TC: Yo maté una vez una cascabel en una oportunidad. Con un rastrillo.<br />JAKE: No creo que hubiera podido matar a éstas con un rastrillo. Ni meterles un solo diente. La más pequeña medía más de dos metros.<br />TC: Eran nueve. Y nueve miembros los de la comisión del río Azul. Una interesante coincidencia.<br />JAKE: Bill, mi amigo de Texas, es un tipo decidido. Recorrió Texas de punta a punta; pasó sus vacaciones visitando criaderos de víboras, hablando con los criadores. Hace como un mes me llamó y me dijo que creía haber localizado a la persona: una señora de García, una texana-mexicana dueña de un criadero cerca de Nogales. Como a diez horas de auto desde aquí. Yendo a ciento veinte por hora. Bill me dijo que me esperaría allí.<br />Addie fue conmigo. Viajamos de noche, y desayunamos con Bill en el Hollyday Inn. Luego visitamos a la señora de García. Algunos de estos criaderos de víboras son atracciones turísticas, pero el de ella no era de ese tipo. Estaba lejos de la carretera, y era bastante pequeño, aunque tenía unos especimenes impresionantes. Mientras estuvimos allí, arrastraba esas enormes víboras, se las enroscaba en el cuello, a los brazos, y reía. Tenía dientes de oro macizo. Al principio pensé que era un hombre. Su físico parecía el de Pancho Villa, y llevaba breeches de vaquero, con bragueta.<br />Tenía cataratas en un ojo, y el otro no parecía en muy buen estado, pero no dudó en identificar a Quinn en las fotos. Dijo que visitó su casa en junio o julio de 1970 (los Roberts murieron el 5 de setiembre de 1970), acompañado por un mexicano joven. Llegaron en un camión pequeño, con patente de México. La señora García no habló con Quinn, ni él dijo una sola palabra, según ella. No hizo más que escuchar, mientras la mujer trataba con el mexicano. Dijo que no era su política interrogar a un cliente y preguntarle cuáles eran sus razones para comprar su mercadería, pero el mexicano le dio la información voluntariamente. Quería una docena de víboras adultas para usar en una ceremonia religiosa. Eso no la sorprendió, dijo que la gente a menudo compraba víboras para rituales. Pero el mexicano quería que le garantizara que las víboras que compraba atacarían y matarían a un toro de quinientos kilos. Ella dijo que sí, que era posible, si se les inyectaba alguna droga, algún estimulante anfetamínico, antes de ponerlas en contacto con el toro.<br />Le enseñó cómo hacerlo, mientras Quinn observaba. Nos enseñó también a nosotros. Usó un palo, el doble de largo que una fusta, y flexible como vara de sauce; tenía un lazo de cuero en la punta. Tomaba a la víbora de la cabeza, en el lazo, la alzaba en el aire, y con una jeringa las pinchaba en la panza. Permitió que el mexicano practicara un rato. Los hizo muy bien.<br />TC: ¿Había visto antes al mexicano?<br />JAKE: No. Le pedí que lo describiera, pero me hizo la descripción de cualquier mexicano típico entre veinte y treinta años. Le pagó. Ella metió las víboras en cajas separadas, y se marcharon.<br />La señora de García era una señora muy servicial y cooperadora. Hasta que le hicimos la pregunta importante: ¿juraría por escrito que Robert Hawley Quinn era uno de los dos hombres que le habían comprado una docena de víboras de cascabel un cierto día de verano de 1970? Entonces se tornó agria. Dijo que no firmaría nada.<br />Le dije que esas víboras habían sido usadas para matar a dos personas. Le hubiera visto la cara. Se metió en la casa, cerró las puertas y bajó las persianas.<br />TC: Una declaración jurada de la mujer. Eso no habría tenido mucho peso legal.<br />JAKE: Hubiera sido algo con qué carearlo: una apertura. Es casi seguro que fue el mexicano el que puso las víboras en el auto de los Roberts, contratado, naturalmente, por Quinn. ¿Sabe una cosa? Apuesto a que ese mexicano está muerto y enterrado en alguna llanura solitaria. Cortesía de Mr. Quinn.<br />TC: Pero debe de haber algo, en la vida de Mr. Quinn, que indique que era capaz de violencia psicótica. (Jake asintió un largo rato.)<br />JAKE: El caballero estaba muy familiarizado con el homicidio. (Addie volvió con el whisky. Él le agradeció, y le dio un beso en la mejilla. Ella se sentó a su lado, y volvieron a tomarse de la mano, entrecruzando los dedos.) Los Quinn son una de las familias más antiguas de aquí. Bob Quinn es el mayor de tres hermanos. Todos son propietarios del establecimiento B.Q., pero él es el jefe.<br />ADDIE: No, la jefa es su mujer. Se casó con su prima hermana, Juanita Quinn. Su madre era española, y tiene el genio de un tamal picante. El primer hijo murió al nacer, y se negó a tener otro. Se sabe, sin embargo, que Bob Quinn tiene hijos. Con otra mujer en otro pueblo.<br />JAKE: Fue héroe de guerra. Coronel de la infantería de Marina en la Segunda Guerra Mundial. Él nunca habla de eso, pero la gente dice que Bob Quinn solo mató más japoneses que la bomba de Hiroshima.<br />Pero justo después de guerra cometió unos asesinatos que no fueron tan patrióticos. Una noche, tarde, llamó al sheriff para que fuera a B.Q. a buscar un par de cadáveres. Adujo que encontró a dos hombres hurtando ganado, y los mató de un tiro. Ése fue su cuento, que nadie contradijo, por lo menos públicamente. Pero la verdad es que esos hombres no eran ladrones de ganado. Eran jugadores de Denver, y Quinn les debía un montón de dinero. Vinieron a cobrar, pues así se les había prometido. Pero recibieron el pago en plomo.<br />TC: ¿Lo ha interrogado al respecto alguna vez?<br />JAKE: ¿A quién?<br />TC: A Quinn.<br />JAKE: Hablando estrictamente, nunca lo he interrogado. (Su peculiar sonrisa cínica curvó sus labios; hizo tintinear el hielo en el vaso, bebió un poco, y rió entre dientes, como si quisiera aclararse la garganta.)<br />Últimamente, he hablado mucho con él. Pero en estos cinco años que hace que estoy en el caso, no lo había conocido. Lo había visto. Sabía quién era.<br />ADDIE: Pero ahora son íntimos. Buenos amigos.<br />JAKE: ¡Addie!<br />ADDIE: Es una broma, Jake.<br />JAKE: No es asunto de bromas. Ha sido una tortura para mi.<br />ADDIE (apretándole la mano): Lo sé. Perdón. (Jake terminó la bebida, y depositó el vaso con fuerza sobre la mesa.)<br />JAKE: Tener que mirarlo. Que escucharlo. Que reírme de sus cuentos groseros. Lo odio. Él me odia. Ambos lo sabemos.<br />ADDIE: Te traigo otro whisky.<br />JAKE: No te vayas.<br />ADDIE: Iré a ver a Marylee. Asegurarme de que está bien.<br />JAKE: No te vayas.<br />(Pero Addie quería alejarse del cuarto, pues estaba incómoda con la furia de Jake, la ira entumecida que se reflejaba en su rostro.)<br />ADDIE (mirando por la ventana): Ha dejado de nevar.<br />JAKE: El café Okay está siempre lleno de gente los lunes a la mañana. Después del fin de semana todo el mundo pasa para ponerse al día con las noticias. Los ganaderos, los hombres de negocios, el sheriff y su pandilla, gente del palacio de justicia. Pero ese lunes —el lunes después del Día de Acción de Gracias— el lugar estaba atestado, los tipos apeñuscados chismeando como un montón de mujeres. Se imagina de qué. Gracias a Tom Henry y a Oliver Jaeger, que se habían pasado todo el fin de semana desparramando la noticia, diciendo que el tipo del Departamento, el tal Jake Pepper, acusaba a Bob Quinn de asesinato. Yo estaba sentado en mi reservado, haciendo como que no me daba cuenta. Pero no pude seguir simulando cuando vi entrar a Bob Quinn en persona. Se pudo oír cómo todo el mundo contenía el aliento.<br />Se metió en un reservado junto al sheriff. El sheriff lo abrazó y rió, y gritó como vaquero. La mayoría de los presentes lo imitó, todos dieron un alarido de júbilo, vivando a Bob. Sí, señor, el café Okay, en un ciento por ciento, respaldaba a Bob Quinn. Tuve la impresión de que, aunque pudiera probar que este tipo era un criminal múltiple, me lincharían antes de que pudiera arrestarlo.<br />ADDIE (llevándose una mano a la frente, como si le doliera la cabeza): Tiene razón. Bob Quinn tiene al pueblo entero de su lado. Ésa es una de las razones por las que mi hermana no quiere que hablemos del asunto. Dice que Jake está equivocado. Que Mr. Quinn es un buen hombre. Su teoría es que el doctor Parsons fue el responsable de los crímenes, y que por eso se suicidó.<br />TC: Pero el doctor Parsons hacía mucho que estaba muerto cuando usted recibió el féretro.<br />JAKE: Marylee es un encanto, pero no es muy inteligente. Perdón, Addie, pero es así.<br />(Addie sacó la mano de la de Jake: un gesto admonitorio, aunque no severo. De todos modos, dejó libre a Jake, que se puso de pie y empezó a caminar. Sus pisadas hacían eco en las tablas del piso tan bien lustradas.)<br />Volvamos al café Okay. Cuando me iba, el sheriff me tomó de un brazo. Es un irlandés hijo de puta, bastante atrevido. Y torcido como los dedos de los pies del diablo. Me dijo: "Eh, Jake, quiero que conozca a Bob Quinn. Bob, te presento a Jake Pepper. Del Departamento". Estreché la mano de Quinn. Quinn dijo: "He oído mucho de usted. Me han dicho que juega al ajedrez. No tengo muchas oportunidades de jugar. ¿Qué le parece si nos reunimos?". Le dije que sí, seguro, y él dijo:"¿Le parece bien mañana? Venga como a las cinco. Tomaremos un trago y jugaremos un par de partidas". Así empezó. Fui a B.Q. a la tarde siguiente. Jugamos durante dos horas. Es mejor jugador que yo, pero le gané varias veces, como para que la cosa fuera interesante. Es parlanchín. Habla de cualquier cosa: política, mujeres, sexo, pesca de trucha, mover los intestinos, su viaje a Rusia, si es mejor criar ganado o plantar trigo, tomar gin o vodka, Johnny Carson, su safari al África, la religión, la Biblia, Shakespeare, el genio del general MacArthur, la caza del oso, las putas de Reno comparadas con las de las Vegas, la Bolsa de valores, enfermedades venéreas, si los copos de maíz son mejores que los de trigo, el oro que los diamantes; la pena capital (que aprueba con entusiasmo), fútbol, béisbol, básquetbol, de cualquier cosa. De cualquier cosa, excepto de la razón por la que estoy anclado en este pueblo.<br />TC: ¿Quiere decir que no discute el caso?<br />JAKE (deteniéndose): No sólo no discute el caso. Se porta como si no existiera. Yo hablo del caso pero él no reacciona. Le enseñé las fotos de Clem Anderson con la esperanza de causarle una impresión y obligarlo a reaccionar. De alguna forma. Pero no hizo más que mirar el tablero, hacer una jugada, y contar una historia subida de color. De modo que Mr. Quinn y yo jugamos una partida varias tardes a la semana desde hace meses. En realidad, hoy mismo iré más tarde. Y usted (me señala con el dedo) vendrá conmigo.<br />TC: ¿Soy bienvenido?<br />JAKE: Lo llamé esta mañana. Lo único que preguntó fue: "¿Juega al ajedrez?".<br />TC: Sí, pero preferiría observar.<br />(Se desmoronó un leño, y el chisporroteo hizo que fijara la atención en el hogar. Me puse a observar el ronroneo de las llamas y a pensar en por qué había prohibido que Addie describiera a Quinn, que me dijera cómo era. Traté de imaginario; no pude. Más bien, recordé el pasaje de Mark Twain que Jake me había leído en voz alta: "De todas las criaturas, el hombre es la más detestable... el único en poseer malignidad... la única criatura con una mente desagradable". La voz de Addie me rescató de mi arriesgado ensueño.)<br />ADDIE: Oh, vuelve a nevar. Pero no fuerte. Los copos flotan. (Entonces, como si la reanudación de la nieve le hubiera inspirado el tema de la mortalidad, de la evaporación del tiempo.) Sabe, han pasado casi cinco meses. Eso es mucho para él. Por lo general, no espera tanto.<br />JAKE (molesto): Addie, ¿qué es esto?<br /><br />ADDIE: Mi féretro. Han pasado casi cinco meses. Y, como digo, nunca espera tanto.<br />JAKE: ¡Addie! Yo estoy aquí. No te pasará nada.<br />ADDIE: Por supuesto, Jake. Pienso en Oliver Jaeger. ¿Cuándo recibirá su féretro? Piensa que Oliver es el jefe de correos. Un día, clasificando la correspondencia... (De repente su voz, sorprendentemente, se vuelve temblorosa, vulnerable, añorante, de tal manera que acentúa el alegre trino de los canarios.) Bueno, no será muy pronto.<br />TC: ¿Por qué no?<br />ADDIE: Porque primero Quinn deberá llenar mi féretro.<br />Eran más de las cinco cuando partimos. El aire estaba quieto, sin nieve, resplandeciente por las brasas del ocaso y el primer pálido resplandor de la luna, una luna llena que subía por el horizonte como una blanca rueda redonda, o una máscara amenazante, blanca y sin facciones, que atisbaba por las ventanillas del auto. Al final de la calle principal, antes que la población se vuelva llanura, Jake indicó una estación de servicio: —La estación de Tom Henry. Tom Henry, Addie, Oliver Jaeger, son los únicos que quedan de la comisión del río Azul. Le dije que Tom Henry es loco. Es verdad. Pero un loco con suerte. Votó contra los demás. Eso lo exime. No habrá féretro para Tom Henry.<br />TC: Un féretro para Dimitrios.<br />JAKE: ¿Qué dice?<br />TC: Es un libro de Eric Ambler. Una novela de misterio.<br />JAKE: ¿Novela? (Asentí, él hizo una mueca.) ¿Usted lee esas porquerías?<br />TC: Graham Greene era un escritor de primera. Hasta que el Vaticano se apoderó de él. Después, ya no volvió a escribir nada tan bueno como Brighton Rock. Me gusta Agatha Christie, me encanta. Y Raymond Chandler es un gran estilista, un poeta. Aunque sus argumentos sean un lío.<br />JAKE: Porquerías. Esos tipos son soñadores. Se sientan ente una máquina de escribir y se masturban. No hacen otra cosa.<br />TC: De modo que no habrá féretro para Tom Henry. ¿Y para Oliver Jaeger?<br />JAKE: Recibirá el suyo. Una mañana, recorriendo la estafeta, lo encontrará. Un paquete envuelto en papel madera, con su propio nombre. Se olvidará de que son primos. Se olvidará de que ha puesto una aureola alrededor de la cabeza de Bob Quinn. San Bob no lo va a soltar después de unos pocos avemarías. Conozco a San Bob. Es posible que haya usado su cuchillo de tallar, y haya metido la foto de Oliver Jaeger dentro de un cajoncito...<br />(La voz de Jake cesó de hablar y, como si se tratara de una acción correlacionada, su pie presionó el pedal del freno: el auto patinó, viró bruscamente, se enderezó; seguimos camino. Me di cuenta de lo que había pasado. Se había acordado, igual que yo, del patético comentario de Addie: "...Primero Quinn deberá llenar mi féretro". Intenté no decir nada, pero se me soltó la lengua.)<br />TC: Pero eso significa...<br />JAKE: Mejor encender los faros.<br />TC: Eso significa que Addie morirá.<br />JAKE: ¡Diablos, no! ¡Sabía que iba a salirme con ésa! (Golpeó el volante con la palma de la mano.) He construido una pared alrededor de Addie. Le he dado una pistola reglamentaria, calibre 38, y le he enseñado a usarla. Puede darle a un hombre entre los ojos a cien metros. Ha aprendido karate. y sabe romper una madera con un golpe de la mano. Addie es lista; no la podrá engañar. Y yo estoy aquí. Vigilándola. Vigilo a Quinn, también. Y otras personas lo hacen.<br />(Una emoción fuerte, un temor rayano en el terror, puede demoler la lógica de un hombre tan lógico como Jake Pepper, cuyas precauciones no habían salvado la vida a Clem Anderson. Yo no estaba dispuesto a discutir el punto con él, especialmente dado su estado de ánimo irracional de ese momento, pero ¿por qué, si daba por sentado de Oliver Jaeger estaba condenado, tenía tanta seguridad de que Addie no lo estaba? ¿Que no sería atacada? Porque si Quinn seguía el plan, entonces debía despachar a Addie, sacarla de la escena antes de proceder al último paso, enviar un paquete a su primo segundo y firme defensor, jefe de la oficina local de correos.)<br />TC: Sé que Addie ha recorrido el mundo. Pero es hora de que haga otro viaje.<br />JAKE (truculento): No puede irse. No en este momento.<br />TC: ¿Eh? No me pareció una posible suicida.<br />JAKE: Por empezar, por la escuela. Recién termina en junio.<br />TC: ¡Jake! ¡Por Dios! ¿Cómo puede pensar en la escuela? (Por más oscuro que estaba, pude vislumbrar su expresión avergonzada. Al mismo tiempo, adelantó la mandíbula.)<br />JAKE: Hemos discutido el tema. Hablamos de la posibilidad de que ella y Marylee emprendieran un largo crucero. Pero ella no quiere ir a ningún lado. Dijo: "El tiburón necesita una carnada. Si queremos que muerda, la carnada deberá estar a mano".<br />TC:¿De modo que Addie es una trampa? ¿El cabrito que espera que el tigre le salte encima?<br />JAKE: Un momento. No sé si me gusta la manera en que lo dice.<br />TC: ¿Cómo lo diría usted?<br />JAKE: (Silencio.)<br />TC: (Silencio.)<br />JAKE: Quinn tiene a Addie en la mente. De eso no hay duda. Piensa cumplir su promesa. Y es entonces cuando lo agarraremos: en el intento. Con el telón subido y las luces encendidas. Hay riesgos, claro, pero hay que correrlos. Porque... para ser sincero, es probablemente la única oportunidad que tenemos. (Apoyé la cabeza contra la ventanilla, y vi la bonita garganta de Addie cuando echaba la cabeza hacia atrás para beber el vino tinto de un delicioso trago. Me sentí débil, ineficaz y enojado con Jake.)<br />TC: Me gusta Addie. Es real, y sin embargo tiene misterio. ¿Por qué no se habrá casado nunca?<br />JAKE: Guarde el secreto. Addie y yo nos casaremos.<br />TC (mentalmente mirando a otro lado; en realidad seguía viendo a Addie tomando vino): ¿Cuándo?<br />JAKE: El próximo verano. Cuando salga de vacaciones. No se lo hemos dicho a nadie. Excepto a Marylee. ¿Entiende ahora? Addie está a salvo. No permitiré que le pase nada. La amo. Me voy a casar con ella.<br />(El próximo verano: falta toda una vida. La luna llena, más alta, más blanca ahora, y festejada por los coyotes, flotaba encima de las llanuras brillantes de nieve. Había montones de ganado en los fríos campos nevados, agrupados para darse calor. Algunas parejas de animales. Vi dos terneros con pintas, acurrucados lado a lado, dándose protección, consuelo: como Jake, como Addie.)<br />TC: Bueno, felicitaciones. Es maravilloso. Sé que serán muy felices los dos.<br />Pronto vimos un impresionante alambre de púas, una cerca como las de los campos de concentración, a ambos lados del camino. Señalaba el comienzo de la estancia B.Q.: diez mil acres más o menos. Bajé la ventanilla. Entró una ráfaga de aire helado, punzante, con olor a nieve reciente y a heno viejo y dulce. "Entramos aquí", dijo Jake cuando salimos del camino y atravesamos una tranquera de madera abierta. A la entrada, nuestros faros iluminaron un letrero muy elegante: Establecimiento B.Q. / R. Quinn, propietario. Debajo del nombre del dueño había dos hachas de guerra cruzadas. Me pregunté si serían el logotipo del establecimiento o el blasón de la familia. De cualquier forma, las ominosas hachas resultaban apropiadas.<br />El sendero era angosto, bordeado de árboles sin hojas, oscuros excepto por el raro brillo de ojos de animales entre las ramas perfiladas. Cruzamos un puente de madera que hizo un ruido atronador bajo nuestro peso, y oí el rumor de agua, saltos de tonalidad profunda. Era el río Azul, aunque no llegué a verlo, pues estaba oculto por los árboles y los témpanos de nieve. Mientras seguíamos camino nos persiguió el rumor, porque el río corría al lado del sendero, por momentos extrañamente tranquilo, luego, de repente, burbujeante, con la música quebrada de las cascadas.<br />El camino se ensanchó. Unas lucecitas empezaron a aparecer entre los árboles. Un hermoso niño de rubio cabello al viento, montado en pelo sobre un caballo, nos saludó con la mano. Pasamos una hilera de casitas, iluminadas y vibrantes por el ruido de voces de televisión: allí vivían los que trabajaban en el establecimiento. Adelante, en distinguido aislamiento, se alzaba el edificio principal, la casa de Mr. Quinn. Era una estructura grande, de tablas de chilla, de dos pisos, con una galena cubierta en todo su perímetro. Parecía abandonada, pues todas las ventanas estaban a oscuras. Jake hizo sonar la bocina. De inmediato, como una fanfarria de trompetas de bienvenida, una cascada de luces inundó la galería y las ventanas de la planta baja se iluminaron. Se abrió la puerta principal. Un hombre se adelantó y esperó para saludarnos.<br />Mi primera presentación al propietario del establecimiento de campo B.Q. no resolvió la cuestión de por qué Jake no permitió que Addie me lo describiera. Si bien no era un hombre que pasara inadvertido, tenía un aspecto bastante común, pero, sin embargo, el verlo me sobresaltó: Yo conocía a Mr. Quinn. Estaba seguro, hubiera jurado que de alguna manera, sin duda hacia mucho tiempo, yo había conocido a Robert Hawley Quinn y que en realidad juntos habíamos compartido una experiencia alarmante, una aventura tan perturbadora, que la memoria bondadosamente la había sumergido en el olvido.<br />Lucía costosas botas de tacón alto, pero incluso sin ellas medía un metro ochenta y si se parara derecho, en lugar de adoptar una postura agachada, de hombros caídos, habría sido alto. Tenía brazos de simio; las manos le llegaban a las rodillas, y eran de dedos largos, hábiles, extrañamente aristocráticos. Me acordé de un concierto de Rachmaninoff. Las manos de Rachmaninoff eran como las de Quinn. El rostro era ancho pero delgado, de mejillas hundidas, curtido por la intemperie: era el rostro de un campesino medieval, de quien va detrás de un arado, con todos los males del mundo sobre su espalda. Pero Quinn no era un campesino torpe, tristemente cargado. Llevaba anteojos de finos aros de acero, y estos anteojos profesionales, y los ojos grises que asomaban indistintamente tras las gruesas lentes, lo traicionaban: eran unos ojos alertas, suspicaces, inteligentes, brillantes de malignidad, complacientemente superiores. Tenia una voz y una risa hospitalarias, falsamente afables. Pero no era un impostor. Era un idealista, un realizador. Se imponía metas, y estas metas eran una cruz, su religión, su identidad. No, no era un impostor, sino un fanático, y finalmente, mientras estábamos reunidos en la galería, recordé dónde y en qué forma había conocido a Mr. Quinn.<br />Extendió una de sus largas manos hacia Jake, mientras se pasaba la otra por la cabellera blanca y gris, al estilo pionero, de un largo que era popular entre los demás estancieros, que parecían visitar al peluquero todos los sábados para un corte pelo y un champú de talco. Matas de pelo canoso asomaban por las ventanas de su nariz y sus oídos. Me fijé en la hebilla de su cinturón; estaba decorada con dos hachas indias cruzadas, hechas de oro y esmalte rojo.<br />QUINN: Hola, Jake. Dije a Juanita: querida, ese pillo se va a echar atrás. Por la nieve.<br />JAKE: Esto no es nieve.<br />QUINN: Bromeaba, Jake. (A mí.) ¡Debería ver cómo nieva aquí! En 1952 hubo una semana entera en que la única forma de salir de casa era trepando a la ventana del altillo. Se me murieron setecientas cabezas de ganado, todas mis Santa Gertrudis. ¡Ja, ja! Fue terrible. ¿Juega ajedrez, señor?<br />TC: Como hablo francés. Un peu.<br />QUINN (riendo como un viejo y dándose un golpe en los muslos con alegría simulada): Sí, lo sé. Usted es el embaucador de la ciudad que viene a desplumar a los campesinos como nosotros. Apuesto a que puede jugar contra nosotros dos juntos y ganarnos con los ojos vendados. (Lo seguimos por un ancho vestíbulo de techo alto hasta un cuarto inmenso, una catedral con grandes muebles estilo español, muy pesados, armarios, sillas, mesas y espejos barrocos en armonía con el amplio ambiente. El piso estaba cubierto de mosaicos mexicanos, rojos como ladrillos, sobre los que había alfombras navajas. Toda una pared era de bloques de granito cortado de forma irregular, y esa pared, que parecía una caverna de granito, tenía un hogar de leños como para asar una yunta de bueyes. En consecuencia, el delicado fuego que ardía parecía tan insignificante como una ramita en un bosque.<br />Pero la persona sentada cerca del hogar no era insignificante. Quinn me la presentó: "Mi esposa, Juanita". La mujer bajó la cabeza, pero no quería ser distraída de la pantalla de televisión que tenía enfrente: el aparato estaba encendido, pero no tenía volumen; Juanita observaba las temblorosas payasadas e imágenes mudas, una especie de juego visualmente exuberante. El sillón en que estaba sentada bien podría haber engalanado el salón del trono de un castillo ibérico. Lo compartía con un tembloroso chihuahua y una guitarra amarilla, que descansaba sobre su falda.<br />Jake y nuestro anfitrión se acomodaron ante una mesa sobre la que había un espléndido juego de ajedrez de ébano y marfil. Observé el comienzo de la partida, escuchando los chistes despreocupados, y me pareció extraño: Addie tenía razón, parecían amigos íntimos, dos arvejas en una misma chaucha. Luego volví al lugar junto al hogar, decidido a seguir estudiando a la tranquila Juanita. Me senté cerca de ella y busqué algún tópico para iniciar una conversación. ¿La guitarra? ¿El tembloroso chihuahua, que ahora me gañía celosamente?)<br />JUANITA QUINN: ¡Pepe! ¡Estúpido mosquito!<br />TC: No se moleste. Me gustan los perros. (Me miró. Llevaba el pelo, partido al medio y demasiado negro para ser verdadero, pegado al cráneo angosto. La cara era como un puño: rasgos diminutos todos apretados. La cabeza demasiado grande para el cuerpo: no era gorda, pero pesaba más de lo que debía, y casi todo el exceso estaba distribuido entre los senos y el estómago. Las piernas, no obstante, eran esbeltas y bien formadas. Llevaba un par de mocasines indios muy bonitos. El mosquito siguió gañendo, pero ella lo ignoró ahora. Volvió a otorgar su atención a la televisión.) Yo me preguntaba: ¿Por qué mira sin el sonido? (Sus hastiados ojos de ónix regresaron a mí. Repetí la pregunta.)<br />JUANITA QUINN: ¿Bebe tequila?<br />TC: Hay un pequeño lugar en Palm Springs donde hacen unas margaritas excelentes.<br />JUANITA QUINN: Los hombres beben tequila solo. Sin limón. Solo. ¿Le gustaría tomar uno?<br />TC: Seguro.<br />JUANITA QUINN: A mí también. Qué lástima, no tenemos. No podemos guardar una botella en la casa. De hacerlo, me la tomaría; se me secaría el hígado...<br />(Chasqueó los dedos en señal de desastre. Luego acarició la guitarra amarilla, rasgueó las cuerdas, empezó a tocar una tonada, una melodía complicada y desconocida que durante un momento canturreó alegremente. Cuando se detuvo, su expresión volvió a endurecerse.)<br />Yo solía beber todas las noches. Todas las noches bebía una botella de tequila, me iba a la cama y dormía con un bebé. Nunca estaba enferma. Tenía buen aspecto, me sentía bien, dormía bien. Nada más. Ahora tengo un resfrío tras otro, dolores de cabeza, artritis, y no pego los ojos. Todo porque el médico dijo que debía dejar de beber tequila. Pero no se forme una impresión equivocada. No soy una borracha. Podría arrojar al Cañón del Colorado todo el vino y el whisky del mundo. Lo único que me gusta es la tequila. El amarillo oscuro. Ése me gusta más. (Indicó el televisor.) Usted me preguntó por qué miro sin el sonido. Subo el sonido únicamente para oír el pronóstico del tiempo. De lo contrario, observo y me imagino lo que dicen. Si escucho, me duermo. Cuando imagino, me mantengo despierta. Y debo mantenerme despierta, por lo menos hasta la medianoche. De lo contrario, no duermo nada. ¿Dónde vive?<br />TC: En Nueva York, la mayor parte del tiempo.<br />JUANITA QUINN: Nosotros solíamos ir a Nueva York todos los años, o año por medio. El Rainbow Room: ¡Qué vista maravillosa! Pero ya no sería divertido. Nada es divertido. Mi marido dice que usted es un viejo amigo de Jake Pepper.<br />TC: Hace diez años que lo conozco.<br />JUANITA QUINN: ¿Por qué supone que mi marido tiene algo que ver con todo esto?<br />TC: ¿Con todo esto?<br />JUANITA QUINN (sorprendida): Debe de haber oído algo. ¿Por qué piensa Jake Pepper que mi marido está implicado?<br />TC: ¿Jake Pepper piensa que su marido está implicado?<br />JUANITA QUINN: Eso dicen algunos. Mi hermana me dijo...<br />TC: Usted, ¿qué piensa?<br />JUANITA QUINN (levantando a su chihuahua y apretándolo contra el pecho): Siento lástima por Jake. Debe sentirse solo. Y está equivocado: aquí no hay nada. Todo debería olvidarse. Debería volver a su casa. (Con los ojos cerrados, totalmente fatigada.) Ah, ¿quién sabe? ¿A quién le importa? A mí no. A mí lo, dijo la Araña a la Mosca. A mi no.<br />Más allá, hubo una conmoción en la mesa de ajedrez. Quinn, celebrando una victoria sobre Jake, se felicitaba a gritos:<br />"¡Magnífico! Pensé que me tenía atrapado. Pero no bien movió la reina, se embromó el gran Pepper!". Su voz ronca de barítono resonaba en el recinto abovedado con el brío de un cantor de ópera. "Ahora usted, joven", me gritó. "Necesito otra partida. Un auténtico desafío. Este viejo Pepper no me llega a la suela de las botas." Empecé a excusarme, pues la perspectiva de una partida de ajedrez con Quinn era a la vez intimidante y aburrida. Me hubiera sentido de otra manera de pensar que podía derrotarlo, de invadir con éxito esa ciudadela de vanidad. En una oportunidad había ganado un campeonato de ajedrez en la preparatoria, pero hacía siglos de eso. Mi conocimiento del juego estaba ya alojado en algún desván de la mente. Sin embargo, cuando Jake me hizo una seña, se puso de pie y me ofreció su silla, accedí, y abandonando a Juanita Quinn a las oscilaciones de su pantalla de televisión, me senté enfrente de su marido. Jake se ubicó detrás de mi silla: una presencia alentadora. Pero Quinn, valorando mi vacilación, la indecisión de mis movimientos iniciales, me desechó como presa fácil, y reanudó una conversación que había mantenido con Jake, al parecer acerca de cámaras y fotografía.<br />QUINN: Las Kraut son buenas. Yo siempre he tenido cámaras Kraut. Leica. Rolliflex. Pero los japoneses se están rompiendo el culo. Compré una cámara japonesa nueva, del tamaño de un mazo de naipes, que saca quinientas fotos con un solo rollo de película.<br />TC: Conozco esa cámara. He trabajado con un montón de fotógrafos, y la he visto usar. Richard Avedon tiene una. Dice que no es buena.<br />QUINN: Para decir la verdad, todavía no he usado la mía. Espero que su amigo esté equivocado. Podría haber comprado un toro campeón con lo que me costó esa chuchería.<br />(Sentí de repente los dedos de Jake que me apretaban el hombro con urgencia, e interpreté que quería que siguiera con el tema.)<br />TC: ¿Es su hobby, la fotografía?<br />QUINN: Oh, va y viene. De vez en cuando. Empezó cuando me cansé de que los llamados profesionales sacaran fotos de mis campeones. Eran fotos que necesitaba enviar a varios criadores compradores. Pensé que yo podía hacerlo tan bien como ellos, y ahorrar algún dinero de paso. (Los dedos de Jake volvieron a alentarme.)<br />TC: ¿Saca muchos retratos?<br />QUINN: ¿Retratos?<br />TC: De gente.<br />QUINN (con burla): Yo no los llamaría retratos. Instantáneas, tal vez. Aparte del ganado, saco fotos de la naturaleza. Paisajes. Tormentas eléctricas. Las estaciones aquí en la estancia. El trigo cuando está verde y cuando está dorado. Mi río. Tengo hermosas fotos de mi río al desbordar. (El río. Me puse tenso al oír que Jake se aclaraba la garganta, como si fuera a hablar; en vez de eso, me hundió los dedos con más firmeza. Jugué un peón, para hacer tiempo.)<br />TC: Debe sacar muchas fotos en colores, entonces.<br />QUINN (asintiendo): Por eso yo mismo las revelo. Cuando se manda la película a los laboratorios, nunca se sabe qué le devolverán.<br />TC: Oh, ¿tiene cuarto oscuro?<br />QUINN: Si quiere llamarlo así. Nada extravagante. (Jake volvió a hacer sonar la garganta, esta vez con intención.)<br />JAKE: ¿Bob? ¿Recuerda esas fotos de que le hablé? Las dos de los féretros. Fueron hechas con una cámara de acción rápida.<br />QUINN: (silencio)<br />JAKE: Una Leica.<br />QUINN: Bueno, no era mía. Yo perdí mi vieja Leica en la espesura del África. Me la habrá robado algún negro. (Mirando fijamente el tablero, con una expresión de divertida consternación en el rostro.) ¡Cómo, sinvergüenza! Maldita sea su estampa. Fíjese, Jake. Su amigo casi me da jaque mate. Casi...<br />Era verdad. Con una habilidad resurgida inconscientemente, había dirigido mi ejército de ébano con considerable competencia, aunque no intencionada, y me las había arreglado para poner al rey de Quinn en una posición peligrosa. En cierto sentido, lamentaba mi éxito, pues Quinn lo utilizaba para desviar el ángulo de la investigación de Jake, para pasar del tema de la fotografía, repentinamente candente, al ajedrez; por otra parte, me sentía muy contento; si seguía jugando sin cometer errores, podía ganar. Quinn se rascó la barbilla, dedicando sus ojos grises a la religiosa tarea de rescatar a su rey. Pero para mí, el tablero era un borrón. Tenía la mente atrapada en una curvatura del tiempo, entumecida por recuerdos suspendidos durante casi medio siglo. Era verano, y yo tenía cinco años. Vivía con unos parientes en una ciudad de Alabama. Había un río junto a esta ciudad, también un río lento y lodoso que me desagradaba porque estaba lleno de culebras acuáticas y peces bigotudos. Sin embargo, por más que me disgustaban sus bocas peludas, me encantaban una vez capturados, fritos y cubiertos de ketchup; teníamos una cocinera que los servía a menudo. Se llamaba Lucy Joy. Era una negra corpulenta; reservada, muy seria. Parecía vivir de domingo en domingo, pues entonces cantaba en el coro de una iglesia de campo. Pero un día, Lucy Joy cambió notablemente. Estábamos solos en la cocina, y empezó a hablar de un reverendo Bobby Joe Snow, describiéndolo con un entusiasmo que encendió mi imaginación. Hacía milagros. Era un famoso evangelista, y pronto vendría a nuestro pueblo. El reverendo Snow venía a predicar la próxima semana, a bautizar y salvar almas. Supliqué a Lucy que me llevara a verlo, y la mujer sonrió y prometió que lo haría. Resultaba que ella necesitaba que la acompañara, pues el reverendo Snow era blanco, su feligresía practicaba la segregación, y Lucy había pensado que la única manera de que la admitirían sería llevando un niño blanco a bautizar. Naturalmente, Lucy no me hizo saber que lo tenía preparado. A la semana siguiente, cuando partimos para asistir a la reunión evangélica del reverendo, yo sólo imaginaba el suceso conmovedor de ver a un santo del Cielo que ayudaba a que los ciegos vieran y que los tullidos caminaran. Pero empecé a intranquilizarme cuando me di cuenta de que nos dirigíamos al río. Cuando llegamos vi a cientos de personas reunidas a la orilla. Eran campesinos, patanes que bailaban y daban alaridos. Vacilé. Lucy se puso furiosa, y me arrastró hacia la sudorosa muchedumbre. Campanillas y cascabeles, cuerpos haciendo cabriolas. Podía oír una voz que entonaba salmos. Lucy también se unió a los cantos, gimiendo, sacudiéndose. Mágicamente un extraño me subió a su hombro y logré ver al hombre de la voz dominante. Estaba metido en el río, vestía una túnica blanca y el agua le llegaba a la cintura. Tenía el pelo gris y blanco, una masa enmarañada y empapada y sus largas manos, extendidas hacia el cielo, imploraban al húmedo sol del mediodía. Traté de ver su cara, pues sabía que debía ser el reverendo Bobby Joe Snow, pero antes de lograrlo, mi benefactor me volvió a depositar en medio de la asquerosa mezcolanza de pies extáticos, ondulantes brazos y temblorosas panderetas. Supliqué volver a casa, pero Lucy borracha de gloria, no me soltaba. El sol quemaba. Sentí el vómito en la garganta. Pero no devolví. Empecé a chillar, a dar puñetazos y alaridos. Lucy me arrastraba en dirección al río, y la multitud se abría para hacernos paso. Luché hasta llegar a la orilla del río, luego me detuve, silenciado por la escena. El hombre de la túnica blanca, parado en el río, sostenía a una niña reclinada. Recitó las Escrituras antes de sumergirla rápidamente bajo el agua, y luego la sacó. Llorando, gritando, se dirigió, a los tropezones, hacia la orilla. Ahora los brazos de simio del reverendo se extendieron hacia mí. Mordí a Lucy en la mano, y me libré de su control, pero un muchachón me agarró y me arrastró al agua. Cerré los ojos. Podía oler el pelo, sentir los brazos del reverendo que me impulsaban hacia abajo, hacia la negrura sofocante y luego, horas después, me alzaban hacia la luz solar. Abrí los ojos y los fijé en los de él, grises, maníacos. Acercó la cara ancha y delgada, y me besó en los labios. Oí una risa fuerte, una erupción como dinamita: "¡Jaque mate!".<br />QUINN: ¡Jaque mate!<br />JAKE: Diablos, Bob. Lo hizo por cortesía. Dejó que usted ganara.<br />(El beso se esfumó. El rostro del reverendo, retrocediendo, fue reemplazado por un rostro virtualmente idéntico. De modo que había sido en Alabama, cincuenta años atrás, donde había visto por primera vez a Mr. Quinn, o por lo menos a su contraparte: Bobby Joe Snow, evangelista.)<br />QUINN: ¿Qué le parece, Jake? ¿Listo para perder otro dólar?<br />JAKE: Esta noche no. Salimos en auto para Denver mañana. Mi amigo tiene que tomar el avión.<br />QUINN (a mí): Eh, qué visita más corta. Vuelva pronto. Venga en verano y lo llevaré a pescar truchas. Aunque ya no es igual que antes. Antes podía estar seguro de pescar una trucha arco iris de tres kilos no bien tiraba la línea. Antes de que arruinaran mi río.<br />(Nos fuimos sin despedirnos de Juanita Quinn. Estaba profundamente dormida, roncando. Quinn nos acompañó hasta el auto. "¡Manejen con cuidado!", nos advirtió, mientras nos decía adiós con la mano y esperaba a que desaparecieran las luces traseras de nuestro auto.)<br />JAKE: Bueno, me enteré de una cosa, gracias a usted. Ahora sé que él mismo saca las fotos.<br />TC: ¿Por qué no quiso que Addie me dijera cómo era?<br />JAKE: Podría haber influenciado su primera impresión. Quería que lo viera sin prejuicios y me dijera qué veía.<br />TC: Vi aun hombre que había visto antes.<br />JAKE: ¿A Quinn?<br />TC: No, no a Quinn. Pero a alguien parecido. Su mellizo.<br />JAKE: Hable claro.<br />(Describí aquel día de verano, mi bautismo. El parecido entre Quinn y el reverendo Snow era tan claro para mí. Los caracteres afines. Pero hablé emotivamente, metafísicamente, y no logré comunicar lo que sentía. Me di cuenta de la desilusión de Jake: él esperaba una percepción sensata, una penetración prístina y pragmática que lo ayudara a aclarar su propio concepto del carácter de Quinn, y de sus motivaciones.<br />Guardé silencio, mortificado por haber fallado a Jake. Pero al llegar a la carretera, y cuando nos dirigíamos por ella a la ciudad, Jake me dijo que, a pesar de que el relato de mi recuerdo había sido un tanto confuso e inconexo, él había podido descifrar parcialmente lo que yo había expresado de forma tan pobre.)<br />Bueno, Bob Quinn cree que él es Dios Todopoderoso.<br />TC: No lo cree. Lo sabe.<br />JAKE: ¿Alguna duda?<br />TC: No, ninguna. Quinn es el hombre que talla los féretros.<br />JAKE: Y uno de estos días tallará el propio. O no me llamo Jake Pepper.<br />Durante los meses siguientes llamé a Jake por lo menos una vez a la semana, por lo general los domingos, cuando él estaba en casa de Addie, lo que me permitía hablar con ambos. Jake abría la conversación diciendo: "Lo siento, socio. Nada nuevo que informar". Pero un domingo, Jake me contó que él y Addie habían fijado la fecha de la boda: el 10 de agosto. Y Addie dijo: "Espero que pueda venir". Le prometí que lo haría, aunque el día coincidía con un viaje de tres semanas a Europa que había planeado. Bueno, combinaría las fechas. Sin embargo, fue la pareja la que tuvo que cambiar pues el agente del Departamento que reemplazaría a Jake mientras durara su luna de miel ("¡Vamos a Honolulú!") tuvo un ataque de hepatitis y la boda se pospuso hasta el primero de setiembre. "Qué mala suerte", dije a Addie. "Pero para entonces ya estaré de regreso, y podré ir".<br />De modo que a principios de agosto, volé por Swissair a Suiza, y holgazaneé varias semanas en una aldea alpina, tomando el sol entre las nieves eternas. Dormí, comí, releí a todo Proust, que es como sumergirse en una ola gigantesca, con destino desconocido. Pero mis pensamientos con demasiada frecuencia giraban en torno de Mr. Quinn. A veces, mientras dormía, llamaba a mi puerta y entraba a mis sueños, en ocasiones tal cual era, con los ojos grises brillándole tras los anteojos de aro de alambre, pero de vez en cuando aparecía ataviado como el reverendo Snow, con la túnica blanca. Aspirar durante un breve período el aire alpino es vivificante pero una larga vacación en las montañas puede tornarse claustrofóbica y provocar depresiones inexplicables. De todos modos, un día en un estado de ánimo negro, alquilé un auto y atravesando el paso Bernardo crucé a Italia y me dirigía Venecia. En Venecia uno vive disfrazado y con máscara, es decir uno no es uno mismo, y no es responsable de su comportamiento. No era mi yo verdadero el que llegó a Venecia a las cinco de la tarde y que antes de la medianoche tomó un tren con destino a Estambul. Todo empezó en el bar de Harry, como tantas aventuras venecianas. Acababa de pedir un martini, cuando justo entra por la puerta de vaivén Gianni Paoli, un enérgico periodista que había conocido en Moscú cuando él era corresponsal de un diario italiano. Juntos, con la ayuda de vodka, habíamos alegrado muchos aburridos restaurantes rusos. Gianni estaba en Venecia camino a Estambul. Tomaba el Expreso de Oriente a medianoche. Seis martinis más tarde me había convencido de que fuera con él. Fue un viaje de dos días y dos noches. El tren serpenteó a través de Yugoslavia y Bulgaria, pero nuestras impresiones de estos países se limitaron a lo que vimos por las ventanillas de nuestro iluminado compartimiento, que nunca abandonábamos excepto para renovar nuestra provisión de vino y vodka. El cuarto daba vueltas. Paraba. Daba vueltas. Bajé de la cama. Mi cerebro, una colección de vidrios rotos, tintineó dolorosamente dentro de mi cabeza. Podía ponerme de pie, sin embargo. Y caminar. Hasta recordaba dónde estaba: en el hotel Hilton, en Estambul. Cautelosamente, me dirigí a un balcón que daba al Bósforo. Gianni Paoli tomaba el sol, desayunaba y leía el Herald Tribune, edición parisiense. Parpadeando, miré la fecha del diario. Era el primero de setiembre. ¿Por qué la fecha me causaba una sensación tan desagradable? Náuseas. Culpa. Remordimiento. Por Dios, ¡me había perdido la boda! Gianni no comprendía por qué estaba tan perturbado (los italianos siempre están perturbados, pero no entienden por qué pueden estarlo otras personas). Sirvió vodka en su jugo de naranja, me lo ofreció, y me dijo que bebiera, que me emborrachara. "Primero envía un telegrama". Seguí su consejo, las dos partes. El telegrama decía.- Demorado inevitablemente pero les deseo muchas felicidades en este día maravilloso. Más tarde, cuando el descanso y la abstinencia volvieron firme mi mano, les escribí una carta breve. No mentí, simplemente no les expliqué por qué había sido "inevitablemente demorado". Dije que volvía a Nueva York en unos días y que los llamaría por teléfono tan pronto regresaran de su luna de miel. Dirigí la carta al matrimonio Pepper. y al dejarla en la recepción para que la despacharan me sentí aliviado, exonerado. Pensé en Addie, con una flor en el pelo, en Addie y Jake caminado al atardecer por una playa en Waikiki, con el mar junto a ellos bajo las estrellas. Me pregunté si Addie sería demasiado grande para tener hijos.<br />Pero no volvía casa. Sucedieron cosas. Encontré a un viejo amigo en Estambul. Un arqueólogo que estaba trabajando en una excavación en la costa de Anatolia, al sur de Turquía. Me invitó a que fuera con él, dijo que Anatolia me gustaría, y tenía razón, me gustó. Nadaba todos los días, aprendí a bailar bailes folklóricos de Turquía, bebí ouzo y bailé al aire libre todas las noches en el bar local. Me quedé dos semanas. Luego fui por barco a Atenas, y de allí volé a Londres, donde me hice hacer un traje a medida. Era octubre, casi otoño, cuando recién abrí la puerta de mi departamento de Nueva York. Un amigo, que durante mi ausencia iba a regar las plantas, había colocado la correspondencia en ordenadas pilas sobre la mesa de la biblioteca. Había algunos telegramas, que examiné antes de quitarme el abrigo. Abrí uno: era una invitación a una fiesta de Noche de Brujas. Abrí otro: llevaba la firma de Jake: Llámeme urgentemente. Estaba fechado agosto 29. Hacía seis semanas. Rápidamente, sin permitirme creer que lo que pensaba fuera verdad, encontré el número de Addie y disqué. No me respondieron. Luego hice una llamada, persona a persona, al motel Prairie: No Mr. Pepper no se alojaba allí en ese momento. Sí, la operadora creía que era posible comunicarse con él a través del Departamento de Investigaciones del Estado. Llamé. Un hombre —un hijo de puta intratable— me informó que el detective Pepper estaba de licencia, y no, no podía decirme por donde andaba ("Es contrario a los reglamentos"). Cuando le di mi nombre y le dije que llamaba desde Nueva York contestó ah, sí, y cuando le pedí por favor que me escuchara, porque es muy importante, el hijo de perra colgó.<br />Necesitaba orinar, pero la urgencia, insistente durante todo el viaje desde el aeropuerto Kennedy, desapareció cuando miré las cartas apiladas sobre la mesa de la biblioteca. La intuición me llevó a ellas. Revisé las pilas con la velocidad profesional de un clasificador de correspondencia, buscando la letra de Jake. La encontré. El sobre llevaba el matasello setiembre 10, pertenecía al Departamento de Investigaciones y provenía de la capital del Estado. Era una carta breve, pero la letra, firme y masculina, disfrazaba la angustia de su autor:<br />Su carta de Estambul llegó hoy. Cuando la leí estaba sobrio. Ahora no estoy sobrio. El día que murió Addie, en agosto, le envié un telegrama pidiéndole que me llamara. Supongo que estaba en el extranjero. Pero eso era lo que tenía que decirle. Addie ha muerto. Todavía no lo creo, nunca lo creeré, hasta que sepa qué pasó realmente. Dos días antes de la boda ella Y Marylee estaban nadando en el río Azul. Addie se ahogó, pero Marylee no la vio ahogarse. No puedo escribir de esto. Tengo que irme. No confío en mí. Vaya adonde vaya, Marylee Connor sabrá localizarme. Sinceramente...<br />MARYLEE CONNOR: ¡Hola! Por supuesto, reconocí su voz en seguida.<br />TC: La he llamado la tarde entera, cada media hora.<br />MARYLEE: ¿Adonde está?<br />TC: En Nueva York<br />MARYLEE: ¿Cómo está el tiempo?<br />TC: Está lloviendo.<br />MARYLEE: Aquí también está lloviendo. Pero hacía falta. Tuvimos un verano tan seco. Una tenía el pelo lleno de polvo. ¿Dice que me ha estado llamando?<br />TC: La tarde entera.<br />MARYLEE: Bueno, estaba en casa, pero me parece que no oigo muy bien. Y he estado en el sótano y también en el altillo. Empacando. Ahora que estoy sola, esta casa es demasiado grande para mí. Tenemos una prima, que es viuda, también, que compró un departamento en Florida. Me voy a vivir con ella. Bueno, ¿cómo está? ¿Ha hablado con Jake últimamente? (Le expliqué que acababa de regresar de Europa, y que no había podido localizar a Jake; me dijo que estaba con uno de sus hijos en Oregon, y me dio el número de teléfono.) Pobre Jake. Lo ha tomado tan mal. En cierto sentido, se culpa sí mismo. ¿Oh? ¡Oh, no lo sabía!<br />TC: Jake me escribió, pero recién hoy leí su carta. No puedo decirle cuánto lo siento...<br />MARYLEE (cierta dificultad en la voz): ¿No sabía nada de Addie?<br />TC: Recién hoy me enteré...<br />MARYLEE (suspicazmente): ¿Qué le dijo Jake?<br />TC: Dijo que se ahogó.<br />MARYLEE (a la defensiva, como si estuviéramos discutiendo): Bueno, así fue. Y no me importa lo que piensa Jake. Bob Quinn no estaba cerca. Es imposible que tuviera algo que ver...<br />(Oí que inspiraba hondo, luego una larga pausa, como si para controlar su genio, se hubiera puesto a contar hasta diez.) Si alguien tiene la culpa, soy yo. Yo tuve la idea de ir a Sandy Cove a nadar. Sandy Cove no pertenece a Quinn. Está en las tierras de Miller. Addie y yo siempre íbamos allí. Hay buena sombra. Es la parte más segura del río Azul. Tiene una laguna natural, y allí aprendimos a nadar de niñas. Ese día estábamos solas en Sandy Cove. Entramos en el agua juntas, y Addie me dijo que la semana próxima a esa misma hora estaría nadando en el Pacífico. Addie era muy buena nadadora, pero yo me canso en seguida. De modo que después de refrescarme, extendí una toalla bajo un árbol y empecé a hojear las revistas que había llevado. Addie se quedó en el agua. La oí decir: "Nadaré hasta la curva e iré a sentarme bajo la cascada". El río sale de Sandy Cove, hace una curva, y corre por un borde de rocas, formando una cascada. Es una bajada leve, de unos sesenta centímetros. Cuando éramos chicas era divertido sentarse en el borde de las rocas y sentir el agua entre las piernas.<br />Yo estaba leyendo, sin fijarme en la hora hasta que sentí frío y vi que el sol ya bajaba entre las montañas. No estaba preocupada: imaginé que Addie estaba disfrutando de la cascada. Pero después de un rato caminé río abajo y grité: "¡Addie! ¡Addie!". Pensé: Está bromeando. De modo que subí hasta la parte más alta de Sandy Cove. Desde allí podía ver la cascada y todo el río corriendo hacia el norte. No había nadie. Addie no se veía. Luego, justo debajo de la cascada, vi un nenúfar blanco que flotaba en el agua y se sacudía. Pero luego me di cuenta de que no era un nenúfar: era una mano, con un brillante: el anillo que le regaló Jake. Corrí hacia abajo, me metí en el río hasta llegar al borde de rocas de la cascada. El agua era transparente, y no muy honda. Alcancé a ver la cara de Addie bajo la superficie, con el pelo enredado en las ramas de un árbol hundido. No había nada que hacer. La tomé de la mano y tiré y tiré con todas mis fuerzas, pero no pude moverla. De alguna manera, nunca sabremos cómo, se había caído del reborde y se había enredado el pelo en las ramas, que le impidieron salir. Muerte accidental por asfixia. Tal fue el veredicto del forense. ¿Hola?<br />TC: Sí, aquí estoy.<br />MARYLEE: Mi abuela Mason nunca usaba la palabra "muerte". Cuando moría alguien, especialmente alguien a quien quería, decía que había sido "convocado". Quería significar que no habían sido enterrados, perdidos para siempre, sino "convocados" a algún lugar de la infancia, a un mundo de seres vivientes. Así me siento yo ahora. Addie ha sido convocada y vive con todo lo que ama. Con los niños. Los niños y las flores. Los pájaros. Las plantas silvestres que encontraba en la montaña.<br />TC: Lo siento tanto, Mrs. Connor. Yo...<br />MARYLEE: Está bien querido.<br />TC: Ojalá hubiera algo que yo...<br />MARYLEE: Bueno, me alegro de haber hablado con usted.<br />Cuando hable con Jake, déle mis cariños. No se olvide.<br />Me di una ducha, puse una botella de cognac junto a la cama, me metí entre las frazadas, tomé el teléfono, y disqué el número de Oregon que me había dado Marylee. Contestó el hijo de Jake. Me dijo que su padre había salido, no sabía adonde ni a qué hora volvería. Dejé un mensaje para que me llamara no bien volviera, a cualquier hora. Me llené la boca de cognac e hice un buche. Era un remedio para que no me castañearan los dientes. Dejé que la bebida corriera por la garganta. El sueño, con la forma curva de un río susurrante, fluyó en mi mente. Finalmente, todo era el; río, todo volvía al río. Quinn podía haber provisto las víboras de cascabel, el incendio, la nicotina, el alambre de acero, pero el río había inspirado los hechos, y ahora se había llevado también a Addie. Addie: con el pelo enredado en la maleza bajo la superficie, corría, en mi sueño, por encima de su rostro ahogado y tembloroso como un velo de novia. Estalló un terremoto. Era el teléfono, que atronaba sobre mi estómago, donde descansaba aún al quedarme dormido. Sabía que era Jake. Lo dejé sonar mientras me servía otro trago para despertarme.<br />TC: ¿Jake?<br />JAKE: ¿De modo que volvió por fin?<br />TC: Esta mañana.<br />JAKE: Bueno, no se perdió la boda, después de todo.<br />TC: Recibí su carta, Jake...<br />JAKE: No. No tiene por qué hacer un discurso.<br />TC: Llamé a Mrs. Connor, Marylee. Tuvimos una larga conversación...<br />JAKE (alerta): ¿Sí?<br />TC: Me contó todo lo que había pasado...<br />JAKE: ¡Oh, no! ¡Nada de eso!<br />TC (sorprendido por la dureza de la respuesta): Pero, Jake, me dijo...<br />JAKE: Si. ¿Qué le dijo?<br />TC: Que fue un accidente.<br />JAKE: ¿Usted le creyó?<br />(Su tono de voz tristemente burlón, trajo a mi mente la expresión de Jake: los ojos duros, la mueca en los labios delgados.)<br />TC: Por lo que ella me dijo, parece la única explicación.<br />JAKE: Ella no sabe cómo sucedió. No estaba presente. Estaba sentada leyendo revistas.<br />TC: Bueno, si fue Quinn...<br />JAKE: Escucho.<br />TC: Debe ser un mago.<br />JAKE: No, necesariamente. Pero ahora no puedo hablar del asunto. Pronto, tal vez. Ha sucedido algo que puede apurar las cosas. Papá Noel nos visitó temprano este año.<br />TC: ¿Estamos hablando de Jaeger?<br />JAKE: Sí. Señor. El jefe de correos ha recibido su encomienda.<br />TC: ¿Cuándo?<br />JAKE: Ayer. (Rió, no placenteramente, sino con excitación, con energía liberada.) Malas noticias para Jaeger, pero buenas para mí. Mi plan era quedarme aquí hasta después del Día de Acción de Gracias. Pero me estaba volviendo loco. No pensaba más que: ¿Y si no acosa a Jaeger? ¿Y si no me da esa última oportunidad? Bueno, puede llamarme al motel Prairie desde mañana a la noche. Allí estaré.<br />TC: Jake, espere un momento. Debe de haber sido un accidente. Lo de Addie, quiero decir.<br />JAKE (simulando ser paciente, como si hablara con un aborigen retardado): Le voy a decir algo para que medite mientras se duerme.<br />Sandy Cove, donde ocurrió el "accidente", está dentro de la propiedad de un hombre llamado A. J. Miller. Hay dos maneras de llegar. La más corta es por un camino de atrás que atraviesa las tierras de Quinn y lleva directamente a la propiedad de Miller. Eso es lo que hicieron las damas. Adiós, amigo.<br />Naturalmente, lo que me dejó para meditar me mantuvo despierto hasta el amanecer. Las imágenes se formaban, se desvanecían. Era como si mentalmente estuviera haciendo el montaje de una película de cine. Addie y su hermana van en su auto por la carretera. Salen para adentrarse en un camino de tierra que es parte de la propiedad del establecimiento de campo B.O. Quinn está de pie en la galería de su casa, o tal vez observando por una ventana. Sea como fuere, en algún momento ve el auto intruso, reconoce a sus ocupantes, y adivina que se dirigen a nadar a Sandy Cove. Decide seguirlas. ¿En auto? ¿A pie? De cualquier manera, se acerca a la zona donde se bañan las mujeres por una ruta indirecta. Una vez allí, se esconde entre los árboles encima de Sandy Cove. Marylee está descansando sobre una toalla, leyendo revistas. Addie está en el agua. Oye que Addie dice a su hermana: "Voy a nadar hasta la curva y me sentaré en la cascada". Ideal: Addie quedará sin protección, sola, fuera del alcance de su hermana. Quinn espera hasta asegurarse de que está distraída. Entonces se desliza terraplén abajo (el mismo que luego usará Marylee para buscar a su hermana). Addie no lo oye: la cascada cubre el ruido de los movimientos de Quinn. ¿Cómo evitar que lo vea? Pues no bien lo vea se dará cuenta del peligro, protestará, gritará. No, la hace callar con un revólver. Addie oye algo, levanta la vista, ve a Quinn que rápidamente se acerca al reborde, apuntándola con un revólver. La empuja de la cascada, la sumerge, la deja bajo el agua: un bautismo final.<br />Era posible. Pero el amanecer, y el comienzo del tráfico neoyorquino, disminuyeron mi entusiasmo por mi febril fantasear, hundiéndome rápidamente en la realidad, ese descorazonador abismo.<br />Jake no tenía alternativa: como Quinn, se había propuesto una tarea apasionada, y esta tarea, su deber humano, era demostrar que Quinn era culpable de diez muertes indecentes, en especial de la muerte de una mujer cálida y afable con la que quería casarse. Pero a menos que Jake desarrollara una teoría más convincente que la tramada por mi propia imaginación, preferiría olvidarla: me satisfacía, para quedarme dormido, el veredicto sensato del forense: Muerte accidental por asfixia.<br />Una hora después estaba totalmente despierto, víctima del cambio de horario. Despierto, pero cansado, preocupado, y muerto de hambre. Por supuesto, debido a mi prolongada ausencia, no había nada comestible en la heladera. Leche cortada, pan rancio, bananas negras, huevos podridos, naranjas arrugadas, manzanas secas, tomates podridos, una torta de chocolate cubierta de hongos. Me hice una taza de café, le agregué cognac, y con eso como fortificante, examiné mi correspondencia acumulada. Mi cumpleaños había sido el 30 de setiembre, y unos pocos habían enviado tarjetas de felicitaciones. Uno de ellos era Fred Wilson, el detective retirado y amigo mutuo que me había presentado a Jake Pepper. Sabía que estaba familiarizado con el caso de Jake, que Jake lo consultaba a menudo, pero por alguna razón nunca habíamos discutido el asunto, omisión que decidí rectificar llamándolo inmediatamente.<br />TC: ¿Hola? ¿Puedo hablar con Mr. Wilson, por favor?<br />FRED WILSON: Con él habla.<br />TC: ¿Fred? Suenas como si tuvieras un fuerte resfrío.<br />FRED: Así es. Una peste.<br />TC: Gracias por la felicitación de cumpleaños.<br />FRED: Ah. No tenías que gastar dinero en una comunicación para agradecérmela.<br />TC: Bueno, quería hablarte de Jake Pepper.<br />FRED: Debe de haber algo de verdad en esto de la telepatía. Estaba pensando en Jake cuando sonó el teléfono. Sabes que el Departamento le ha dado licencia. Están tratando de alejarlo del caso.<br />TC: Está de vuelta ahora.<br />(Después de repetirle la conversación que había tenido la noche anterior, Fred me hizo varias preguntas, la mayoría acerca de la muerte de Addie Mason y las opiniones de Jake al respecto.)<br />FRED: Me sorprende mucho que el Departamento le permitiera volver allí. Jake es el tipo de mente más clara que conozco.<br />No hay nadie en nuestro oficio que respete más que a Pepper. Pero ha perdido el juicio. Se ha estado golpeando la cabeza contra la pared todo este tiempo, hasta perder el sentido. Claro que es terrible lo que le pasó a la novia. Pero fue un accidente. Se ahogó. Jake no quiere aceptar eso, dice a los gritos que fue un asesinato. Y acusa al tal Quinn.<br />TC (con resentimiento): Jake puede tener razón. Es posible.<br />FRED: Y también es posible que el hombre sea ciento por ciento inocente. En realidad, ése es el consenso general. He hablado con tipos del Departamento de Jake, y dicen que no podrían aplastar ni a una mosca con la evidencia que tienen. Que era bastante embarazosa la situación. Y el mismo jefe de Jake me dijo que él no creía que Quinn hubiera matado a nadie.<br />TC: Mató a dos ladrones de ganado.<br />FRED (risitas, luego un ataque de tos): Bueno, señor. Eso no es matar en realidad. Por estas partes, por lo menos.<br />TC: Excepto que no eran ladrones, sino dos jugadores de Denver. Quinn les debía dinero. Y lo que es más no creo que la muerte de Addie haya sido accidental. (Desafiante, con sorprendente autoridad, le relaté el "asesinato" tal cual lo había imaginado. Las ideas descartadas con la primera luz del día me parecían ahora no sólo plausibles, sino vívidamente convincentes: Quinn había seguido a las hermanas hasta Sandy Cove, se había ocultado entre los árboles, debajo del terraplén, amenazado a Addie con un revólver y la había agarrado, ahogándola.)<br />FRED: Ésa es la historia de Jake.<br />TC: No.<br />FRED: ¿Es algo que imaginaste tú?<br />TC: Más o menos.<br />FRED: Igual, es la historia de Jake. Espera, tengo que sonarme la nariz.<br />TC: ¿Qué quieres decir con eso de que "es la historia de Jake"?<br />FRED: Como te dije, debe haber algo de verdad en esto de la telepatía. Con algún detalle más o menos, es la historia de Jake. Hizo un informe para el Departamento, y me mandó una copia. Y así es como reconstruyó los hechos. Quinn vio el auto, las siguió...<br />(Fred continuó. Sentí una oleada de vergüenza. Me sentí como un escolar al que descubren copiando en un examen. Irracionalmente, en lugar de echarme la culpa, se la endilgué a Jake. Estaba enojado con él por no haber provisto una solución coherente abatido porque sus conjeturas no fueran mejores que las mías. Confiaba en Jake, el profesional, y me sentía deprimido al ver fluctuar esa confianza. Pero era un invento tan descabellado, todo esto de Quinn, Addie y la cascada. Aun así, a pesar de los comentarios destructivos de Fred Wilson. yo sabía que la fe básica que yo tenía en Jake era justificada.) El Departamento está en una situación difícil. Tienen que sacar a Jake de este caso. Él se ha descalificado a sí mismo. ¡Oh, luchará contra ellos! Pero es por su propia reputación. Por seguridad también. Una noche, después que murió su novia, me llamó a las cuatro de la mañana. Más borracho que cien indios bailando en un maizal. Todo se reducía a que iba a desafiar a Quinn a un duelo. Lo llamé para ver cómo estaba al día siguiente. El hijo de puta ni siquiera se acordaba de que me había llamado.<br />La ansiedad, como dice cualquier psiquiatra costoso, es causada por la depresión, pero la depresión, como dirá el mismo psiquiatra en una segunda visita, después que se ha pagado otra sesión, es causada por la ansiedad. Toda esa tarde giré en ese monótono círculo vicioso. Para la noche, los dos demonios se habían combinado. Mientras la ansiedad copulaba con la depresión, yo miraba la controvertida invención de Mr. Bell temiendo el momento de llamar al hotel Prairie y oír que Jake me decía que el Departamento lo había retirado del caso. Por supuesto, podría haberme sentido mejor después de una buena comida, pero ya había abolido el hambre comiendo la torta de chocolate con la cobertura de hongos. También podría haber ido a ver una película y fumado un cigarrillo de marihuana. Pero cuando uno se siente así, el único remedio es llevarle la corriente: aceptar la ansiedad, seguir deprimido, relajarse, dejarse llevar donde sea.<br />OPERADORA: Buenas noches, motel Prairie. ¿Mr. Pepper? Eh, Ralph, ¿has visto a Jake Pepper? ¿En el bar? Hola, la persona que llama está en el bar. Lo conecto.<br />TC: Gracias.<br />(Recordé el bar del Prairie; a diferencia del motel, tenia cierto encanto, propio de una tira cómica. Los clientes eran vaqueros, las paredes de cuero crudo, decoradas con posters de chicas y sombreros mexicanos; el baño de hombres era para TOROS, mientras que el de mujeres decía BELLAS. Había un tocadiscos automático con música del oeste. Al oír esa música, me di cuenta de que el barman me había contestado.)<br />BARMAN: ¡Jake Pepper! ¡Lo llaman por teléfono! Hola, señor, quiere saber quién es.<br />TC: Un amigo de Nueva York.<br />VOZ DE JAKE (lejana, cada vez más fuerte, a medida que se acerca al teléfono): Claro que tengo amigos en Nueva York. En Tokio, Bombay. ¡Hola, amigo de Nueva York!<br />TC: Parece alegre.<br />JAKE: Tan alegre como el mono de un mendigo.<br />TC: ¿Puede hablar? ¿O lo llamo más tarde?<br />JAKE: Está bien. Hay tanto ruido que nadie me oye.<br />TC (inciertamente, cuidando no abrir la herida): ¿Cómo van las cosas?<br />JAKE: No tan bien.<br />TC: ¿Por el Departamento?<br />JAKE (intrigado): ¿El Departamento?<br />TC: Bueno, se me ocurrió que le causaba dificultades.<br />JAKE: No me causa ninguna dificultad. Yo a ellos, sí. Un montón de imbéciles. No, es ese cabeza de alcornoque de Jaeger.<br />Nuestro adorado jefe de correos. Es un gallina. Quiere escapar del gallinero. Y no sé cómo detenerlo. Pero tengo que hacerlo.<br />TC:¿Porqué?<br />JAKE: "El tiburón necesita carnada".<br />TC: ¿Ha hablado con Jaeger?<br />JAKE: Durante horas. Está conmigo en este momento. Sentado en un rincón como un conejito blanco listo para meterse en el agujero.<br />TC: Bueno, lo comprendo.<br />JAKE: Yo no puedo darme ese lujo. Tengo que convencer a este timorato. ¿Cómo? Tiene sesenta y cuatro años, un montón de dinero, y está a punto de retirarse. Es soltero. ¡Su pariente más cercano es Bob Quinn! Por Dios. Y oiga esto: Todavía no cree que fue Quinn. Dice sí, tal vez alguien quiere hacerme daño, pero no puede ser Bob Quinn, que es de mi propia sangre. Hay una sola cosa que lo hace pensar.<br />TC: ¿Algo relacionado con el paquete?<br />JAKE: Ahá.<br />TC: ¿La letra? No, eso no puede ser. Debe ser la foto.<br />JAKE: Ha dado en el blanco. Esta foto es diferente. No es como las otras. Por empezar, tiene veinte años. Fue tomada en la Feria del Estado. Jaeger marcha en un desfile de kiwanis, y lleva un sombrero de kiwanis. Quinn sacó esa foto. Jaeger dice que él vio cuando se la tomaba. Se acuerda porque pidió a Quinn que le diera una copia, cosa que Quinn nunca hizo.<br />TC: Eso debería hacer cambiar de opinión al jefe de correos. Supongo que no impresionaría a un jurado.<br />JAKE: En realidad, no impresiona al jefe de correos.<br />TC: Pero, ¿está asustado como para querer irse del pueblo?<br />JAKE: Está asustado, seguro. Pero aunque no lo estuviera, no hay nada que lo detenga aquí. Dice que siempre planeó pasar los últimos años de su vida viajando. Mi trabajo es demorar ese viaje. Indefinidamente. Pero es mejor que no deje tanto tiempo solo a mi conejito. Deséeme suerte. Y manténgase en contacto.<br />Le deseé suerte, pero no la tuvo. A la semana, el detective y el jefe de correos se separaban: uno iniciaba un viaje por el mundo, al otro el Departamento le quitaba el caso. Las notas siguientes son extractos de mis diarios personales entre 1975 y 1979.<br />20 de octubre de 1975: Hablé con Jake. Muy amargado, desparrama veneno en todas direcciones. Dijo: "Por dos alfileres y un dólar de la Confederación", se iría del Departamento, renunciaría, se trasladaría a Oregon a trabajar en la granja de su hijo. "Pero mientras siga con el Departamento, siempre tendré un poco de influencia". Además, si renunciara ahora, perdería su jubilación, un beau geste que no puede permitirse el lujo de hacer.<br />6 de noviembre de 1975: Hablé con Jake. Me dijo que había una epidemia de robo de ganado en la zona noroeste del Estado. Roban el ganado de noche, lo cargan en camiones y lo llevan a las Dakotas. Dijo que él y otros agentes habían pasado estas últimas noches al sereno, escondidos entre el ganado, esperando a los ladrones, que no aparecieron. "¡Hace frío allí! Ya estoy viejo para estas cosas." Me dijo que Marylee Connor se mudó a Sarasota.<br />25 de noviembre de 1975: Día de Acción de Gracias. Me desperté esta mañana y pensé en Jake. Hace justo un año que descubrió su "suerte": fue a comer a lo de Addie, y ella le contó de Quinn y del río Azul. Decidí no llamarlo; podía agravar, en lugar de aliviar, las dolorosas ironías relacionadas con este aniversario. Llamé a Fred Wilson y a su esposa, Alice, para desearles bon appétit. Fred me preguntó por Jake. Le dije que la última vez que supe de él estaba atareado persiguiendo a los ladrones de ganado. Fred dijo: "Sí, lo hacen trabajar como loco. Tratan de que no piense en ese otro caso, el que los agentes del Departamento llama Víboras de cascabel'. Han nombrado a un tipo joven llamado Nelson, para guardar las apariencias. Legalmente, el caso sigue abierto, pero en la práctica, el Departamento lo ha cerrado".<br />5 de diciembre de 1975.- Hablé con Jake. Lo primero que me dijo fue: "Se alegrará de saber que el jefe de correos está sano y salvo en Honolulú. Ha enviado postales a todo el mundo. Estoy seguro de que le ha mandado una a Quinn. Bueno, él fue a Honolulú, yo no pude. Sí, la vida es extraña", dijo que seguía en el "caso de robo de ganado. Y harto. Debería unirme a los ladrones. Ganan cien veces más que yo".<br />Diciembre 20 de 1975. Recibí una tarjeta de Navidad de Marylee Connor. Dice: ¡Sarasota es maravilloso! Éste es el primer invierno que paso en un lugar cálido, y puedo decir con honestidad que no echo de menos mi hogar, ¿Sabía que Sarasota es famoso porque aquí pasa todo el invierno el circo de los hermanos Ringling? Mi prima y yo vamos a menudo a ver los ensayos. ¡Es divertidísimo! Nos hemos hecho amigas de una rusa que entrena acróbatas. Feliz Año Nuevo. Acompaño un pequeño regalo. El regalo era una instantánea, sacada por un aficionado, de Addie a los dieciséis años, en un jardín florido, luciendo un vestido blanco de verano, con una cinta en el pelo, haciendo juego y un gatito blanco entre los brazos. Lo acuna como si fuera tan frágil como el follaje que la rodea. El gatito está bostezando. En el reverso de la foto Marylee había escrito: Adelaide Minerva Mason. Nacida el 14 de junio de 1939. Convocada el 29 de agosto de 1975.<br />1° de enero de 1976: Llamó Jake: "¡Feliz Año Nuevo!". Sonaba como un sepulturero que se cava su propia fosa. Dijo que había pasado la víspera de Año Nuevo leyendo David Copperfield. "El Departamento organizó una gran fiesta. Pero yo no fui. Sabía que si iba me emborracharía y me pelearía con algunos. Borracho o sobrio, cuando estoy cerca del jefe tengo que contenerme para no tirarle con algo". Le conté que había recibido una tarjeta de Marylee para Navidad y describí la foto de Addie y Jake me dijo que Marylee le había mando otra igual a él:"Pero ¿qué quiere decir? Eso que escribió,'Convocada'". Cuando traté de interpretarlo, tal cual lo entendía yo. Me interrumpió con un gruñido: era demasiado imaginativo para él. Dijo: "Quiero a Marylee. Siempre he dicho que es muy buena. Pero simple. Un poquito simple".<br />5 de febrero de 1976: La semana pasada compré un marco para la foto de Addie. La puse en mi dormitorio, sobre una mesa. Ayer la metí en un cajón. Me perturbaba: estaba demasiado viva, en especial por el bostezo del gatito.<br />14 de febrero de 1976: Recibí tres tarjetas para el Día de San Valentín, una de una vieja maestra, Miss Wood, otra de mi contador, y la tercera que decía Cariños firmada por Bob Quinn. Una broma, por supuesto. ¿Será su idea de humor negro?<br />15 de febrero de 1976. Llamé a Jake, y me confesó que sí que él me había mandado una tarjeta. Le dije que estaría borracho. Él dijo: "Sí".<br />20 de abril de 1976: Una breve misiva de Jake escrita en papel del motel Prairie:<br />Hace dos días que estoy aquí, escuchando chismes, casi todos del café Okay. El jefe de correos sigue en Honolulú. Juanita Quinn tuvo un ataque bastante fuerte. Me gusta Juanita, de modo que lo sentí. Su marido sigue tan fuerte como un toro. Así me gusta. No quiero que le pase nada a Quinn hasta que yo le aseste el golpe final. El Departamento habrá olvidado el asunto, pero yo no. Nunca me olvidaré. Cordialmente...<br />10 de julio de 1976: Llamé a Jake anoche, pues hacía más de dos meses que no tenía noticias suyas. El hombre con quien hablé es una nueva persona o más bien, el viejo Jake Pepper, vigoroso, optimista, como si por fin hubiera emergido de un sopor alcohólico, con los músculos descansados, listos para actuar. Me enteré rápidamente de lo que lo había despertado: "Tengo un gran caso. Una maravilla". Si bien el caso contenía un elemento intrigante era, por otra parte, un asesinato común y corriente, o así me pareció a mí. Un hombre joven, de veintidós años, vivía solo en una granja modesta, con un abuelo anciano. Esa primavera el nieto mató al anciano para heredar la propiedad y robar el dinero que la víctima, un viejo avaro, había escondido en el colchón. Los vecinos se dieron cuenta de la desaparición del granjero y vieron que el joven se había comprado un auto flamante. Notificaron a la policía, y pronto se descubrió que el nieto, que no podía explicar la repentina y total desaparición de su pariente, había comprado el auto en efectivo, con billetes viejos. El sospechoso no admitía ni negaba haber matado a su abuelo, aunque las autoridades estaban seguras de que era culpable. La dificultad era que no se encontraba el cadáver. Sin el cuerpo, no podían arrestarlo. Por más que buscaban, la víctima seguía sin aparecer. La policía local pidió ayuda al Departamento de Investigaciones del Estado, y designaron a Jake para que se ocupara del caso. "Es fascinante. El chico es tan inteligente como el diablo. No sé qué le hizo al viejo, pero sí que es algo diabólico. Y si no encontramos el cuerpo, seguirá libre de culpa y cargo. Pero estoy seguro de que está en alguna parte de la granja. Sé, instintivamente, que cortó al abuelo en pedacitos y enterró las partes en distintos lugares. No necesito más que la cabeza. La encontraré aunque tenga que arar la granja entera. Hectárea por hectárea. Centímetro por centímetro". Después de cortar, sentí enojo, y celos, no un simple ataque, sino verdadera furia, como si me hubiera enterado de la traición de un amante. En verdad, no quiero que Jake esté interesado en ningún otro caso, sino en el que me interesa a mí.<br />20 de julio de 1976: Un telegrama de Jake: Tengo cabeza una mano dos pies punto me voy de pesca Jake. ¿Por qué me habrá enviado un telegrama, en lugar de llamarme por teléfono? ¿Se imaginará que me agravia su éxito? Estoy contento, porque sé que su orgullo ha sido parcialmente reparado. Espero que haya ido a pescar cerca del río Azul, nada más.<br />22 de julio de 1976: Escribí una carta de felicitación a Jake y le dije que me voy al extranjero por tres meses.<br />20 de diciembre de 1976: Una tarjeta de Navidad de Sarasota: "Si alguna vez anda por aquí, venga por favor a visitarme. Dios lo bendiga. Marylee Connor".<br />22 de febrero de 1977: Una nota de Marylee:"Sigo suscripta al diario local de mi ciudad, y he pensado que el recorte que acompaño podría interesarle. He escrito a su esposo. Me envió una carta tan hermosa para el accidente de Addie". El recorte era la necrología de Juanita Quinn. Había muerto mientras dormía. Sorprendentemente, no hubo funeral ni entierro porque la muerta había pedido que la cremaran y esparcieran sus cenizas en el río Azul.<br />23 de febrero de 1977: Llamé a Jake. Dijo, con cierta timidez: "¡Hola, socio! ¡Tanto tiempo!". En realidad le había enviado una carta desde Suiza, que no contestó, y lo había llamado por teléfono dos veces, sin encontrarlo, durante la temporada de Navidad. "Oh, sí, estaba en Oregon". Luego llegamos al tema: la muerte de Juanita Quinn. Como era de esperar, dijo: "Me huele mal". Cuando le pregunté por qué, agregó: "Las cremaciones siempre huelen mal". Hablamos un cuarto de hora más, pero noté que para él representaba un esfuerzo. Tal vez le hago acordar de cosas que, a pesar de su fortaleza moral, empieza a querer olvidar.<br />10 de julio de 1977: Llamó Jake, enloquecido de alegría. Sin preámbulo, me anunció: "Como le dije, las cremaciones siempre me huelen mal. ¡Bob Quinn se ha casado! Bueno, todo el mundo sabía que tenía otra familia, una mujer y cuatro hijos. Los mantenía escondidos en Appleton, un lugar a unos ciento cincuenta kilómetros al sudoeste. La semana pasada se casó con la dama. Ha traído a mujer y cría a la estancia, pavoneándose como un gallo. Juanita se revolvería en la tumba. De tener una tumba". Estúpidamente, aturdido por la historia de Jake, le pregunté: "¿Qué edad tienen los hijos". Me contestó: "La menor tiene diez y la mayor diecisiete. Todas mujeres. El pueblo está conmocionado. Los asesinatos no los escandalizan, un par de homicidios no les molesta. Pero que su caballero andante, su gran Héroe de Guerra, se aparezca con su descarada ramera y sus cuatro bastardas es demasiado para sus mentes presbiterianas". Yo le dije: "Las hijas me dan lástima. Y la mujer también". Jake me replicó: "Yo me guardo la lástima para Juanita. Si existiera el cuerpo, y pudiera exhumarse, apuesto a que el forense encontraría una buena dosis de nicotina en él". Yo dije: "Lo dudo. No haría daño a Juanita. Era una alcohólica. Él era su salvador. La amaba". Lentamente, Jake preguntó: "¿Supongo que pensará que no tuvo nada que ver con la muerte de Addie?". Respondí: "Era su intención matarla. Lo hubiera hecho. Pero ella se ahogó". Jake acotó: "Ahorrándole el trabajo. Está bien. Explique lo de Clem Anderson. Lo de los Baxter". "Sí, todo fue obra de Quinn", señalé. "Tuvo que hacerlo él. Es un mesías con un deber que cumplir". Jake dijo: "Entonces, ¿por qué permitió que el jefe de correos se le deslizara entre los dedos?". Repliqué: "¿Será así? Yo creo que el viejo Mr. Jaeger tiene una cita con la muerte. Quinn se le cruzará por el camino algún día. Quinn no puede descansar hasta que eso suceda. No es cuerdo, sabe". Jake colgó, pero no sin antes de preguntarme, con mordacidad: "Y usted, ¿lo es?".<br />15 de diciembre de 1977. Vi una billetera negra de cocodrilo en la vidriera de una casa de empeños. Estaba en muy buenas condiciones y llevaba las iniciales J.P. La compré, y como nuestra última conversación había terminado mal (él estaba enojado, aunque yo no), se la mandé como regalo de Navidad y ofrenda de paz al mismo tiempo.<br />22 de diciembre de 1977: Una tarjeta de Navidad de la fiel Mrs. Connor: ¡Estoy trabajando para el circo! No, no soy acróbata. Sino recepcionista. ¡Es divertidísimo! Mis mejores deseos para el Año Nuevo.<br />17 de enero de 1978: Un garrapateo de cuatro líneas, de Jake, agradeciéndome la billetera. Lacónica, inadecuadamente. Sé entender una indirecta. No volveré a escribir, ni a llamarlo.<br />20 de diciembre de 1978: Una tarjeta de Marylee Connor, nada más que la firma. Nada de Jake.<br />12 de setiembre de 1979: Fred Wilson y su mujer estuvieron en Nueva York la semana pasada, de paso para Europa (su primer viaje), felices como en su luna de miel. Los invité a comer afuera. La conversación giró en torno de los agitados preparativos del viaje inminente hasta que, mientras elegíamos el postre, Fred dijo: "No has mencionado a Jake". Simulé sorprenderme dije, con tono casual, que hacía más de un año que no tenía noticias suyas. Astutamente, Fred preguntó: "¿Se han disgustado?". Yo me encogí de hombros: "No hubo ninguna pelea, aunque no siempre hemos coincidido en nuestros puntos de vista". Luego Fred dijo: "Jake ha tenido problemas de salud últimamente. Enfisema. Se jubilará a fin de mes. No es que me meta, pero me parece que sería bueno que lo llamaras. Necesita que lo alienten".<br />14 de setiembre de 1979: Siempre estaré agradecido a Fred Wilson. Hizo que me tragara el orgullo y llamara a Jake. Hablamos esta mañana: era como si hubiéramos hablado ayer, y anteayer también. No parece que hubiera habido una interrupción en nuestra amistad. Confirmó la noticia de su jubilación:"¡Me faltan sólo dieciséis días!". Dijo que pensaba vivir en Oregon, con su hijo. "Pero antes pasaré un par de días en el motel Prairie. Tengo que terminar un trabajito en ese pueblo. Hay unos informes en los tribunales que quiero robar para mi fichero. ¡Escuche! ¿Por qué no vamos juntos? Volvemos a reunimos. Podría esperarlo en Denver, y seguiríamos viaje en auto". Jake no tuvo que obligarme. Si él no me hubiera invitado, yo le habría sugerido la idea: muchas veces, dormido o despierto había soñado con volver a ese melancólico pueblo, porque quería volver a ver a Quinn, quería conversar con él, los dos a solas. Era el dos de octubre.<br />Jake, que no aceptó mi invitación de que me acompañara, me prestó el auto, y después del almuerzo salí del motel Prairie para cumplir con mi cita en el establecimiento de campo B.Q. Recordé la última vez que recorrí esas tierras: la luna llena, los campos nevados, el frío cortante, el ganado apretujado, reunido en grupos, el aliento tibio que empañaba el aire ártico. Ahora, en octubre, el paisaje era, gloriosamente, diferente: la carretera de asfalto parecía un angosto mar negro que separaba un continente dorado. A cada lado, resplandecían los rastrojos, blanqueados por el sol, del trigo segado, con vetas de amarillo aquí y allá, como sombras oscuras bajo un cielo sin nubes. Había toros haciendo cabriolas entre el pasto, y vacas, entre ellas madres con terneritos, comiendo y dormitando.<br />A la entrada a la estancia vi a una jovencita recostada contra el letrero de las hachas cruzadas. Sonrió, y me indicó con la mano que parara.<br />JOVENCITA: ¡Buenas tardes! Soy Nancy Quinn. Mi papá me envió a que lo esperara.<br />TC: Bueno, gracias.<br />NANCY QUINN (abriendo la portezuela del auto y subiendo): Está pescando. Tendré que mostrarle dónde está. (Era un alegre marimacho de doce años, de dientes prominentes. Llevaba el pelo castaño rojizo bien corto, y tenía pecas por todas partes. Todo su atavío era un viejo traje de baño. Una de sus rodillas estaba envuelta en un vendaje sucio.)<br />TC (refiriéndose al vendaje): ¿Te lastimaste?<br />NANCY QUINN: No. Bueno, alguien me tiró.<br />TC: ¿Te tiró?<br />NANCY QUINN: Bad Boy me tiró. Es un caballo muy malo. Por eso se llama sí. Ha tirado a todos los chicos del campo. Y a la mayoría de los tipos grandes, también. Yo dije: Bueno, a que yo puedo montarlo. Y lo hice. Pero por dos segundos. ¿Ha estado antes aquí?<br />TC: Una vez. Hace años. Pero era de noche. Me acuerdo de un puente de madera...<br />NANCY: ¡Está allí, más adelante!<br />(Cruzamos el puente. Por fin pude ver el río Azul, aunque por muy poco tiempo, y de una manera tan borrosa como debe ver el picaflor en sus revoloteos. Lo tapaban los árboles con las ramas caídas hacia el agua. Los mismos que entonces no tenían hojas, ahora resplandecían de oscuro follaje otoñal.) ¿Ha estado en Appleton?<br />TC: No.<br />NANCY QUINN: ¿Nunca? Qué gracioso. No conozco a nadie que no haya estado en Appleton.<br />TC: ¿Me he perdido algo?<br />NANCY QUINN: Bueno, es muy lindo. Nosotros vivíamos allí antes. Pero me gusta más vivir aquí. Se puede andar sola y hacer lo que una quiere. Pescar. Matar coyotes. Papá me dijo que me daría un dólar por cada coyote que matara, pero después de pagarme más de doscientos dólares, lo ha rebajado a diez centavos. Bueno, no necesito dinero. No soy como mis hermanas, No hacen más que mirarse al espejo. Tengo tres hermanas, y le diré que no son felices aquí. No les gustan los caballos. Odian todo. No piensan más que en muchachos. Cuando vivíamos en Appleton, no veíamos muy seguido a papá. No más que una vez por semana. Se ponían perfume y se pintaban la boca, y tenían muchos novios. Mi mamá no decía nada. Le gusta arreglarse y parecer bonita. Pero mi papá es muy estricto. No quiere que tengan novios. Ni que se pinten la boca.<br />Una vez algunos amigos vinieron de Appleton, y mi papá los esperó en la puerta con una escopeta. Les dijo que la próxima vez que los vea en su propiedad les hará saltar la cabeza de un tiro. ¡Cómo dispararon esos tipos! Las chicas se enfermaron de tanto llorar. A mí me causó mucha gracia. ¿Ve esa bifurcación en el camino? Pare allí.<br />(Detuve el auto. Los dos nos bajamos. La jovencita señaló un claro entre los árboles: un sendero oscuro, cubierto de hojas, que bajaba.) Vaya por allí.<br />TC (de repente, con miedo de estar solo): ¿No vienes conmigo?<br />NANCY QUINN: Mi padre no quiere nadie cerca cuando habla de negocios.<br />TC: Bueno, gracias de nuevo.<br />NANCY QUINN: ¡El placer fue mío! Se alejó, silbando.<br />En partes, las ramas eran tan bajas que tenía que doblarlas, y protegerme la cara del roce de las hojas. Los pantalones se me enredaban en las zarzas y extrañas espinas. Por encima de los árboles se oía el graznido de los cuervos. Vi un búho. Es extraño ver un búho a la luz del día. Parpadeó, pero no se movió. En un momento dado casi tropiezo con un avispero: en un hueco del tronco de un árbol había un hervidero de avispas negras. Todo el tiempo oía el río, como un lento y suave rugido. De repente, en un recodo del sendero, lo vi. Vi a Quinn, también.<br />Tenia puesto un traje de goma, y sostenía en alto una flexible caña de pescar, como si fuera la varita de un director de orquesta. Estaba metido en el agua hasta la cintura. Se veía su cabeza, sin sombrero, de perfil. Su pelo ya no tenía vetas grises, sino que era totalmente blanco, como la espuma del agua que rodeaba su cintura. Tuve ganas de dar media vuelta y echar a correr, pues la escena era tan parecida a esa otra, le hacía mucho tiempo, cuando el doble de Quinn, el reverendo Billy Joe Snow, me esperaba, metido en el agua hasta la cintura. De repente oí mi nombre: era Quinn que me llamaba, haciéndome señas mientras vadeaba en dirección a la orilla, pensé en los toros jóvenes que había visto pavonearse en los pastos dorados. Quinn, resplandeciente en su traje de goma, me hacia acordar a ellos: vital, poderoso, peligros. Con excepción del pelo blanco, no había envejecido ni un ápice. En realidad, parecía varios años más joven, un hombre de cincuenta años perfectamente saludable.<br />Sonriendo, se puso en cuclillas sobre una roca, y me indicó que me acercara. Me enseñó las truchas que había pescado:<br />-No muy grandes, pero son sabrosas.<br />Nombré a Nancy. Sonrió y dijo:<br />-Nancy. Oh, sí. Es una buena chica. —No agregó nada. No se refirió a la muerte de su mujer, ni al hecho de que se había vuelto a casar: pensaba que estaba al tanto de la historia reciente.—Me sorprendió que me llamara.<br />-¿Sí?<br />-No sé. Me sorprendí. ¿Dónde se aloja?<br />-En el motel Prairie. ¿En dónde más?<br />Después de un silencio, con cierta timidez, me preguntó: — ¿Jake Pepper está con usted?<br />Asentí.<br />-Alguien me dijo que dejaba el Departamento.<br />-Sí. Se va a vivir a Oregon.<br />-Bueno, supongo que ya no lo veré más. Qué lástima. Pudimos ser muy buenos amigos. De no ser por todas esas sospechas. Maldito sea, hasta pensó que había ahogado a Addie Mason - Rió. Luego frunció el entrecejo. -Yo veo así, las cosas: fue la mano de Dios. -Levantó su propia mano, y el río, visto entre sus dedos separados, pareció entretejerse como una cinta oscura. -La obra de Dios. Su voluntad.<br /><strong>Truman Capote<br /></strong> </div>alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-16979010630807009862009-08-06T07:11:00.000-07:002009-08-06T07:16:30.612-07:00cronipárrafos1. Lina María Betancur Osorio<br />China un lugar encantador para quienes lo visitan, se preparaba por esos días a realizar los Juegos Olímpicos, pero no contaban con que la naturaleza les iba jugar una mala pasada; pues fuertes lluvias provocaron grandes deslizamientos e inundaciones ocasionando grandes pérdidas. El equipo de salvamento hace presencia en uno de los lugares más afectados en donde según testigos dan a conocer como la avalancha sepulto a varios personas entre ellas a una niña de aproximadamente 6 años la cual llevaba atrapada dos horas aproximadamente, pero la ardua labor de uno de los soldados, compasivo y determinado por su espíritu de lucha y liderazgo, con su cara sudorosa, logra rescatar a la menor llevándola en su espalda con la cara casi en su totalidad embarrada, pero con la satisfacción de poderla ver con vida.<br /><br /><br />2. ESPÍRITU MONGOL<br />Pablo Alejandro Alzate<br />Con los ojos rasgados y uniforme de jinete profesional, este niño quien en representación de toda la infancia en Mongolia deja en clara la tradición que desde hace años se ha mantenido, pues, con su hermano, su espíritu y su fuerza a sus espaldas, este pequeño, en un atardecer da muestra de un deporte que es fortaleza en su país y que tiene como elemento de trabajo, al animal más preciado por los mongoles, porque no sólo sirve para correr sino para protegerse, encomendarse y hasta alimentarse.<br /><br /><br />3. Desalojo tormentoso<br />Laura Valentina Tamayo Alzate<br />“No me saquen de aquí por favor”, grita la mujer morena, con lágrimas en sus ojos que muestran dolor; mientras policías vestidos con uniformes negros, con escudos en una mano y palos en la otra, intentan, de manera dura desalojar, en la tarde gris, en un pueblo de Brasil, a aquella indígena, que con todas sus fuerzas se aferra al lugar, prendiéndose de un escudo y al mismo tiempo en su brazo izquierdo, permanece su hijo desnudo, quien con su mirada inocente, no logra comprender qué es lo que está pasando en ese momento.<br /><br /><br />4. Vanessa Ortiz Severino<br />Con el ceño fruncido, un evidente gesto de impotencia y en la mano con su pequeño bebé desnudo y no precisamente arrullándolo o amamantándolo, aquella mujer de rasgos indígenas pone todas sus fuerzas en su brazo derecho, intentando detener a todo un ejercito que viene a desalojarlos; la tropa que esconde sus rostros detrás de sus duras armaduras no muestra fragilidad y continúa empujando ante la fuerza ineficaz y entrañable de la mujer. <br /><br /><br /> 5. Eliana Sánchez Parra<br />En medio de escombros, barro y piedras enormes, nueve hombres vestidos con uniformes verdes miembros de una tropa de rescate, levantan valerosamente a un hombre ensangrentado atado a la camilla con dos cuerdas. Sus ojos achinados se concentran en una mirada inmóvil y fija que denota la perplejidad por el sufrimiento, por su cuerpo tendido e impotente y la confusa sensación de ser sobreviviente deL aterrador terremoto en China. <br /><br /><br />6. Manuela Londoño Gil<br />En una montaña de kenya, con el cielo gris y confundiéndose con palos de madera que dividen el territorio, 125 hombres agachados, sentados o parados, sostienen en sus manos un arco y una flecha y esperan en silencio a su adversario. Las figuras se hacen cada vez más pequeñas al llegar a la línea de horizonte, el color rojo predomina, así como el deseo de sangre de estos guerreros que aguardan por sus enemigos.<br /><br /><br />7. NEGRA PROSTITUCIÓN<br />Ricardo González<br />Cuando los primeros rayos del sol alumbran las ventanas de su habitación en el barrio Moravia, la morena pelicorta Yasmin apenas llega a su casa. Con sus tetas descubiertas y una tanga negra, cae a su cama y se estira, quiere liberarse de la doble opresión que recae sobre ella: el machismo y el racismo. Dichosa por poder descansar recuesta su cabeza y piensa “qué tan duro es ser una puta en este puto país”. Duerme, y espera una noche más de difícil trabajo.<br /><br /><br />8. Urgencias fotográficas<br />Daniel Eduardo González Gutiérrez<br />El joven de sonrisa perfecta no para de moverse de un lado para otro en el estudio fotográfico del periódico El Espacio, pequeñas gotas de sudor corren por su frente, el señor de anteojos que lo acompaña le susurra algo al oído e introduce sus manos a los bolsillos, una luz se enciende, el joven se detiene y cruza su pierna derecha sobre la izquierda, el flash se dispara, al terminar sale corriendo hacia el baño y grita “estaba que me orinaba”<br /><br /><br />9. Gol pe de suerte<br />Maria Andrea Botero Gómez<br />Entre un silencio ensordecedor, por la falta de público en las tribunas del estadio, los jugadores del equipo irlandés de futbol, entre la incertidumbre y la rapidez de aquella anotación involuntaria del defensor contrincante, miran el balón con rostros de asombro, los ojos abiertos de par en par y la boca entreabierta, esperan con ansiedad cambiar la reacción para poder lanzar un unánime y desaforado grito de gol y así celebrar esta anotación decisiva en el minuto 90, en la final de la Euro Copa de Naciones jugada este año en Irlanda. <br /><br /><br />10. VIGILANCIA PRIVADA<br />Por Cristhian Franco Castaño<br />Momificado del frío nocturno, este habitante de las calles de Bogotá se envuelve totalmente entre una sábana blanca mientras el viento le grita… “Huuuu…” Éste se le incrusta en los huesos y lo obliga a recogerse para pescar un ápice de calor en aquella pequeña y sombría esquina de la entrada al Palacio de Justicia de la ciudad. Él continúa durmiendo mientras las cámaras de seguridad le custodian el sueño. <br /><br /><br />11. Alejandra Sanín Ospina<br />Entre los más engañosos ruidos ensordecedores, el saber y no saber qué pasa, y sólo ver las llamaradas que los ahogan, van cayendo uno a uno estos manifestantes de Madagascar, que entre rifles y disparos corren despavoridos por las sangrientas calles; que entre rostros abatidos, gritos desesperados, y lágrimas que denotan tristeza y temor, unos cuantos hombres aturdidos y tumbados por la fuerza de la explosión se arrastran como única forma de proteger sus vidas, que ante la imposibilidad de defenderse y ser acechados por el destino y la vida, sólo queda un intento de sobrevivir en medio del ataque; implorar con los ojos cerrados y el ceño fruncido por lo que se les está siendo quitado, la vida, que derrotados entre las ásperas aceras algo intervenga para salvarlos.alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-56424343726690561452009-07-31T15:48:00.000-07:002009-07-31T15:53:35.294-07:00<div align="left"><span style="font-size:130%;"><span style="color:#6666cc;"><strong>UNIVERSIDAD DE MANIZALES<br />FACULTAD DE COMUNICACIÓN SOCIAL Y PERIODISMO PROGRAMA<br />ASIGNATURA TALLER II DE PRENSA</strong><br /></span></span><br /><strong>DOCENTE RESPONSABLE:</strong> Alejandro Higuita Rivera<br /><strong>ÁREA DE CONTENIDO:</strong> Lenguaje Escrito, Prensa<br /><strong>PERÍODO:</strong> Julio-noviembre de 2009<br /><strong>CÓDIGO:</strong> 70060303<br /><strong>PRERREQUISITOS:</strong> 4: Redacción básica, Redacción de noticias, Taller Básico de<br /> Habilidades personales, Taller de Prensa I.<br /><strong>CATEGORÍA:</strong> Práctico, no validable, obligatoria, básica, no habilitable.<br /><strong>CRÉDITOS:</strong> 4<br /><strong>HORAS SEMANALES:</strong> 6 horas semanales<br /><strong>INTESIDAD HORARIA:</strong> 208 horas presenciales y no presenciales. Distribuidas así: Los docentes Alejandro Higuita, Marcela Cerón y Freddy Arango tienen a su cargo 144 horas, presenciales y no presenciales (3 créditos); el docente Gonzalo Gallego tiene 64 horas, presenciales y no presenciales (1 crédito).<br /><br /><strong>I. JUSTIFICACIÓN<br /></strong>El Taller II de Prensa busca poner en práctica los conocimientos adquiridos por los estudiantes en los semestres anteriores. Es vital para la Facultad que el estudiante conozca cómo es un ambiente laboral en un medio de comunicación escrito. Así, él podrá conocer en un escenario real lo que le deparará la vida profesional como periodista.<br />El Taller II, a diferencia del Taller I, está enfocado en los géneros interpretativos y argumentativos del periodismo. El estudiante debe adquirir herramientas que lo ayuden a confrontar su posible paso por una sala de redacción de un periódico o una revista.<br /><br /><strong>II. PERFIL PROFESIONAL<br /></strong>El Taller II busca que el estudiante lleve a la práctica lo aprendido en los semestres anteriores en las áreas relacionadas con el periodismo; que actúe como periodista en un escenario real como lo es en el periódico Página, en el proyecto de la publicación de un fanzine y en la elaboración de una propuesta de un libro de corte periodístico. Debe enfrentarse a lo que vive un periodista profesional: Relación con las fuentes, manejo de la agenda informativa, generación de temas y enfoques, práctica de géneros, buen manejo de la redacción, visualización de diseño de medios y de propuestas de creación de los mismos.<br /><br /><strong>III. OBJETIVOS<br />A.</strong> General<br /> <strong>a.</strong> Lograr que el estudiante enfrente las dinámicas que vive un medio impreso periodístico.<br /><br /><strong>B.</strong> Específicos<br /> <strong>a.</strong> Hacer que el estudiante practique los conocimientos adquiridos en semestres anteriores.<br /> <strong> b</strong>. Despertar el interés del estudiante en su ciudad, para que la descubra a través de la escritura.<br /> <strong>c.</strong> Fortalecer los elementos literarios para la elaboración de crónicas y reportajes.<br /><br /><strong>IV.</strong> <strong>ESTRATEGIA PEDAGÓGICA Y METODOLOGÍA</strong><br />A todo el grupo se dictarán dos horas de clases magistrales los miércoles (se tocarán temas relacionados sobre los géneros periodísticos, periodismo y literatura, se discutirán textos periodísticos…). Luego, ese grupo se dividirá en dos y con cada uno se verán sendas clases prácticas de dos horas (se realizan ejercicios sobre trabajos periodísticos...).<br /><br /><strong>V. DISPONIBILIDAD HORARIA DEL DOCENTE PARA ORIENTACIÓN Y ASESORÍA<br /></strong>Martes y viernes de 8 a.m. a 12 M.<br /><br /><strong>VI. EVALUACIÓN ACADÉMICA</strong><br /><strong>A.</strong> Proyecto Fanzine: En cuartetos se pasarán propuestas de fanzines, del que se editarán tres números y circularán en las fechas señaladas por el grupo, entre agosto y septiembre (10%).<br /><strong>B.</strong> Examen sobre las lecturas de los libros El Nuevo Periodismo (Tom Wolfe) y El Periodismo Literario o el arte del reportaje personal (Norman Sims); y sobre textos teóricos vistos en clase: Octubre (10%).<br /><strong>C.</strong> Piloto de libro: Antes se elaborará un ejercicio de comprobación de lectura del libro leído, quien pierde ese examen con menos de 3.5 el trabajo del piloto del libro se evaluará sobre 4.0 (cuatro punto cero). Ese examen se hará en septiembre. El piloto se entrega en Noviembre (10%).<br /><strong>D.</strong> Fotografía conceptual: Septiembre-Octubre (10%).<br /><strong>E.</strong> Textos para Página (15%).<br /> a. Entrevista de afán o crónica corta (700-900 palabras): 5%.<br /> b. Crónica larga o entrevista larga o acronicada (900-1200 palabras): 10%<br /> c. Reportaje (1200-1400 palabras): 15%<br /><strong>F.</strong> Módulo con Gonzalo Gallego: Infográfico y diseño de impresos (30%).<br /><br />El Taller II se pasa con una nota superior a 3.5.<br /><br /><strong>VII. CONTENIDO POR TRATAR<br />1.</strong> Proyecto Fanzine<br />Temática: Son publicaciones underground caracterizadas por su elaboración artesanal, independencia y manera de ver el mundo.<br />Objetivo: Que el estudiante conozca otros medios impresos de comunicación alternativa, de nicho.<br />Intensidad horaria de 27 horas: 12 presenciales y 15 no presenciales:<br /><br /><strong>2.</strong> Textos para Página:<br />Temática: Se realizarán las lecturas de los libros El Nuevo Periodismo (Wolfe) y El Periodismo Literario o el arte del reportaje personal (Sims); para conocer la estructura de estos periodismos.<br />Objetivo: Que el estudiante redacte textos en el que explore estos tipos de periodismo.<br />Intensidad horaria de 27 horas: 12 presenciales y 15 no presenciales:<br /><br /><strong>3.</strong> Fotografía conceptual:<br />Temática: Se abordará la fotografía conceptual y la manera de registrarla.<br />Objetivo: Que el estudiante produzca este tipo de fotografía para sus artículos de Página.<br />Intensidad horaria de 36 horas: 16 presenciales y 20 no presenciales. Docente Freddy Arango.<br /><br /><strong>4.</strong> Estructura del libro:<br />Temática: Abordar la construcción de un libro de corte periodístico.<br />Objetivo: Que el estudiante descubra lo que esconde la realización de un libro periodístico.<br />Intensidad horaria de 27 horas: 16 presenciales y 20 no presenciales:<br />Estará a cargo de los docentes Gonzalo Gallego y Alejandro Higuita.<br />En septiembre se realizará el examen de comprobación de lectura del libro periodístico, quien lo pierda no podrá sacar más de 4.0 (tanto en la nota de Gallego como de Higuita) en el piloto del libro que se debe entregar en noviembre.<br /><br /><strong>5.</strong> Ejercicios y control de lectura de columnas y textos.<br /><br /><strong>6.</strong> Infográfico y diseño de impresos (profesor Gonzalo Gallego).<br />Temática: Se verá teoría de diseño y diagramación; teoría de color, dibujo vectorial, manejador de imagen digital e infografía.<br />Objetivo: Formar comunicadores capacitados para trabajar en medios que incorporan nuevas tecnologías de comunicación visual, con mentalidad abierta a la creatividad y a todas las posibilidades que la tecnología digital brinda para el diseño, la producción y la publicación.<br />El docente hará exposiciones con la participación de los estudiantes, se confrontará la teoría con la práctica y se producirá trabajos en donde el estudiante debe aplicar todos los conocimientos adquiridos en el curso.<br />Intensidad horaria de 64 horas: 32 presenciales y 32 no presenciales.<br /><br /><br /><strong>BIBLIOGRAFÍA</strong><br /><strong>A. BASICA<br /></strong>- Página, Manual de Estilo de Página, Universidad de Manizales, Manizales, 2004.<br />- El Tiempo, Manual de Redacción, Bogotá, 1995.<br />- Vivaldi, Martín Gonzalo, Curso de Redacción, Paraninfo, Madrid, 1982.<br />- Revista Semana, Cómo hacer periodismo, Aguilar, Bogotá, 2002.<br />- Columnas de defensores de lectores de El Tiempo y El Colombiano.<br /><br /><strong>B. PROFUNDIZACION<br /></strong>- El Nuevo Periodismo, de Tom Wolfe. Editorial Anagrama.<br />- El Periodismo Literario o el arte del reportaje personal, de Norman Sims. Editorial Aguilar.<br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><strong><span style="font-family:verdana;font-size:180%;"><span style="color:#ff0000;">ACTA DE COMPROMISO</span><br /></span></strong>Reglas que se establecen para el curso Taller II, módulo Prensa con Alejandro Higuita Rivera.<br /><br /><em>Sobre la asistencia:<br /></em><strong>1.</strong> Será verificada cuando el docente lo decida. El curso se reprueba con 14 faltas a clase o más.<br /><strong>2.</strong> Quien falte a clase debe justificar su ausencia antes de una semana después de la falta.<br /><br /><em>Sobre los trabajos<br /></em><strong>3.</strong> Los estudiantes entregarán tres copias de cada trabajo para Página: Para el editor-practicante, el director (Higuita) y la correctora (Marcela Cerón). Antes de entregar esos trabajos, el estudiante debe firmar un documento en el que certifique que estos no tienen nada plagiado. En caso de que exista plagio estos documentos serán usados por el docente en su contra. Estos documentos, además, explican las condiciones de evaluación de los textos. El docente no recibirá ningún trabajo sin la firma de estos documentos.<br /><strong>4.</strong> El estudiante al firmar esta acta acepta que entiende cuándo se comete plagio y las consecuencias que acarrea: perder el curso, ser notificado a su hoja de vida, ser expulsado de la Universidad.<br /><strong>5.</strong> La producción de los trabajos tiene que ser ORIGINAL. Si se acude a textos ajenos, deberán citarse con rigurosidad. De no hacerse, se entenderá como plagio y se procederá según lo determina el Reglamento Estudiantil en materia de fraude. Es plagio desde una frase hasta todo el texto.<br /><strong>6.</strong> Los trabajos tienen que estar basados en la realidad. Si se comprueba que el estudiante inventó personajes y situaciones su nota será de 0.0, y se procederá según lo determina el Reglamento Estudiantil en materia de fraude.<br /><strong>7.</strong> El docente no responderá por trabajos dejados en su oficina o entregados por terceros.<br /><strong>8.</strong> Quien no lo entregue el día indicado no se le recibirá luego, a menos que tenga excusa médica.<br /><strong>9.</strong> En el caso del fanzine, si el docente comprueba que alguien del grupo no trabajó para dicho proyecto y fue incluido en él, todo el grupo tendrá 0.0 en la nota definitiva. Para ello el docente podrá realizar evaluaciones individuales.<br /><br /><em>Sobre la evaluación de los trabajos<br /></em><strong>10.</strong> En el caso del piloto del libro: Quien saque menos de 3.49 en la prueba del examen de control de lectura del libro asignado no podrá sacar más de 4.0 en el piloto, tanto en la nota de Gallego como en la de Higuita.<br /><strong>11.</strong> El 40% de cada texto para Página será evaluado por la docente Marcela Cerón Rubio. Ella evaluará redacción y ortografía. Esa nota saldrá sólo de la primera entrega, con ella no habrá una segunda entrega. Si el texto tiene de 1 a 9 errores se rebajará una décima por error; de 10 a 19 errores se rebajará una unidad; de 20 a 29 errores se rebajará dos unidades; de 30 a 39 errores se reducirá 3 unidades; de 40 a 49 errores se reducirá 4 unidades; de 50 a 59 errores se rebajará 5 unidades. En caso de una segunda entrega, la nota máxima será de 4.0 y el 40% de la docente Cerón será evaluado por el profesor Higuita (él conservará la misma tabla de evaluación de Cerón). No existirá una tercera entrega.<br /><strong>12.</strong> El 60% restante de los textos para Página será dado por el docente Higuita, y él evaluará el contenido periodístico del texto. En caso de una segunda entrega la nota máxima será 4.0 y la nota del docente Higuita será del 100%.<br /><strong>13.</strong> Quien no entregue los trabajos a tiempo no se le recibirá luego (salvo si tiene excusa médica).<br /><strong>14.</strong> Si un estudiante obtiene una nota definitiva de 3.45 y más se le subirá a 3.5. Si la nota definitiva es igual o inferior a 3.44, no se le subirá, y le quedará en 3.4. No insistir por favor.<br /><strong>15.</strong> El docente deberá prestar las asesorías que los estudiantes requieren fuera de clase.<br /><br />Esta acta fue socializada en la primera semana de agosto. Con las firmas de los estudiantes del grupo y del docente se asume que lo dispuesto aquí junto con las observaciones a que haya lugar, es producto de un acuerdo conjunto.<br /><br /><strong>Docente</strong> <strong>Estudiantes del curso<br /></strong><br /><br /> </div>alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-16126149167368350742009-07-30T16:17:00.000-07:002009-07-30T16:28:01.269-07:00Perfil sobre Sinatra escrito por Gay Talese<div align="justify"><strong><span style="font-family:verdana;font-size:130%;"><span style="font-size:180%;color:#ff0000;">Sinatra está resfriado</span><br /></span></strong>Por Gay Talese<br /><br />En 1965, la revista Esquire encargó a Gay Talese un perfil de Frank Sinatra. Publicado el año siguiente, el texto que aquí presentamos se convirtió en un clásico instantáneo y ha sido celebrado desde entonces como uno de los trabajos pioneros del llamado Nuevo Periodismo.<br /><br />Frank Sinatra, con un vaso de bourbon en una mano y un pitillo en la otra, estaba de pie, en un ángulo oscuro del bar, entre dos rubias atractivas aunque algo pasaditas, sentadas y esperando a que dijera algo. Pero Frank no decía nada. Había estado callado la mayor parte de la noche y ahora, en su club particular de Beverly Hills, parecía aún más distante, con la mirada perdida en el humo y en la penumbra, hacia la gran sala, más allá del bar, donde docenas de jóvenes y parejas estaban acurrucadas alrededor de unas mesitas o se retorcían en el centro del piso al ritmo ensordecedor de una música folk que atronaba desde el estéreo. Las dos rubias sabían, como también los cuatro amigos de Sinatra, que era una pésima idea entablarle conversación cuando estaba de ese humor tan tétrico, un humor que le había durado toda la primera semana de noviembre, un mes antes de que cumpliera los cincuenta años.<br />Sinatra había trabajado en una película que ahora le desagradaba y estaba deseando terminar, harto de toda la publicidad que había rodeado sus encuentros con Mia Farrow, la jovencita de veinte años que esta noche no había aparecido todavía; estaba enfadado porque el documental televisivo sobre su vida, hecho por la CBS, y que se proyectaría dentro de dos semanas, según se murmuraba, se metía con su vida privada e incluso especulaba sobre su posible amistad con jefes de la mafia; y preocupado también por su papel de estrella en un show de la NBC, de una hora de duración, titulado “Sinatra: el hombre y su música”, que le impondría la obligación de cantar dieciocho canciones con una voz que en este preciso momento, unos días antes de que empezara la grabación, estaba débil, dolorida e incierta. Sinatra no se encontraba bien. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de la gente lo hubiera encontrado insignificante. A él, en cambio, lo precipitaba en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso furor. Frank Sinatra tenía un resfriado.<br />Sinatra con catarro es Picasso sin colores o un Ferrari sin gasolina, sólo que peor. Porque los catarros corrientes roban a Sinatra esa joya que no se puede asegurar, su voz, y hieren en lo más vivo su confianza. No sólo afectan a su psique, sino que parecen provocar una especie de moquillo nasal psicosomático en las docenas de personas que lo rodean y trabajan para él, que beben con él y lo quieren y cuyo bienestar y estabilidad dependen de él. Un Sinatra acatarrado puede, salvando las distancias, enviar vibraciones a la industria del espectáculo y aún más lejos, casi como una enfermedad repentina de un presidente de los Estados Unidos puede sacudir la economía nacional.<br />Porque Frank Sinatra no sólo está involucrado en muchas cosas que implican a muchas personas –su propia compañía de películas, su compañía de discos, su línea aérea particular, su industria de piezas para cohetes, sus propiedades inmobiliarias en todo el país, su servicio privado de 75 personas–, una parte tan sólo, por lo demás, del poder que tiene y representa. Parecía, ahora, ser también la encarnación del varón completamente emancipado, quizá el único en Norteamérica, el hombre que puede hacer todo lo que quiere, cualquier cosa, y lo puede hacer porque tiene el dinero, la energía y ningún sentido aparente de culpa. En una época en la que parece que los más jóvenes lo invaden todo, protestando y pidiendo cambios, Frank Sinatra sobrevive como un fenómeno nacional, uno de los productos de preguerra que aguanta la prueba del tiempo. Es el campeón que supo hacer un “retorno” triunfal, el hombre que lo había perdido todo para luego recuperarlo, sin dejar que nada se le pusiera por delante, haciendo lo que pocos hombres logran hacer: desarraigó su vida, dejó a su mujer e hijos, rompió con todo lo que era familiar, aprendiendo sobre la marcha que el sistema para conservar a una mujer es no encadenarla. Ahora tiene el afecto de Nancy, de Ava y de Mia, el delicado producto femenino de tres generaciones, y conserva todavía la adoración de sus hijos además de la libertad de un soltero. No se siente viejo. Hace que hombres viejos se sientan jóvenes; les hace pensar que si Frank Sinatra puede, es que es posible. No quiere decir que ellos puedan, pero sigue siendo agradable para otros hombres saber que a los cincuenta años eso es posible.<br />Pero entonces, de pie junto a aquella barra, en Beverly Hills, Sinatra tenía un resfriado y seguía bebiendo silenciosamente, y parecía estar a muchos kilómetros de distancia, en un mundo privado, sin reaccionar siquiera cuando el estéreo en la otra sala emitió de pronto una canción de Sinatra, In the Wee Small Hours of the Morning.<br />Se trata de una bonita balada que grabó por primera vez hace diez años y que ahora obligaba a levantarse y a deslizarse lentamente, muy agarraditas, a muchas parejas de jóvenes que se habían sentado cansadas de tanto retorcerse. La entonación de Sinatra, pronunciada con precisión y, sin embargo, llena y fluida, daba un significado más profundo a la letra sencilla: “En las horas tempranas/ mientras todo el mundo duerme profundamente/ tú estás despierto, y piensas en la chica…” Como en muchos de sus clásicos, era una canción que evocaba soledad y sensualidad. Combinada con las luces tenues, el alcohol y la nicotina, se convertía en una especie de afrodisiaco aéreo. Sin duda, las palabras de esta canción y de otras similares han inspirado a millones de personas. Era música para hacer el amor, y sin duda se ha hecho, por toda Norteamérica, mucho el amor a su compás: por la noche, en los automóviles, mientras se descargan las baterías; en las playas, en los atardeceres suaves de verano; en casitas a orillas del lago; en parques apartados y en elegantes áticos o en cuartos amueblados; en yates, en taxis, en cabañas; en todos los lugares donde se podían oír las canciones de Sinatra. Las letras animaban a las mujeres, las cortejaban y las conquistaban, cortaban las últimas inhibiciones y complacían los egos masculinos de ingratos amantes; dos generaciones de hombres han sido beneficiarios de estas baladas, por lo cual quedan eternamente en deuda; por lo cual puede también que lo odien eternamente. Y, sin embargo, aquí estaba él en persona, fuera de su alcance, en Beverly Hills, a altas horas de la noche.<br />Las dos rubias, que aparentaban unos treinta y pico de años, compuestas y acicaladas, con sus cuerpos maduros ceñidos en trajes oscuros, estaban sentadas con las piernas cruzadas, encaramadas encima de los altos taburetes del bar. Escuchaban la música. Una de ellas sacó un Kent, y Sinatra rápidamente acercó el extremo de su encendedor de oro mientras ella le cogía la mano y miraba sus dedos: tenía los nudillos hinchados y los dedos tan rígidos por la artritis que los doblaba con dificultad. Como siempre, estaba vestido impecablemente. Llevaba un traje gris con chaleco, un traje de corte clásico, pero forrado de seda vistosa; parecía que se había sacado brillo a sus zapatos británicos hasta en la suela. También llevaba, como todos parecían saber, una convincente peluca negra, una de las sesenta que posee, la mayor parte de las cuales están confinadas a los cuidados de una insignificante viejecita que, con el pelo en una pequeña bolsa, le sigue a todas partes cuando actúa. Gana 400 dólares a la semana. La característica más saliente de la cara de Sinatra son sus ojos azules claro, vivos, unos ojos que en el espacio de un segundo pueden volverse fríos de rabia, o brillar de afecto, o, como ahora, reflejar un vago recogimiento que mantiene a sus amigos callados y a distancia.<br />Leo Durocher, uno de los más íntimos de Sinatra, jugaba al billar en la pequeña habitación detrás del bar. De pie, al lado de la puerta, estaba Jim Mahoney, el agente de prensa de Sinatra, un joven algo grueso, con una mandíbula cuadrada y ojos pequeños, semejante a un rudo policía irlandés a no ser por los costosos trajes europeos que llevaba y sus estupendos zapatos, adornados a menudo de bruñidas hebillas. Estaba cerca también un actor alto, de noventa kilos de peso, llamado Brad Dexter, que parecía sacar el pecho para que no se le notara la barriga.<br />Brad Dexter ha aparecido en algunas películas y en programas de televisión, dando pruebas de buenas condiciones como actor de carácter, pero en Beverly Hills es conocido también por el papel representado en Hawai hace dos años, cuando nadó cerca de cien metros y arriesgó su vida para salvar a Sinatra, a punto de ahogarse en un torbellino. Desde entonces Dexter ha sido uno de los constantes compañeros del cantante y fue nombrado productor en la compañía cinematográfica de Sinatra. Ocupa una lujosa oficina al lado de la suite. Su misión consiste en la busca y captura de obras literarias que puedan convertirse en nuevos papeles estelares para Sinatra. Siempre que está con Sinatra entre extraños se preocupa porque sabe que provoca lo mejor y lo peor en la gente: hay hombres que se vuelven agresivos, mujeres que insinúan sus encantos; otros se le aproximan y lo examinan con aire escéptico. El ambiente se excita con su sola presencia, y a veces el propio Sinatra, si está fastidiado, como esta noche, se muestra intolerante y tenso, lo que se traduce luego en grandes titulares en los periódicos. Brad Dexter intenta prevenir el peligro poniendo a Sinatra en guardia. Confiesa ser su protector. Recientemente, en un momento de sinceridad admitió: “Sería capaz de matar por él”.<br />Aunque esta declaración puede parecer excesivamente dramática, en particular si se cita fuera de contexto, expresa, sin embargo, la feroz fidelidad tan corriente en el círculo íntimo de Sinatra. Es característico que, aun sin reconocerlo explícitamente, Sinatra parece preferir el “para siempre”, el “todo o nada”. Es el siciliano que Sinatra lleva dentro; no permite a sus amigos, si quieren seguir siéndolo, ninguna de las escapatorias anglosajonas. Pero si le son leales no hay nada que Sinatra no sea capaz de hacer a su vez: regalos fabulosos, cortesías personales, ánimo y estímulo en los momentos de depresión, adulación cuando están eufóricos. Es necesario, sin embargo, que no olviden una cosa. Él es Sinatra. El amo. Il padrone, el padrino.<br />El verano pasado, en el bar de Jilly, en Nueva York, la única vez que logré verlo de cerca en esa noche, pude observar algunas de las características sicilianas de Sinatra. El Jilly’s está situado en Manhattan, en la calle Cincuenta y Dos, Oeste; aquí es donde Sinatra bebe siempre que se encuentra en Nueva York. En la sala de atrás hay pegada a la pared una silla especial que le está reservada y que no usa nadie más. Cuando la ocupa, junto a una larga mesa y rodeado de todos sus amigos íntimos de Nueva York –entre ellos el dueño del local, Jilly Rizzo, y Honey, su mujer, la de la cabellera azul, conocida también como la Judía Azul–, se desarrolla un extraño ritual. Aquella noche aparecieron en la entrada de Jilly’s docenas de personas, amigos casuales de Sinatra algunos, simples conocidos, otros, e incluso quienes no eran ni lo uno ni lo otro. Todos se acercaban como a un santuario. Habían venido a rendirle pleitesía. Venían de Nueva York, de Brooklyn, de Atlantic City y de Hoboken. Eran actores veteranos, ex boxeadores, cansados trompetistas, políticos, un chico con un bastón. Había una mujer gorda que decía acordarse de cuando Sinatra solía tirar en su puerta el diario Jersey Observer, en 1933; parejas de mediana edad que habían oído cantar a Sinatra en The Rustic Cabin, en 1938: “Lo hemos conocido de verdad cuando estaba de verdad en su momento”. O lo habían oído cuando trabajaba en la orquesta de Harry James en 1939, o con Tommy Dorsey en 1941: “Sí, esa es la canción: I’ ll Never Smile Again. La cantó una noche en ese local cerca de Newark y bailamos…” O recordaban la voz aquella vez en el teatro Paramount con sus fans y él con sus corbatas de pajarita; y una mujer traía a la memoria aquel odioso chico que entonces ella conocía, Alexander Dorogokupetz, un resentido de dieciocho años que había lanzado un tomate a Sinatra y que por poco no fue linchado por las adictas legiones de adolescentes. ¿Qué había sido de Alexander Dorogokupetz? La señora lo ignoraba.<br />Y se acordaban de cuando Sinatra había sido un fracaso y cantado basura como Mairzie Doats, y luego su triunfal reaparición. Esa noche estaban todos apiñados en la puerta del bar de Jilly sin poder entrar. Algunos se marcharon. Pero la mayoría se quedó esperando deslizarse en el bar abriéndose paso entre el público que se apretujaba en triple fila ante la barra, para poderlo ver sentado allá atrás. Lo que querían era esto: verlo. Lo contemplaban en silencio unos momentos, con los ojos abiertos a través del humo. Luego se volvían, se abrían paso trabajosamente por el bar y se iban a casa.<br />Algunos amigos íntimos de Sinatra, conocidos todos ellos por los hombres de Jilly que custodian la entrada, logran una escolta para llegar a la sala de atrás. Pero una vez allí se las tienen que agenciar por sí solos. En esta noche en particular, Frank Giffors, el ex jugador de fútbol americano, logró avanzar tan sólo siete metros en tres intentonas. Muchos no llegaron siquiera a estrechar la mano de Sinatra, pero pudieron al menos tocarle un brazo, o bien se acercaron lo bastante para que los viera y después de haberles saludado con un gesto de la mano o pronunciando sus nombres (tiene una memoria fantástica para los nombres de pila), se volvían y se marchaban. Habían hecho acto de presencia. Habían rendido pleitesía. Al asistir a esta escena ritual, tenía la impresión de que Frank Sinatra vivía simultáneamente en dos mundos que no eran contemporáneos.<br />Por un lado está el hombre cordial –el que charla o bromea con Sammy Davis Jr., Richard Conte, Liza Minelli, Bernice Massi o con cualquier otra figura del mundo del espectáculo que se sienta a su mesa–; por el otro, el que saluda con la mano o inclina la cabeza a sus paisanos más próximos (Al Silvani, entrenador de boxeo que trabaja en la compañía de películas de Sinatra; Dominic Di Bona, encargado de su guardarropa; Ed Pucci, ex jugador de fútbol que pesa ciento treinta y cinco kilos y es su “ayudante de campo”): Frank Sinatra es il padrone. O, mejor todavía, es un ejemplar de lo que tradicionalmente llaman en Sicilia uomini rispettati, hombres respetados: hombres majestuosos y humildes a la vez, hombres queridos por todos y generosos por naturaleza, hombres a quienes les besan las manos cuando pasan por los pueblos, hombres dispuestos a tomarse molestias para enderezar un entuerto.<br />Frank Sinatra hace las cosas personalmente. En Navidades, él mismo escoge docenas de regalos para sus amigos íntimos y familiares, acordándose del tipo de alhajas que les gustan, sus colores favoritos, las medidas de sus camisas y trajes. Cuando la casa de un músico amigo suyo en Los Ángeles fue destruida por un alud de fango y su mujer pereció hace poco más de un año, Sinatra acudió personalmente en su ayuda. Le buscó otra casa, pagó todas las cuentas del hospital que el seguro no había cubierto y supervisó el decorado de la nueva casa hasta en los menores detalles, como la reposición de la plata, de los enseres y la ropa.<br />El mismo Sinatra que ha hecho esto es capaz, en menos de una hora, de estallar en un ataque de rabia si alguna cosa hecha por sus paisanos no encuentra su aprobación. Por ejemplo, cuando uno de sus hombres le trajo un frankfurter con salsa picante, que Sinatra aborrece, le tiró encima el frasco, salpicándolo. La mayoría de los hombres que trabajan al lado de Sinatra son muy altos, pero esto no parece intimidarlo ni poner freno a su conducta impetuosa cuando se enfada. Nunca reaccionarán. Él es il padrone.<br />En otras ocasiones, sus hombres, en un afán por darle gusto, se pasan de rosca. Una vez observó de pasada que su gran jeep naranja, que suele utilizar en el desierto, en Palm Springs, parecía necesitar otra mano de pintura; se pasó la voz de uno a otro, cada vez con más urgencia, hasta que por fin alguien dio la orden de que el jeep fuera pintado ahora, inmediatamente. Para ello hacía falta un equipo especial de pintores que trabajara toda la noche a precio de horas extraordinarias, lo que significaba que la orden tenía que recorrer el camino inverso para el visto bueno. Cuando llegó a la mesa de trabajo de Sinatra no sabía de qué se trataba. Por fin se dio cuenta y confesó con expresión cansada que prefería no averiguar cuándo demonios le habían pintado el coche.<br />Sin embargo no hubiera sido aconsejable para nadie prever su reacción, porque él es un hombre completamente imprevisible, de humor variable y dado el exceso, un hombre que reacciona de inmediato y por instinto, de golpe, dramática y salvajemente. Nadie puede prever lo que puede seguir. Una joven llamada Jane Hoag, reportera de Life en las oficinas de Los Ángeles, antigua compañera de escuela de Nancy, la hija de Frank Sinatra, había sido invitada a la casa de la señora Sinatra en California, donde Frank, que mantiene las más cordiales relaciones con su antigua mujer, recibía a los invitados. En los primeros momentos, la señorita Hoag, al apoyarse en una mesa en la que había una pareja de pájaros de alabastro, tiró con el codo uno de ellos. Según recuerda la señorita Hoag, la hija de Sinatra exclamó: “Oh, ése era uno de los favoritos de mi madre…” Pero antes de que terminara su frase, Sinatra la fulminó con la mirada y, mientras otros cuarenta invitados miraban en silencio, se acercó y con un rápido golpe tiró al suelo el otro pájaro, puso luego un brazo sobre el hombro de Jane Hoag y le dijo en tono tranquilo que le devolvió la calma: “Todo va bien, chica.”<br /><br />◾<br />Ahora Sinatra le estaba diciendo algunas palabras a las rubias. Luego se separó de la barra y se encaminó a la sala de billar. Otro de los amigos de Sinatra se acercó a las dos mujeres. Brad Dexter, que hablaba en un rincón con otras personas, siguió a Sinatra.<br />Resonaban en la sala los golpes de las bolas de billar. Había una docena de espectadores, la mayoría de ellos jóvenes que observaban cómo Leo Durocher contendía contra dos jugadores no muy diestros. Este club privado, donde está permitido el alcohol, cuenta entre sus socios con muchos actores, directores, escritores, modelos, todos ellos bastante más jóvenes que Sinatra y Durocher y mucho más descuidados en su manera de vestir por la noche. Muchas de las chicas, con el largo pelo suelto a las espaldas, llevaban pantalones vaqueros ceñidos y unos jerséis muy caros; algunos muchachos vestían unas camisas azules o verdes de cuello alto, pantalones estrechos muy ceñidos y zapatos italianos.<br />Era evidente, por la manera en que Sinatra miraba a estas personas, que no eran de su agrado, pero estaba apoyado en un taburete alto adosado a la pared, con un vaso en la derecha y sin decir nada. Observaba cómo Durocher pegaba a las bolas. Los hombres más jóvenes presentes, acostumbrados a ver a Sinatra en este club, lo trataban sin deferencia, aunque no decían nada ofensivo. Era un grupo joven muy displicente, al estilo de California, y frío. Uno que lo parecía más era una hombrecito de movimientos rápidos, con un perfil agudo, pálidos ojos azules, pelo castaño claro y gafas cuadradas. Llevaba pantalones de pana marrón, jersey peludo de Shetland, chaqueta beige de ante y botas de guarda forestal por las que había pagado hacía poco sesenta dólares.<br />Frank Sinatra, apoyado en el taburete, resollando de vez en cuando por su catarro, no lograba despegar la vista de las botas de guarda. Después de contemplarlas largo rato volvió los ojos; pero en seguida los volvió a dirigir hacia éstas. El propietario de las botas estaba mirando la partida de billar; se llamaba Harlan Ellison, un escritor que acababa de terminar un guión cinematográfico: El Oscar.<br />Por fin, Sinatra no pudo contenerse.<br />–¡Eh! –gritó con su voz algo ronca, que todavía tenía un suave eco agudo–, ¿son italianas esas botas?<br />–No –contestó Ellison.<br />–¿Españolas?<br />–No.<br />–¿Son botas inglesas?<br />–Mire, amigo, no lo sé –contestó Ellison, frunciendo el ceño a Sinatra y volviéndose otra vez.<br />En la sala de billar se hizo un repentino silencio. Leo Durocher, doblado con el taco en la mano, se quedó clavado en esa posición un segundo. Nadie se movió. Sinatra se despegó del taburete y empezó a caminar lentamente, con sus andares arrogantes, hacia Ellison. El único ruido en la sala era el taconeo de Sinatra. Luego, mirando de arriba abajo a Ellison con las cejas algo levantadas y una media sonrisita, Sinatra preguntó:<br />–¿Espera usted una tormenta?<br />Harlan se volvió ligeramente.<br />–Oiga, ¿hay alguna razón para que se dirija a mí?<br />–No me agrada su forma de vestir –contestó Sinatra.<br />–Siento disgustarle –dijo Ellison–, pero visto como quiero.<br />En la sala se había levantado un susurro y alguien dijo:<br />–Anda, Harlan, larguémonos.<br />Leo Durocher hizo su jugada y dijo:<br />–Sí, anda.<br />Pero Ellison no se movió.<br />Sinatra preguntó:<br />–¿Qué hace usted?<br />–Soy fontanero –contestó Ellison.<br />–No lo es –intervino rápidamente un joven del otro lado de la mesa–. Ha escrito El Oscar.<br />–Oh, sí –replicó Sinatra–. La he visto y es una mierda.<br />–Es raro –dijo Ellison–, porque todavía no se ha estrenado.<br />–Pues yo la he visto y es una mierda –repitió Sinatra.<br />Entonces Brad Dexter, demasiado grande frente a la bajita figura de Ellison, dijo, muy nervioso:<br />–Venga, chico, no quiero que se quede aquí.<br />–Eh –interrumpió Sinatra a Dexter–: ¿No ves que estoy hablando con este tipo?<br />Dexter se quedó confuso; luego cambió completamente de actitud y, en voz baja, casi implorando, dijo a Ellison:<br />–¿Por qué insiste en molestarme?<br />Toda la escena se tornaba ridícula. Sinatra parecía bromear, quizá como reacción frente al aburrimiento o contra su propia desesperación. De todos modos, después de unas pocas palabras más, Harlan Ellison se marchó.<br />Ya había corrido la voz en la sala sobre la disputa entre Sinatra y Ellison, y un muchacho había ido en busca del director. Pero otro dijo que cuando el director oyó rumores salió de estampida, cogió el coche y se marchó a su casa. Por esta razón el subdirector tuvo que ir al salón de billar. –Aquí no quiero a nadie sin chaqueta y corbata –dijo bruscamente Sinatra.<br />El subdirector asintió con la cabeza y regresó a su despacho.<br />A la mañana siguiente comenzó otro día de tensión para el agente de prensa de Sinatra, Jim Mahoney. Mahoney tenía dolor de cabeza y estaba preocupado, pero no por el incidente Sinatra-Ellison de la víspera. En aquellos momentos estaba en la otra sala sentado en una mesa con su mujer y probablemente ni se había enterado del incidente. Había durado cerca de tres minutos. Y tres minutos más tarde a Frank Sinatra se le había olvidado completamente, mientras que Ellison se acordaría de él durante el resto de su vida: había tenido, como muchos centenares de personas antes que él, una escena con Sinatra en un momento inesperado de la madrugada.<br />Seguramente fue mejor que Mahoney no estuviera en la sala de billar; aquel día tenía otras cosas en la cabeza: estaba preocupado por el catarro de Sinatra e inquieto por el discutido documental de CBS que, a pesar de las protestas de Sinatra y de haber retirado su permiso, se iba a transmitir por televisión en menos de dos semanas. Durante estos días los periódicos insinuaron que Sinatra iba a querellarse con la estación televisiva, y los teléfonos de Mahoney sonaron sin interrupción. Precisamente ahora hablaba en Nueva York, con Kay Gardella, del Daily News, y decía: “Así es, Kay, habían prometido no hacer ciertas preguntas sobre la vida privada de Frank, pero Cronkite dijo: ‘Frank, háblame de esas asociaciones’. Esa pregunta, Kay, fuera. Nunca debía haberla hecho”.<br />Mientras hablaba, Mahoney se había estirado en su butaca, sacudiendo lentamente la cabeza. Es un hombre robusto de 37 años; con una cara redonda y colorada, una mandíbula fuerte y unos ojos pequeños y azules. Parecería pendenciero si no hablara con tanta claridad y sinceridad y no fuese tan meticuloso en el vestir. Sus trajes y sus zapatos están soberbiamente cortados a la medida y esto es lo primero en que Sinatra se fijó al conocerlo. En su amplio despacho, frente al bar, hay un sacabrillos eléctrico para los zapatos y un par de perchas para sus chaquetas. Cerca del bar hay una foto del presidente Kennedy con su autógrafo y unas cuantas de Sinatra, no hay una más en el resto de las habitaciones de la agencia de Mahoney. Antes había una gran foto de Sinatra adornando la sala de recepción, pero como hería los sentimientos de otras estrellas de cine clientes de Mahoney, y en vista de que Sinatra no va nunca por allí, la foto fue eliminada.<br />Sin embargo, parece que Sinatra esté siempre presente, y aunque Mahoney no tenga razones auténticas para preocuparse por él –como sucedía hoy–, se las inventa. Para ello, se rodea de recordatorios de momentos en que se preocupó. Entre sus avíos de afeitar hay un frasco de somníferos despachado por una farmacia de Reno. La fecha de la etiqueta coincide con el secuestro de Frank Sinatra Jr. Sobre una mesa del despacho de Mahoney hay una reproducción de madera de la nota de rescate del mencionado suceso. Cuando Mahoney, sentado en un escritorio, está preocupado por algo, tiene la manía de entretenerse con un minúsculo tren de juguete que está delante de él. El tren –recuerdo de la película de Sinatra El coronelVon Ryan– es, para los hombres que lo rodean, lo que era el sujetacorbatas recuerdo del PT-1091 para los íntimos de Kennedy. Mahoney empuja el trenecito sobre los cortos rieles arriba y abajo, adelante y atrás, clic, clac…<br />Mahoney apartó su trenecito. La secretaria le anunció una llamada telefónica importante. Cogió el auricular y su voz se volvió aún más sincera que antes.<br />–Sí, Frank –dijo–. Bien… Bien… Sí, Frank… –Cuando hubo colgado el teléfono lentamente, anunció que Frank Sinatra se había marchado en su jet particular a pasar el fin de semana en la casa de Palm Springs, a dieciséis minutos de vuelo de su domicilio en Los Ángeles. Mahoney estaba preocupado de nuevo. El jet Lear, que el piloto de Sinatra iba a conducir, era idéntico, según Mahoney, a otro que se había estrellado no hacía mucho en un lugar de California.<br />Al lunes siguiente, un día poco californiano, nublado y frío, más de un centenar de personas se reunieron en el interior de un estudio blanco de televisión, una sala enorme dominada por un escenario, también blanco, paredes blancas y docenas de fotos y de luces colgando: parecía un quirófano gigantesco. En esta sala, aproximadamente en una hora, la NBC iba a grabar un espectáculo de sesenta minutos de duración que sería televisado en color en la noche del 24 de noviembre y que sintetizaría, lo mejor posible, los veinticinco años de carrera de Frank Sinatra como artista. No sondearía, como se decía del siguiente documental de CBS, el sector privado de la vida del artista. El espectáculo de la NBC tendría una hora de duración, en la que Sinatra cantaría algunos de los éxitos que lo llevaron de Hoboken a Hollywood; un espectáculo que únicamente sería interrumpido por algunos cortos y por los anuncios de la cerveza Budweiser. Antes del resfriado, Sinatra estaba muy excitado por este espectáculo; veía la oportunidad de atraer no sólo a los nostálgicos, sino también de dar a conocer su talento a los partidarios del rock and roll. En cierto sentido, presentaba batalla a los Beatles. Los comunicados de prensa realizados por la agencia de Mahoney subrayaban esto diciendo: “Si usted está cansado de los cantantes adolescentes que llevan la melena tan espesa que se puede ocultar en ella una caja de melones… sería estimulante que considere el grado de diversión de un programa especial titulado Sinatra: El hombre y su música”.<br />En esos momentos, en el estudio de la NBC de Los Ángeles había una atmósfera de expectación y de tensión a causa de la incertidumbre sobre la voz de Sinatra. Los cuarenta y tres músicos de la orquesta de Nelson Riddle ya habían llegado y algunos estaban templando sus instrumentos en la blanca plataforma. Dwight Hemion, un joven director de pelo rubio que había sido elogiado por su espectáculo televisivo sobre Barbra Streisand, estaba sentado en la cabina de dirección situada sobre la orquesta y el escenario. Los camarógrafos, el equipo de técnicos, los guardas de seguridad y los publicistas de la Budweiser estaban también esperando entre los focos y las cámaras, así como una docena o más de secretarias del edificio, que se habían escapado para poder presenciarlo todo.<br />Unos minutos antes de las once corrió la voz, a lo largo del interminable pasillo que conduce al estudio, de que se había visto a Sinatra en el estacionamiento y que parecía estar bien. Hubo gran alivio entre los allí reunidos; pero cuando la delgada figura elegantemente vestida se fue acercando, advirtieron con consternación que no se trataba de Frank Sinatra sino de su doble, Johnny Delgado.<br />Johnny Delgado anda como Sinatra, tiene su misma conformación de cuerpo, y desde algunos ángulos faciales se le asemeja. Pero parece un tipo algo tímido. Quince años antes, al principio de su carrera, aspiró a un papel en De aquí a la eternidad. Lo contrataron y más tarde descubrió que tenía que ser el doble de Sinatra. En la última película de éste, Asalto al Queen Mary, historia en la que Sinatra y algunos cómplices intentan asaltar al Queen Mary, Johnny Delgado le sustituye en algunas escenas en el agua; y ahora en el estudio de la NBC su cometido consistía en estar de pie bajo los calientes focos marcando las situaciones de Sinatra a los camarógrafos.<br />Cinco minutos más tarde entraba el auténtico Frank Sinatra. Su cara estaba pálida, sus ojos azules parecían algo acuosos. No había conseguido librarse del catarro, pero de todos modos iba a intentar cantar, porque el programa estaba muy ajustado y en ese momento estaban en juego miles de dólares entre la orquesta, los equipos y el alquiler del estudio. Pero mientras Sinatra caminaba hacia la pequeña habitación de ensayos para calentar su voz, miró hacia el estudio y vio que el escenario y la plataforma no estaban juntos, como había requerido específicamente; apretó los labios y apareció claramente contrariado. Unos momentos después se oyeron desde la salita de ensayos sus puñetazos sobre el piano y la voz de su acompañante, Bill Miller, que le decía suavemente:<br />–Procura calmarte, Frank.<br />Más tarde llegaron Jim Mahoney y otro hombre, y se habló de la muerte de Dorothy Kilgallen, acontecida por la mañana temprano en Nueva York. Había sido una ardiente enemiga de Sinatra durante años, y él, actuando en su centro nocturno, se había metido bastante con ella. Ahora, a pesar de haber muerto, no ocultó sus sentimientos.<br />–Dorothy Kilgallen ha muerto –repitió al salir de la salita al estudio–. Bueno, supongo que tendré que cambiar todo mi número.<br />Cuando entró en el estudio todos los músicos cogieron sus instrumentos y se quedaron rígidos en sus asientos. Sinatra se aclaró la garganta unas cuantas veces y luego, después de ensayar algunas baladas con la orquesta, cantó Don’t Worry About Me a su satisfacción. Como no estaba seguro de cuánto tiempo le duraría la voz se volvió impaciente.<br />–¿Por qué no grabamos esa matriz? –dijo dirigiéndose a la cabina de cristal donde Dwight Hemion, el director y su personal estaban sentados. Todos tenías las cabezas bajas observando el cuadro de mandos.<br />–¿Por qué no grabamos la matriz? –volvió a preguntar Sinatra.<br />El director de escena, que estaba cerca de la cámara con los auriculares puestos, repitió las palabras de Sinatra por el micrófono que le comunicaba con el control.<br />–¿Por qué no grabamos esa matriz?<br />Hemion no contestó. Posiblemente el interruptor estaba desconectado. Era difícil averiguarlo a causa de los reflejos oscuros que las luces producían en los cristales.<br />–¿Por qué no nos ponemos chaqueta y corbata –siguió Sinatra, que en ese momento llevaba un jersey amarillo de cuello alto– y grabamos esto?<br />De pronto se oyó, muy calma, la voz de Hemion desde el altavoz:<br />–Está bien, Frank, ¿le importaría repetir…?<br />–Sí, me importaría –replicó Frank con brusquedad.<br />El silencio de Hemion, que duró uno o dos segundos, fue interrumpido nuevamente por Sinatra, que dijo:<br />–Cuando dejemos de hacer las cosas como se hacían en 1950, tal vez…<br />Y siguió metiéndose con Hemion, renegando de la falta de técnicas modernas para la organización de este género de espectáculos; luego, tal vez para no malgastar su voz inútilmente, se calló. Y Dwight Hemion, muy paciente, tan paciente y sereno que parecía no haber oído nada de lo dicho por Sinatra, esbozó la primera parte del espectáculo. Y Sinatra, unos minutos más tarde, leyó las frases introductorias, frases que seguirían a Without a Song en los letreros para apuntar que se colocaban junto a las cámaras.<br />–El show de Frank Sinatra, Acto 1, página 10, toma primera –anunció, con la claqueta delante del objetivo, un hombre que se retiró en seguida.<br />–¿Han pensado alguna vez –empezó Sinatra– qué sería el mundo sin una canción? Sería un sitio bastante aburrido, ¿verdad?<br />Sinatra se interrumpió.<br />–Perdón –dijo–. Dios santo, necesito beber algo.<br />Ensayaron otra vez.<br />–El show de Frank Sinatra, Acto i, página 10, toma segunda –gritó el tipo saltarín de la claqueta.<br />–¿Han pensado alguna vez qué sería del mundo sin una canción…?<br />Esta vez Frank Sinatra leyó todo seguido sin pararse. Después ensayó algunas canciones, interrumpiendo a la orquesta una o dos veces cuando cierto sonido instrumental no era de su agrado. Era difícil predecir cuánto resistiría su voz, pues era todavía pronto; hasta ahora, sin embargo, todo el mundo parecía satisfecho, en particular cuando cantó Nancy, una vieja canción sentimental muy popular, escrita poco más de veinte años antes por Jimmy van Heusen y Phil Solvers, inspirada en la mayor de los tres hijos de Sinatra cuando tenía tan sólo unos pocos años.<br /><br />If I don’t see her each day<br />I miss her...<br />Gee what a thrill<br />Each time I kiss her...<br /><br />Mientras Sinatra entonaba esta canción, a pesar de haberla cantado en el pasado centenares de veces, de pronto fue evidente para todos los del estudio que algo muy importante bullía dentro de él, porque algo también muy especial salía de él. A pesar del catarro, estaba cantando con fuerza y calor; se abandonaba y su arrogancia había desaparecido; en esta canción aparecía el lado íntimo de la muchacha que lo comprende mejor que nadie y ante la cual puede manifestarse abiertamente.<br />Nancy tiene veinticinco años. Vive sola. Su matrimonio con el cantante Tommy Sands terminó en divorcio. Su casa se encuentra en un suburbio de Los Ángeles y en estos momentos participa en su tercera película y graba además en la casa de discos de su padre. Se ven diariamente; y si no, él le telefonea cada día, aunque esté en Europa o Asia. Cuando la voz de Sinatra empezó a hacerse popular en la radio, excitando a sus fans, Nancy lo escuchaba en casa y lloraba. Cuando el primer matrimonio de Sinatra se deshizo en 1951 y él se marchó de casa, Nancy era la única que se acordaba de su padre. Lo vio también con Ava Gardner, Juliet Prowse, Mia Farrow y con otras muchas. Algunas veces había salido formando pareja con él…<br /><br />She, takes the winter<br />and makes summer...<br />Summer could take<br />some lessons from her...<br /><br />Nancy lo ve cuando va de visita a casa de su primera mujer, Nancy Barbato, hija de un estuquista de Jersey City con la que Sinatra se casó en 1939 cuando ganaba veinticinco dólares en la semana cantando en The Rustic Cabin, cerca de Hoboken.<br />La primera señora Sinatra es una mujer excepcional que no ha vuelto a casarse (como ella misma explicó una vez a una amiga: “Cuando se ha estado casada con Frank Sinatra…”). Vive en una magnífica mansión de Los Ángeles con la hija menor, Tina, de diecisiete años. No hay amargura entre Sinatra y su primera mujer, sino tan sólo un gran respeto y afecto. Siempre ha sido bienvenido en su casa, e incluso se dice que acostumbra a llegar a cualquier hora, atiza el fuego de la chimenea, se estira en el sofá y se queda dormido. Frank Sinatra tiene la suerte de dormir en cualquier sitio, cosa que aprendió cuando viajaba en autobús con sus conjuntos musicales; en esa época también aprendió a dormir en smoking sin arrugar la chaqueta y conservando el pliegue de los pantalones. Pero ya no viaja en autobús, y su hija Nancy, que de niña se creía olvidada cuando él se dormía en el sofá en vez de dedicarle su atención, se ha dado cuenta de que uno de los pocos sitios del mundo donde Frank Sinatra podía encontrar un poco de recogimiento, donde su famosa cara no iba a ser mirada fijamente ni provocaría reacciones anormales en los demás, era el sofá. También se dio cuenta de que las cosas corrientes han eludido siempre a su padre: su infancia ha sido una infancia de soledad y de lucha para ganar la atención. Desde que lo ha conseguido, nunca más ha tenido la posibilidad de estar solo. Cuando miraba por las ventanas de una casa que tuvo una temporada en Hasbrouk Heights, Nueva Jersey, vislumbraba a veces las caras de los adolescentes que le espiaban, y en 1944, después de haberse mudado a California y haber adquirido una casa protegida por un seto de tres metros de altura a orillas del lago Toluca, descubrió que el único método para escapar del teléfono y otros asaltos era quedarse en un bote en el centro del lago. Sin embargo, según Nancy, ha intentado vivir como todo el mundo. El día de la boda de su hija lloró, porque es muy sensible y sentimental…<br />–¿Qué diantre estás haciendo allá arriba, Dwight?<br />Silencio desde la cabina de dirección.<br />–¿Tienes una recepción o algo parecido, Dwight?<br />Sinatra estaba en el escenario con los brazos cruzados y miraba furioso a Hemion. Había cantado Nancy con lo que probablemente le quedaba de voz ese día. Los números siguientes tuvieron unas cuantas notas roncas y por dos veces se le rompió la voz. Pero Hemion estaba incomunicado en la cabina. Bajó luego al estudio y se dirigió a Sinatra. Unos minutos después los dos se fueron a la cabina. Le puso la cinta a Sinatra. La escuchó unos minutos y en seguida empezó a sacudir la cabeza. Después dijo a Hemion:<br />–Olvídalo, olvídalo. Estás perdiendo el tiempo. Lo que hay allí –dijo Sinatra señalando su imagen que cantaba en la pantalla de la televisión– es un tipo acatarrado.<br />Luego se marchó de la cabina y ordenó que se cancelara todo y se aplazase la grabación hasta que se encontrara bien.<br />Inmediatamente la noticia se esparció como una epidemia entre el personal de Sinatra, luego en Hollywood, más tarde por todo el país, llegando al bar de Jilly, y también a la otra orilla del río Hudson, a las casas de los padres de Frank Sinatra y de sus amigos de Nueva Jersey.<br />Cuando Frank Sinatra habló con su padre por teléfono y le dijo que se encontraba malísimo, el viejo Sinatra le contestó que él se encontraba aún peor: que la mano y el brazo izquierdo estaban tan entorpecidos por un trastorno circulatorio que casi no podía usarlos, añadiendo que ello podía ser el resultado de haber golpeado demasiado con la izquierda, cincuenta años antes, en sus días de peso gallo.<br />Martin Sinatra, un pequeño siciliano tatuado, de tez colorada y ojos azules, nacido en Catania, había sido púgil bajo el nombre de Matty O’Brien. En aquellos tiempos y en aquellos lugares, con los irlandeses que mandaban en los bajos estratos de la vida ciudadana, no era raro el caso de los italianos que tomaran esos nombres. La mayoría de los italianos y de los sicilianos que habían emigrado a América a finales del siglo pasado eran pobres e incultos; eran excluidos de los sindicatos de la construcción, dominados por los irlandeses; eran amedrentados por la policía irlandesa, por los sacerdotes irlandeses y por los políticos irlandeses.<br />Una excepción notable era Dolly, la madre de Frank Sinatra, una mujer alta y muy ambiciosa, que sus padres habían traído a América de dos meses. El padre era litógrafo en Génova. Más tarde, Dolly Sinatra, con su cara colorada y redonda y sus ojos azules, era a menudo tomada por irlandesa y sorprendía a muchos por la rapidez con que lanzaba su pesado bolso contra el primero que dijera “wop” 2.<br />Valiéndose de su habilidad política dentro de la máquina democrática del norte de Jersey, Dolly Sinatra iba a convertirse en una especie de Catalina de Médicis del Tercer Distrito de Hoboken. En periodo de elecciones se podía contar con que ella conseguiría reunir hasta seiscientos votos en su barrio italiano, y en esto se basaba su poder. Cuando dijo una vez a uno de los políticos que quería que su marido ingresara en el cuerpo de bomberos de Hoboken y éste le contestó: “Pero, Dolly, no hay ninguna plaza vacante”, ella rebatió:<br />–Hágala.<br />Y la hicieron. Algunos años más tarde pidió que el marido fuera ascendido a capitán de bomberos, y un buen día recibió una llamada telefónica de los mandamases políticos que empezó:<br />–Enhorabuena, Dolly.<br />–¿Por qué?<br />–Por el capitán Sinatra.<br />–Oh, por fin lo han ascendido. Muchas gracias.<br />Seguidamente llamó a la estación de bomberos de Hoboken.<br />–Quiero hablar con el capitán Sinatra –dijo.<br />El bombero llamó al teléfono a Martin Sinatra, diciéndole…<br />–Marty, creo que tu mujer se ha vuelto loca.<br />Cuando él tomó el auricular, Dolly lo saludó:<br />–Enhorabuena, capitán Sinatra.<br />El único hijo de Dolly, bautizado Francis Albert Sinatra, nació y por poco se muere el 12 de diciembre de 1915. Fue un parto difícil y durante sus primeras horas en la tierra recibió unas señales que llevará hasta la muerte: las cicatrices del lado izquierdo del cuello fueron el resultado de la torpeza del médico al usar los fórceps. Sinatra decidió no borrarlas con la cirugía estética.<br />Después de cumplir los seis meses fue criado casi exclusivamente por su abuela. La madre tenía un empleo en una firma importante. Era tan hábil en dar baños de chocolate que prometieron enviarla a la fábrica de París para dar clases. Algunas personas recuerdan a Sinatra como el chico solitario que se pasaba las horas muertas en el porche con la mirada perdida en el espacio. Sinatra no fue nunca un golfillo de los barrios bajos; nunca estuvo en la cárcel, e iba siempre bien vestido. Poseía tantos pantalones que algunos en Hoboken le llamaban “Slacksey O’Brien”3.<br />Dolly Sinatra no era de ese tipo de madres italianas que se quedaban satisfechas tan sólo con la sumisión y el buen apetito de su vástago. Esperaba mucho de su hijo. Era siempre muy severa. Soñaba que se hiciera ingeniero aeronáutico. Una noche descubrió las fotos de Bing Crosby pegadas en las paredes de su dormitorio y se enteró de que también su hijo quería ser cantante; se puso furiosa y le tiró un zapato. Más adelante, consciente de que no había manera de hacerle cambiar de opinión –“se parece a mí”–, lo animó en su idea.<br />Muchos chicos italoamericanos de esa generación tenían los mismos sueños. Eran fuertes en la música, débiles en las letras; no ha habido ni un solo gran novelista entre ellos: ningún O’Hara, ningún Bellow, ningún Cheever, ningún Shaw. Sin embargo, podían establecer comunicación con el bel canto. Esto entraba más en su tradición; no hacía falta ningún título de estudios; podían ver sus nombres en neón: Perry Como... Frankie Lane... Tony Bennett... Vic Damone... Pero nadie lo veía con más claridad que Frank Sinatra.<br />A pesar de que estaba trabajando casi todas las noches en The Rustic Cabin, se levantaba al día siguiente para cantar gratis en la radio de Nueva York y atraer más la atención. Más adelante logró un empleo de cantante con el conjunto de Harry James, y fue entonces, en agosto de 1939, cuando Sinatra obtuvo el primer éxito con un disco: All or Nothing at All. Les tomó mucho cariño a Harry James y a todos los miembros de la orquesta, pero cuando recibió una oferta de Tommy Dorsay –que entonces tenía probablemente el mejor conjunto del país–, Sinatra aceptó. Le pagaban ciento veinticinco dólares por semana, y Dorsay sabía cómo promoverlo. Sin embargo, Sinatra estaba muy deprimido por tener que dejar la orquesta de James, y la última noche que pasó con ellos fue tan memorable que, veinte años después, hablando con un amigo, se acordaba aún de todos los detalles: “El autobús salió con todos los chicos sobre la medianoche. Les había dicho adiós y me acuerdo de que estaba nevando. No había nadie alrededor y me quedé solo en la nieve con mi maleta, siguiendo con la mirada las luces posteriores hasta que desaparecieron. Luego comencé a llorar e intenté correr detrás del autobús. Había en ese conjunto tanto esfuerzo y tanto entusiasmo, que sentía dejarlo…”<br />Pero lo hizo. Como seguiría dejando también otros puestos cómodos, siempre en busca de algo más, sin perder nunca el tiempo, intentando hacerlo todo en una generación, luchando con su propio nombre, defendiendo a los débiles, aterrorizando a los poderosos. Le pegó un puñetazo a un músico que había dicho algo en contra de los judíos; sostuvo la causa de los negros dos décadas antes de que esto se pusiera de moda. Arrojó también una bandeja de vasos a Buddy Rich por tocar los tambores demasiado fuerte.<br />Antes de cumplir treinta años, Sinatra había regalado mecheros de oro por valor de cincuenta mil dólares y vivía el sueño dorado de los emigrados a Norteamérica. Hizo su aparición cuando DiMaggio estaba callado, cuando sus paisanos estaban melancólicos y a la defensiva por la presencia de las tropas de Hitler en su tierra nativa. Con el tiempo, Sinatra se convirtió en el único miembro de la Liga Contra la Difamación de los Italianos de Norteamérica, un tipo de organización que no hubiera progresado mucho entre ellos porque, según dicen, siendo individualistas rara vez están de acuerdo: magníficos como solistas, pero no tan buenos en el coro; fantásticos como héroes, pero no tan admirables en un desfile.<br />Cuando eran usados muchos nombres de italianos para distinguir a los pandilleros en la serie televisiva de Los intocables, Sinatra dejó oír con fuerza su desaprobación. Sinatra, y también muchos otros miles de italianos, se resistían cuando Joe Valadri, un delincuente de poca monta, era presentado por Bob Kennedy como una eminencia de la mafia, mientras en realidad, por lo que se pudo deducir de las declaraciones de Valadri en televisión, era evidente que estaba menos enterado que la mayoría de los camareros de Mulberry Street. Muchos italianos del círculo de Sinatra consideraban que Bobby Kennedy era un policía irlandés de más talla que los que había conocido Dolly Sinatra, pero que infundía el mismo pavor. Se dice que Bobby Kennedy, junto con Peter Lawford, se volvió arrogante con Sinatra tras la elección de John Kennedy, olvidando la contribución de Sinatra, tanto en la recaudación de fondos como en la influencia sobre muchos votos de los italianos antiirlandeses. Se sospecha que tanto Lawford como Bobby Kennedy intervinieron en la decisión del difunto presidente de hospedarse en casa de Bing Crosby en vez de en casa de Sinatra, como se había planeado en un principio. Una contrariedad que Sinatra no olvidará nunca. Desde entonces, Peter Lawford ha sido excluido del clan Sinatra en Las Vegas.<br />–Sí, mi hijo es como yo –dice con orgullo Dolly Sinatra–. Si se le contraría nunca lo olvida. Pero –aclara en seguida– no consigue hacer nada que su madre no quiera. Incluso ahora lleva la misma marca de prendas interiores que le solía comprar.<br />Hoy Dolly Sinatra tiene 71 años, uno o dos menos que Martin, y durante todo el día hay gente que llama a la puerta trasera de su casa pidiéndole consejos o buscando su influencia. Cuando no recibe visitas o no está en la cocina, se ocupa de su marido, un hombre callado pero testarudo, y le hace apoyar el brazo dolorido en la esponja que ha colocado en el brazo de su butaca.<br />–Oh, este hombre ha ido a incendios terroríficos –dijo Dolly a una visita, señalando con gestos admirativos al marido sentado en su butaca.<br />Aunque Dolly Sinatra tiene 87 ahijados en Hoboken, y sigue yendo a esa ciudad durante las campañas políticas, vive ahora con su marido en una bonita casa de dieciséis habitaciones en Fort Lee, Nueva Jersey. Esta casa fue regalada por el hijo, hace tres años, en sus bodas de oro. Está amueblada con gusto y está repleta de contrastes entre lo piadoso y lo mundano: fotografías del Papa Juan y de Ava Gardner, del Papa Pablo y Dean Martin; varias estatuas de santos y agua bendita, una silla con autógrafo de Sammy Davis Jr. y botellas de whisky. En el estudio de joyas de la señora Sinatra hay un magnífico collar de perlas que acaba de recibir de Ava Gardner, a quien quiso muchísimo como nuera y con la que todavía mantiene contacto y menciona a menudo. Colgando en una pared hay una carta dirigida a Dolly y a Martin: “Las arenas del tiempo se han convertido en oro; sin embargo, el amor continúa desplegándose como los pétalos de una rosa en el jardín de la vida de Dios... Que Dios los proteja por toda la eternidad. Le doy las gracias, les doy las gracias por el don de la existencia, su hijo que los quiere, Francis...”.<br />La señora Sinatra habla por teléfono con su hijo al menos una vez por semana. Hace poco Sinatra le sugirió que cuando fueran a Manhattan hiciera uso de su apartamento en la Calle Setenta y Dos Este, cerca del río. Está en un barrio caro y elegante de Nueva York, aunque en la misma manzana haya una pequeña fábrica. Dolly Sinatra se sirvió de esta oferta para tomar represalias contra su hijo por algunas declaraciones no muy lisonjeras que había hecho sobre su infancia en Hoboken.<br />–¿Qué? ¿Quieres que vaya a tu piso, a aquella pocilga? –preguntó–. ¿Crees que quiero pasar la noche en aquel horrible vecindario?<br />Frank Sinatra comprendió al vuelo y dijo:<br />–Mil perdones, señora Fort Lee.<br />Después de haber pasado toda la semana en Palm Springs, Frank Sinatra, muy mejorado del catarro, volvió a Los Ángeles, una bonita ciudad de sol y sexo, un descubrimiento español lleno de miseria mexicana, un país estelar de hombrecitos y de mujeres esbeltas con pantalones muy ceñidos que entran y salen de sus descapotables.<br />Sinatra regresó a tiempo para ver junto con su familia el documental tan esperado de la CBS. Cerca de las nueve de la tarde llegó en coche a la casa de su ex mujer Nancy y cenó con ella y sus dos hijas. El hijo, al que ven raramente, estaba fuera.<br />Frank Jr., de veintidós años, estaba de gira con un conjunto y viajaba a Nueva York, donde estaba contratado en Basin Street East con la orquesta de los Pied Pipers, con los que Frank Sinatra había cantado con la banda de Dorsay en 1940. Hoy en día Frank Sinatra Jr., nombre que le puso su padre en honor de Franklin D. Roosevelt, vive casi siempre en hoteles, cena cada noche en su camerino del club nocturno y canta hasta las dos de la madrugada, aceptando amablemente, dado que no tiene más remedio, la inevitable comparación. Tiene una voz suave y agradable que con el ejercicio está mejorando. Es muy respetuoso con su padre; habla de él con objetividad y, a veces, con arrogancia contenida.<br />Según Frank Jr., refiriéndose al principio de la fama de su padre, ha habido “un Sinatra de recortes de periódico” que tenía el propósito de “apartar a Sinatra del hombre corriente, de las cosas cotidianas; de repente ha surgido el magnate fogoso, el Sinatra súper normal, no súper hombre, sino súper normal. Y este es –seguía diciendo Frank Jr.– el error, el gran camelo, porque Frank Sinatra es normal, es un tipo con el que cualquiera puede toparse al volver la esquina. Sin embargo, hay otro factor, el disfraz súper normal que ha influido tanto en Frank Sinatra como en cualquiera que vea uno de sus programas televisivos o lea un artículo sobre él...”<br />“La vida de Frank Sinatra en los comienzos era tan normal –dijo–, que nadie en 1934 hubiera creído que este chiquillo italiano de pelo rizado se convertiría en un gigante, en un monstruo, en la gran leyenda viviente... Conoció a mi madre –Nancy Barbato, hija de Mike Barbato, estuquista de Jersey City– en un verano en la playa. Y ella conoció al hijo de Martin, un bombero, en un verano en la playa de Long Branch, Nueva Jersey. Los dos son italianos, los dos son católicos, los dos son unos tortolitos de clase media baja, es como un millón de películas malas protagonizadas por Frankie Avalon…<br />“Tienen tres hijos. El primero, Nancy, fue el más normal de los hijos de Frank Sinatra. Nancy fue cheerleader, iba a campamentos de verano, conducía un Chevrolet, tenía la clase de desarrollo más fácil, centrado en el hogar y la familia. El siguiente soy yo. Mi vida con la familia es muy, muy normal hasta septiembre de 1958, cuando, en completo contraste con la educación de las dos chicas, me mandan a una escuela preparatoria. Ahora estoy lejos del círculo más íntimo de la familia, y nunca he recuperado mi posición desde entonces… El tercer hijo es Tina. Y para ser totalmente honesto, no sabría decir cómo es su vida…”<br />El show de la CBS, narrado por Walter Cronkite, empezó a las diez de la noche. Un minuto antes de eso, la familia Sinatra, que había terminado de cenar, giró las sillas para ponerse de cara a la cámara, unida por el desastre que podía suceder. Los hombres de Sinatra en otras partes de la ciudad, en otras partes de la nación, estaban haciendo lo mismo. El abogado de Sinatra, Milton A. Rudin, fumando un cigarro, estaba mirando con ojos atentos, una alerta legal en la mente. El programa también iban a verlo Brad Dexter, Jim Mahoney, Ed Pucci; el maquillador de Sinatra, “Shotgun” Britton; su representante en Nueva York, Henri Gin, su camisero, Richard Carroll; su agente de seguros, John Lillie, su mayordomo, George Jacobs, un guapo negro que, cuando recibe a chicas en su apartamento, pone discos de Ray Charles.<br />Y como sucede con buena parte del miedo de Hollywood, la aprensión por el show de la CBS demostró carecer de razón. Fue una hora enormemente halagadora que no hurgó profundamente, como insistían los rumores, en la vida amorosa de Sinatra, o la mafia, u otras zonas de su provincia privada. Si bien el documental no era autorizado, escribió Jack Gould en el New York Times del día siguiente, “podría haberlo sido”.<br />Inmediatamente después del show, los teléfonos empezaron a sonar por todo el sistema de Sinatra y transmitieron palabras de alegría y alivio, y de Nueva York llegó el telegrama de Jilly: “¡SOMOS LOS AMOS DEL MUNDO!”<br /><br />◾<br />El día siguiente, en un pasillo del edificio de la NBC donde se iba a retomar la grabación de su programa, Sinatra estaba discutiendo el show de la CBS con varios de sus amigos, y dijo: “Oh, fue divertidísimo.”<br />–Sí, Frank, una barbaridad.<br />–Pero creo que Jack Gould tenía razón hoy en el Times –dijo Sinatra–. Debería haber habido más sobre el hombre, no sólo sobre la música…<br />Asintieron, nadie mencionó la histeria que había en el mundo Sinatra cuando parecía que la CBS iba a ser implacable con él; sólo asintieron y dos de ellos se rieron porque, al parecer, había salido en el programa diciendo la palabra “pájaro”, que es una de las palabras preferidas de Sinatra. Con frecuencia pregunta a sus compinches: “¿Cómo está tu pájaro?”, y cuando casi se ahogó en Hawai, después explicó: “Se me metió un poco de agua en el pájaro”, y bajo una gran fotografía suya sosteniendo una botella de whisky, una foto que cuelga en la casa de un amigo actor llamado Dick Balayan, la leyenda dice: “¡Bebe, Dickie! Es bueno para tu pájaro”. En la canción Come Fly with Me, Sinatra a veces altera la letra: “Sólo di las palabras y llevaremos a nuestros pájaros a Acapulco…”<br />Diez minutos más tarde Sinatra, siguiendo a la orquesta, entró en el estudio de la NBC, que no parecía ni de lejos la escena de ocho días antes. En esa ocasión Sinatra tenía la voz muy bien, hizo bromas entre números, nada le alteró. En una ocasión, mientras cantaba How Can I Ignore the Girl Next Door, en el escenario, junto a un árbol, una cámara de televisión montada en un vehículo se acercó demasiado y chocó contra el árbol:<br />–¡Cristo! –gritó uno de los asistentes técnicos.<br />Pero Sinatra a duras penas pareció darse cuenta.<br />–Hemos tenido un pequeño accidente –dijo con total tranquilidad. Después empezó la canción desde el principio.<br />Cuando el programa terminó, Sinatra observó lo grabado en el monitor de la sala de control. Estaba muy complacido, le dio la mano a Dwight Hemion y a sus ayudantes. Después se abrieron las botellas de whisky en el camerino de Sinatra. Pat Lawford estaba allí, y también Andy Williams y una docena más de personas. Los telegramas y las llamadas seguían llegando de todas las partes del país con felicitaciones por el programa de la CBS. Hubo incluso una llamada, dijo Mahoney, del productor de la CBS, Don Hewitt, con el que Sinatra estaba terriblemente enfadado hacía sólo unos días. Y Sinatra seguía enfadado, sentía que la CBS le había traicionado, aunque el programa en sí mismo no era ofensivo.<br />–¿Le escribo una línea a Hewitt? –preguntó Mahoney.<br />–¿Se puede mandar un puño por correo? –respondió Sinatra.<br />Lo tiene todo, no puede dormir, da bonitos regalos, no es feliz, pero no cambiaría, ni por la felicidad, lo que es…<br />Es una parte de nuestro pasado, sólo que nosotros hemos envejecido, él no… nosotros estamos angustiados por la vida doméstica, él no... nosotros tenemos escrúpulos, él no… Es culpa nuestra, no suya…<br />Controla los menús de todos los restaurantes italianos de Los Ángeles; si quieres comida del norte de Italia, coge un avión a Milán…<br />Los hombres le siguen, le imitan, se pelean por estar cerca de él… hay algo de vestuario, de cuartel, en él… pájaro… pájaro…<br />Cree que hay que jugar a lo grande, con todo, cada vez más… cuanto más abierto eres, más recibes, tus dimensiones aumentan, creces, te vuelves más lo que eres… más grande, más rico…<br />“Es mejor que nadie, o al menos yo creo que lo es, y tiene que vivir a la altura de eso.” (Nancy Sinatra Jr.)<br />“Es tranquilo aparentemente… pero por dentro le están pasando un millón de cosas.” (Dick Bakalayan)<br />“Tiene un insaciable deseo de vivir cada momento al máximo porque tiene la sensación que al otro lado de la esquina está la extinción.” (Brad Dexter)<br />“Lo único que obtuve de mis matrimonios fueron los dos años que Artie Shaw me financió el diván del analista.” (Ava Gardner)<br />“No éramos madre e hijo, sino colegas.” (Dolly Sinatra)<br />“Tengo cualquier cosa que te ayude a pasar la noche, sean oraciones, tranquilizantes o una botella de Jack Daniel’s.” (Frank Sinatra)<br /><br />◾<br />Frank Sinatra estaba cansado de la cháchara, los cotilleos, la teoría, cansado de leer citas sobre sí mismo, de oír lo que la gente decía de él en toda la ciudad. Habían sido tres semanas tediosas, dijo, y ahora sólo quería largarse, ir a Las Vegas, soltar un poco de presión. Así que se subió a su jet, voló por encima de las colinas de California hasta las llanuras de Nevada, después sobre millas y millas de desierto hasta The Sands y la pelea Clay-Patterson.<br />La velada del combate se quedó despierto toda la noche y durmió la mayor parte de la tarde, aunque su voz grabada se oyó en el lobby de The Sands, en el casino de apuestas, incluso en los lavabos, siendo interrumpido por algunos compases de anuncios públicos: “ … Llamada telefónica para el señor Ron Fish, señor Ron Fish… con una cinta dorada en el cabello… Llamada telefónica para el señor Herbert Rothstein, señor Herbert Rothstein… memories of a time so bright, keep me sleepless through dark endless nights...”<br />La tarde antes del combate en el recibidor de The Sands y de los otros hoteles a lo largo de la avenida pululaban los consabidos profetas de la pelea: los apostadores, los viejos campeones, segundones del negocio del boxeo de la Octava Avenida, los redactores deportivos que dicen pestes de los grandes combates durante todo el año, pero que no quieren perderse uno; los novelistas que parecen identificarse siempre con un púgil o con otro; las prostitutas locales reforzadas por algunas profesionales de Los Ángeles; y también una joven morena con un traje negro de cóctel arrugado que estaba en el mostrador de recepción implorando: “Pero yo quiero hablar con el señor Sinatra”.<br />–No está aquí –contestó el encargado.<br />–¿No quiere comunicarme con su cuarto?<br />–No se puede transmitir ningún mensaje, señorita –contestó.<br />Tambaleándose y casi a punto de llorar, cruzó el recibidor y entró en la grande y ruidosa sala de juegos, llena de hombres interesados tan sólo en el dinero.<br />Poco antes de la siete de la tarde, Jack Entratter, un hombretón de pelo cano que dirige The Sands, entró en la sala de juego para anunciar a unos hombres que se encontraban alrededor de la mesa de blackjack que Sinatra se estaba vistiendo. Dijo también que le había sido imposible encontrar asientos de primera fila para todos, así que algunos de los hombres –incluido Leo Durocher, que escoltaba a una señorita, y Joey Bishop, que venía con su mujer– no podían sentarse en la fila de Sinatra y tenían que acomodarse en la tercera. Cuando Entratter se lo dijo a Joey Bishop, éste no pareció enfadarse; sin embargo, miró sorprendido a Entratter en silencio.<br />–Joey, lo siento –dijo Entratter al prolongarse el silencio–, pero no hemos podido conseguir en la primera fila más que seis localidades juntas.<br />Bishop siguió en silencio. Pero cuando asistieron a la pelea, Joey Bishop estaba en la primera fila y su mujer en la tercera.<br />El combate, llamado guerra santa entre cristianos y musulmanes, venía precedido por la presentación de tres ex campeones con calvicie incipiente: Rocky Marciano, Joe Louis y Sonny Liston, otro hombre que surgía también de las sombras del pasado. Habían pasado más de catorce años, pero Sinatra se acordaba de todos los detalles: Eddie Fisher era entonces el nuevo rey de los barítonos junto con Billy Eckstine y Guy Mitchell, mientras que él había sido desechado. Recordaba que, entrando una vez en un estudio de radio, un nutrido grupo de admiradores de Fisher que aguardaba en el recibidor esperó a mofarse de él: “Frankie, Frankie, me desmayo, me desmayo”. Era la época en que vendía tan sólo treinta mil discos al año, cuando en su programa televisivo le habían dado un papel equivocado de cómico y cuando había grabado aquellos desastres, como Mama Will Bark.<br />–Gruñía y ladraba en ese disco –ha dicho Sinatra, todavía lleno de horror ante la idea–. Únicamente fue bueno para los perros.<br />En 1952 su voz y su gusto artístico eran infinitamente malos, pero, según sus amigos, la causa principal de su ocaso fue la persecución de Ava Gardner. Ella era entonces la gran reina del cine, una de las mujeres más guapas del mundo. Nancy, la hija de Sinatra, recuerda haber visto a Ava nadar un día en la piscina del padre, salir luego del agua con ese cuerpo fabuloso, acercarse lentamente al fuego, inclinarse un momento hacia él, y de pronto tener la impresión de que su oscuro pelo largo se había secado y que milagrosamente y sin esfuerzo estaba perfectamente arreglado.<br />Como dicen sus amigos, Sinatra nunca sabe si las mujeres con las que devanea lo quieren por lo que puede hacer por ellas o por lo que hará más adelante. Con Ava Gardner fue distinto. Él no podía ayudarla en nada. Estaba en la cumbre. Si Sinatra ha aprendido algo de su experiencia con Ava, quizá haya sido que cuando un hombre orgulloso ha caído, una mujer no lo puede ayudar. Y en particular una mujer que está en la cumbre.<br />Sin embargo, en esta época, a pesar de su voz cansada, se filtraba alguna emoción profunda en su forma de cantar. Una canción en particular, que todavía hoy se recuerda: I Am a Fool to Want You. Un amigo que se encontraba en el estudio cuando Sinatra estaba grabando, recordaba: “Frank aquella noche estaba realmente presionado. Cantó en una sola toma, luego dio media vuelta y salió del estudio”.<br />Hank Sanicola, que era por entonces el representante de Sinatra, dijo: “Ava quería a Frank, pero no tanto como él la quería. Él necesita mucho amor. Lo quiere durante las veinticuatro horas del día; necesita gente a su alrededor. Frank es así”. Según Sanicola, Ava Gardner era muy insegura. Temía no poder retener a un hombre… Dos veces corrió detrás de ella a África, dañando su carrera…<br />Otro amigo dijo:<br />–Ava no quería que los amigos de Sinatra estuvieran siempre de por medio. Esto la ponía furiosa. Con Nancy solía llevar a su casa a toda la pandilla y ella, la buena mujer italiana, nunca se quejaba. Se limitaba únicamente a preparar espagueti para todo el mundo.<br />En 1953, después de casi dos años de matrimonio, Sinatra y Ava se divorciaron. Parece que la madre de Frank trató de reconciliarlos, pero si Ava estaba dispuesta, Frank Sinatra no. Salía con otras mujeres. La balanza se había equilibrado. De alguna manera, en ese periodo Sinatra dejó de ser el cantante adolescente, el chico actor en traje de marinero, para convertirse en hombre. Incluso antes de 1953, cuando ganó el Oscar por su interpretación en De aquí a la eternidad, salían a relucir algunos destellos de su antiguo talento como en la grabación de The Birth of the Blues y su reaparición en el club nocturno Riviera, que únicamente fue alabada por los críticos de jazz. Como había también entonces una tendencia hacia los Long Playing y evitar los discos de pocos minutos de duración, el estilo de concierto de Sinatra hubiera tenido éxito con el Oscar o sin él.<br />En 1954, Frank Sinatra, completamente entregado otra vez a su talento, fue nombrado por Metronome “cantante del año”, y más adelante ganó en la votación de los disc-jockeys de la upi, desplazando a Eddie Fisher, que en esos momentos salía del ring, después de haber cantado en Las Vegas el himno nacional. Y se inició el combate.<br />Floyd Patterson estuvo persiguiendo a Clay alrededor del cuadrilátero en el primer asalto, sin lograr alcanzarlo, y a partir de entonces fue el juguete de Clay. El encuentro terminó en el duodécimo asalto, quedando Patterson técnicamente fuera de combate. A la media hora casi todo el mundo se había olvidado del combate y había vuelto a las mesas de juego o se había puesto en la cola para comprar entradas para el espectáculo que ofrecían, en el escenario de The Sands, Dean Martin, Sinatra y Bishop. El show, que incluye a Sammy Davis Jr. cuando está en la ciudad, consiste en muchas canciones interrumpidas por un diálogo improvisado y chistoso.<br />Después del último espectáculo en The Sands, el grupo de Sinatra –que ascendía por entonces a unos veinte, y comprendía a Jilly, que había llegado en vuelo de Nueva York; a Jimmy Cannon, el crítico deportivo favorito de Sinatra, y a Harold Gibbons, un funcionario del sindicato de transportes que sustituiría a Hoffa si éste llegaba a ir a la cárcel– subió a varios coches para ir a otro club nocturno. Eran las tres de la madrugada. La noche era todavía joven.<br />Se detuvieron en el Sahara, ocuparon una larga mesa en la parte de atrás y escucharon a un pequeño cómico calvo llamado Don Rickles, tal vez el más cáustico de todos los cómicos del país. Su humor es tan grosero, de tan mal gusto, que no ofende a nadie. Es demasiado ofensivo para ofender. Cuando distinguió entre el público a Eddie Fisher, empezó a tomarle el pelo, diciendo que no era nada extraño que no consiguiera dominar a Elizabeth Taylor como amante. Y cuando dos hombres de negocios admitieron ser egipcios, Rickles se metió con ellos criticando la postura de su país con Israel. Luego sugirió abiertamente que una mujer sentada en una mesa con su marido era, en realidad, una buscona.<br />Cuando el grupo de Sinatra entró, Don Rickles no pudo ponerse más contento. Señalando a Jilly, Rickles gritó: “¿Qué se siente al ser el tractor de Frank?… Sí, Jilly sigue andando delante de Frank para abrirle paso”. Después de meterse con Durocher, Rickles la emprendió con Sinatra, sin olvidar mencionar a Mia Farrow, ni que llevaba peluquín, ni que estaba terminado como cantante. Sinatra se rió y todos lo imitaron, y Rickles, señalando a Bishop, dijo: “Joe Bishop sigue tomando la pauta de Frank para saber lo que es gracioso”.<br />Después que Rickles contase algunos chistes judíos, Dean Martin se puso de pie gritando: “Eh, estás hablando siempre de los judíos y nunca de los italianos”. Y Rickles le interrumpió:<br />–¿Para qué queremos a los italianos? Lo único que hacen es ahuyentar las moscas de nuestros pescados.<br />Sinatra se rió, todos se rieron, y Rickles siguió durante casi una hora hasta que Sinatra, poniéndose de pie, dijo:<br />–Está bien, termina ya de una vez, tengo que marcharme.<br />–Siéntate y calla –ordenó Rickles–. Yo te he aguantado mientras cantabas…<br />–¿Con quién crees que estás hablando? –le dijo Sinatra.<br />–Con Dick Haymes –contestó el otro y Sinatra volvió a reírse.<br />Luego, Dean Martin, vaciándose en la cabeza una botella de whisky y empapándose el smoking, empezó a dar puñetazos en la mesa.<br />–¿Quién iba a creer que ese borrachín llegaría a estrella –dijo Rickles. Pero Martin dio un bocinazo:<br />–Eh, quiero echar un discurso.<br />–Cállate.<br />–No, Don, quiero decirte algo –insistió Martin–. Pienso que eres un gran artista.<br />–Bueno, gracias, Dean –contestó Rickles, aparentemente complacido.<br />–Pero no me hagas eso –siguió Martin, dejándose caer pesadamente en su silla–. Estoy borracho.<br />–No lo dudo –dijo Rickles.<br />A las cuatro de la madrugada, Frank Sinatra salió del Sahara con el grupo. Algunos llevaban en la mano sus vasos de whisky y seguían bebiendo en la acera y en los coches. De vuelta a The Sands entraron en las salas de juego. Seguían repletas de gente; las ruletas giraban y los jugadores de dados chillaban en el rincón más alejado.<br />Frank Sinatra, con un vaso de whisky en su izquierda, se adentró entre la gente. A diferencia de algunos de sus amigos, estaba impecable, con la corbata en su sitio y los zapatos sin tacha. Nunca parece perder su dignidad, nunca deja de estar alerta por mucho que haya bebido o por mucho que lleve despierto. Nunca se tambalea al andar, como Dean Martin, ni baila en los pasillos o salta encima de las mesas como Sammy Davis.<br />Dondequiera que se encuentre hay una parte de Sinatra que no está allí. Hay siempre algo de él, aunque a veces sea muy poco, que sigue siendo il padrone. Incluso ahora, con el vaso sobre la mesa de blackjack frente al que daba las cartas, Sinatra se mantenía un poco alejado de la mesa, sin siquiera apoyarse. Buscó en el bolsillo de los pantalones y sacó un abultado, pero limpio, manojo de billetes. Con suavidad despegó un billete de cien dólares que colocó en el fieltro verde de la mesa. El hombre le dio dos cartas. Sinatra pidió una tercera, se pasó y perdió los cien dólares.<br />Sin inmutarse, Sinatra depositó un segundo billete de cien. Lo perdió. Luego un tercero, que perdió también. Puso en la mesa otros dos billetes de cien y los perdió. Finalmente, tras haber colocado el sexto billete de cien dólares en la mesa y haberlo perdido también, se alejó saludando con una inclinación de cabeza al hombre y diciendo: “Buen croupier”.<br />La masa de gente que se había apretujado a su alrededor se abrió para dejarle paso. Pero una mujer se dirigió hacia él alargándole un trozo de papel para que pusiera su autógrafo.<br />Firmó y luego dijo: “Gracias”.<br />En la parte de atrás del gran comedor de The Sands había una larga mesa reservada para Sinatra. A esa hora el comedor estaba casi vacío. Había quizá dos docenas de personas, incluidas cuatro señoritas en una mesa cerca de Sinatra que no iban acompañadas. En otro extremo de la gran sala, en una larga mesa, estaban sentados siete hombres, apoyados en la pared hombro con hombro. Dos llevaban gafas oscuras y todos comían tranquilamente sin apenas hablar, pero nada escapaba de su observación.<br />El grupo de Sinatra, después de haberse acomodado y de haber bebido más, pidió algo de comer. La mesa era más o menos del mismo tamaño que la que le reservan en Jilly’s, en Nueva York; y las personas sentadas alrededor de ella eran en gran parte las mismas que están con Sinatra en Jilly’s, o en un restaurante de California, o dondequiera que se encuentre. Cuando Sinatra se sienta a cenar, sus fieles amigos están cerca; y dondequiera que esté, por muy elegante que sea el lugar, sale siempre a relucir algo sobre el barrio, porque Sinatra, aunque haya llegado muy lejos, sigue siendo el chico de barrio, sólo que ahora se lo puede llevar a todas partes.<br />De algún modo, la mesa reservada para él y sus familiares en un lugar público es lo más cercano que Sinatra tiene ahora de vida hogareña. Habiendo tenido un lugar y habiéndolo abandonado, quizá sea ésta la aproximación que más le guste; aunque no parece ser exactamente así, ya que habla con mucho cariño de la familia, se mantiene en contacto con su primera mujer, e insiste en que no tome ninguna decisión sin antes consultarlo. Siempre desea colocar muebles u otros recuerdos suyos en casa de su mujer o en la de su hija Nancy, y también guarda relaciones amistosas con Ava Gardner. Cuando Sinatra se encontraba en Italia rodando El coronelVon Ryan, estuvo con ella algún tiempo, y fueron perseguidos adondequiera que fuesen por los paparazzi. Se dijo entonces que los paparazzi habían hecho a Sinatra una oferta colectiva de 16.000 dólares si se dejaba retratar junto con Ava Gardner, y que él había hecho a su vez una contraoferta de 32.000 dólares si le dejaban romper un brazo o una pierna a un paparazzi.<br />Aunque Sinatra a menudo está encantado de quedarse en casa completamente solo para poder leer y pensar sin interrupciones por la noche, en algunas ocasiones se encuentra solo y no por voluntad propia. Tal vez ha llamado por teléfono a media docena de mujeres que por una razón u otra tenían otros compromisos. Entonces llama a su ayuda de cámara, George Jacobs:<br />–Esta noche iré a cenar a casa, George.<br />–¿Cuántas personas habrá?<br />–Tan sólo yo –contesta Sinatra–. Quiero algo ligero; no tengo mucha hambre.<br />George Jacobs es un hombre de 36, divorciado dos veces, que se asemeja a Billy Eckstine. Ha viajado por todo el orbe con Sinatra y le tiene mucha devoción. Jacobs vive en un cómodo piso de soltero en Sunset Boulevard, pasada la esquina de Whisky a gogo, y es conocido en todos lados por el surtido de vivarachas chicas californianas que tiene como amigas, algunas de las cuales, él lo admite, se acercaron a él para estar cerca de Frank Sinatra.<br />Cuando Sinatra llega, Jacobs le sirve la cena en el comedor. Después, Sinatra le dice que ya puede marcharse. Si alguna de estas noches el jefe pidiera a Jacobs quedarse más tiempo, o jugar alguna mano de póker, lo haría gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide.<br />Era la segunda noche en Las Vegas y Frank Sinatra se quedó con sus amigos en el comedor de The Sands hasta cerca de las ocho de la mañana. Durmió casi todo el día; luego volvió en avión a Los Ángeles, y a la mañana siguiente conducía su pequeño coche de golf por los estudios Paramount. Tenía que terminar dos escenas con la rubia y voluptuosa Virna Lisi para la película Asalto al Queen Mary. Mientras conducía el pequeño vehículo entre los grandes edificios de los estudios, vislumbró a Steve Rossi, que con su compañero cómico Marty Allen estaba rodando una película con Nancy Sinatra en un estudio adyacente.<br />–Eh, Dag –le gritó–, deja de besar a Nancy.<br />–Es parte de la película, Frank –contestó Rossi volviendo la cabeza mientras seguía andando.<br />–¿En el garaje?<br />–Es mi sangre “dago”, Frank.4<br />–Será mejor que frenes –contestó Sinatra, guiñándole un ojo.<br />Luego, vuelta la esquina, paró el cochecillo frente a un lóbrego edificio en el interior del cual serían rodadas las escenas de Asalto.<br />–¿Dónde está ese director gordo? –clamó Sinatra al entrar en el estudio, que estaba abarrotado de asistentes, técnicos y actores, todos reunidos alrededor de las cámaras. El director, Jack Donohue, un hombretón que había trabajado con Sinatra durante veintiún años en una u otra producción, había tenido sus problemas con esta película. El guión había sido cortado sin piedad, los actores parecían inquietos, y Sinatra había terminado aburriéndose. Pero ahora sólo quedaban dos escenas: una breve que se rodaría en el estanque y otra más larga y apasionada entre Sinatra y Virna Lisi en una playa.<br />La escena del estanque, que dramatiza una situación en la que Sinatra y sus compañeros fracasan al intentar saquear el Queen Mary, se hizo rápidamente y bien. Al ser retenido Sinatra en el estanque con el agua hasta los hombros durante algunos minutos, dijo:<br />–A ver si aligeramos, amigos. En el agua hace frío, y yo estoy saliendo de un catarro.<br />Los encargados de las cámaras se acercaron, Virna Lisi chapoteó en el agua junto a Sinatra y Jack Donohue gritó a los que manejaban los ventiladores: “Que empiecen las olas”. Otro hombre dio la orden: “Agitad”, y Sinatra empezó a cantar: “¡Agitad rítmicamente!”, después silencio, justo antes de que empezara el rodaje. En la otra escena, Frank Sinatra estaba en la playa mirando a las estrellas. Virna Lisi tenía que acercarse y tirarle un zapato para señalar su presencia. Luego se sentaría a su lado y seguiría una escena apasionada. Poco antes de empezar, Virna Lisi ensayó el lanzamiento del zapato hacia Sinatra acostado en la playa. Cuando lo estaba tirando, Sinatra le dijo:<br />–Si me das en el pájaro me voy a casa.<br />Virna Lisi, que no entiende mucho el inglés y menos aún el vocabulario particular de Sinatra, pareció confundida, pero todos los demás se rieron. Tiró el zapato que, después de volar por el aire, cayó sobre el estómago de Frank.<br />–Bueno, ha sido diez centímetros más arriba –observó él. Ella se desconcertó de nuevo por las risas de detrás de las cámaras.<br />Luego, Jack Donohue les hizo repasar el diálogo, y Sinatra, todavía excitado por la excursión a Las Vegas y ansioso de que empezara el rodaje, dijo:<br />–Vamos a intentarlo.<br />Donohue, aunque no estaba muy seguro de que Sinatra y Lisi se supieran bien el diálogo, accedió y el encargado de la claqueta anunció:<br />–419, toma 1.<br />Virna Lisi se acercó, lanzó el zapato que cayó en el muslo de Sinatra. Él levantó imperceptiblemente una ceja y los demás sonrieron.<br />–¿Qué te dicen las estrellas esta noche? –dijo Virna Lisi sentándose a su lado en la arena.<br />–Esta noche las estrellas me dicen que soy un idiota –contestó Sinatra–, un idiota de marca mayor por meterme en estos líos...<br />–Corten –ordenó Donohue. Había sobre las arenas las sombras de algunos micrófonos y Virna Lisi no estaba sentada en el sitio exacto cerca de Sinatra.<br />–419, toma 2 –anunció el hombre de la claqueta.<br />Virna Lisi volvió a acercarse. Le tiró el zapato, que no le alcanzó. Sinatra dio sólo un leve suspiro.<br />–¿Qué te dicen las estrellas esta noche?<br />–Esta noche las estrellas me dicen que soy un idiota, un idiota de marca mayor por meterme en estos líos...<br />Luego, según el guión, Sinatra tenía que continuar diciendo: “¿Sabes en qué nos vamos a meter? En el momento en que subamos al puente del Queen Mary, estaremos indeleblemente marcados”, pero Sinatra, que a menudo improvisa, dijo:<br />–¿Sabes en qué nos vamos a meter? En el momento en que subamos al puente de ese jodido barco...<br />–No, no –interrumpió Donohue, sacudiendo la cabeza–. No creo que eso esté bien.<br />Las cámaras se pararon, algunos rieron y Sinatra miró arriba como si hubiera sido interrumpido injustamente.<br />–No veo por qué no lo puedo decir –empezó. Pero Richard Conte, que estaba detrás de la cámara, gritó:<br />–En Londres no lo aceptarían.<br />Donohue se pasó los dedos por su escasa cabellera gris y, sin dar muestras de enfado, dijo:<br />–¿Sabes?, la escena era muy buena hasta que alguien la estropeó...<br />–Sí –intervino Billy Daniels, asomando la cabeza por detrás de la cámara–, estaba muy bien...<br />–Cuidado con lo que dices –le interrumpió Sinatra.<br />Luego Frank, que es muy hábil en encontrar la forma de no volver a rodar, propuso una solución con la que se podía usar la película quitando la frase defectuosa que sería doblada más tarde. La idea se aceptó, las cámaras empezaron a funcionar de nuevo; Virna Lisi se inclinaba hacia Sinatra en la arena y él la atraía hacia sí. La cámara se acercó para tomar un primer plano de sus caras y estuvo en movimiento durante algunos segundos, pero Sinatra y Lisi no dejaron de besarse, siguieron echados en la playa estrechamente abrazados, luego la pierna izquierda de Virna Lisi empezó a levantarse un poco, y todos en el estudio miraban en silencio, sin decir palabra, hasta que Donohue dijo por fin:<br />–Cuando hayan terminado, avísenme. Se me está acabando la película.<br />Entonces Virna Lisi se levantó, se alisó el traje blanco, echó hacia atrás su pelo rubio, y se limpió la boca, cuya pintura se había emborronado. Sinatra, con una leve sonrisa en los labios, se levantó y se dirigió a su camerino.<br />Al pasar cerca de un anciano que estaba junto a una cámara, Sinatra le preguntó:<br />–¿Cómo va su Bell & Howell?<br />El viejo sonrió.<br />–Muy bien, Frank.<br />–Me alegro.<br />En el camerino le esperaba un diseñador de coches que tenía los dibujos para el nuevo automóvil con carrocería especial que iba a reemplazar el Ghia de 25.000 dólares que Sinatra había conducido durante los últimos años. También le esperaba su secretario, Tom Conroy, que traía un saco lleno de cartas de sus admiradores, incluida una del alcalde de Nueva York, John Lindsay; y también Bill Millar, el pianista de Sinatra, para ensayar algunas de las canciones que serían grabadas más tarde, del nuevo álbum de Frank: Moonlight Sinatra.<br />Mientras que a Sinatra no le importa bromear en el estudio cinematográfico, es enormemente serio en las sesiones de grabación. Como explicó una vez al escritor británico Robin Douglas-Hume: “Cuando grabas un disco, estás completamente solo. Si es malo y a la gente no le gusta, la responsabilidad es tuya y de nadie más. Si es bueno, dígase lo mismo. Con las películas no es así: están los productores, los autores del guión y cientos de hombres en las oficinas. La responsabilidad no está sólo en tus manos. Con un disco lo eres todo...”<br />But now the days are short<br />I am in the Autumn of the year<br />And now I think of my life<br />As vintage wine<br />From fine old kegs...<br /><br />Ya no tiene importancia el autor de la canción o de la letra. Todas sus palabras, sus sentimientos, son capítulos del lírico romance de su vida.<br />Life is a beautiful thing<br />As long as I hold the string...<br />Cuando Frank Sinatra llega en coche al estudio, baja del automóvil y se dirige danzando a la entrada; luego, chasqueando los dedos, de pie frente a la orquesta en una habitación íntima y sellada, de pronto domina a cada hombre, a cada instrumento, a cada onda de sonido. Algunos de los músicos llevan con él más de veinticinco años y se han hecho viejos oyéndole cantar You Make Me Feel so Young.<br />Cuando está en forma, como sucedía esa noche, Sinatra está extasiado, la sala se llena de electricidad, hay una excitación que se contagia a la orquesta y se percibe en la cabina de dirección donde una docena de amigos de Sinatra le saludan agitando las manos desde detrás del cristal, entre ellos Don Drysdale, jugador de los Dodgers. “Hola, gran D”, le grita Sinatra. También está allí Bo Wininger, profesional de golf; hay también –de pie en la cabina, detrás de los empleados– numerosas mujeres guapas, que sonríen a Sinatra y ondulan suavemente sus cuerpos al ritmo de la música:<br />Will this be moon love<br />Nothing but moon love<br />Will you be gone when the dawn<br />Comes stealing through...<br /><br />Después de haber terminado se vuelve a escuchar la grabación de la cinta, y Nancy Sinatra, que acaba de entrar, se reúne con su padre delante de la orquesta para oír la repetición. Escuchan en silencio, mientras todos los ojos miran fijamente al rey y la princesa. Cuando la música termina, suena un aplauso desde la cabina de dirección. Nancy sonríe, su padre chasquea los dedos y canta, llevando el ritmo con el pie. “Oo-ba-deeba-boobe-do”. Luego Sinatra llama a uno de sus hombres:<br />–Eh, Sarge, ¿puedes conseguir media taza de café?<br />Sarge Weiss, que había estado escuchando la música, se levanta lentamente.<br />–No quería despertarte, Sarge –dice Sinatra sonriendo.<br />Weiss trae el café y Sinatra lo mira, lo olfatea y luego anuncia:<br />–Pensaba que iba a ser amable conmigo, pero es realmente café... –Más sonrisas, y luego la orquesta se prepara para el número siguiente. Una hora después todo ha terminado.<br />Los músicos guardan los instrumentos en sus estuches, cogen sus chaquetas y empiezan a desfilar, dando las buenas noches a Sinatra. Los conoce a todos por su nombre; sabe mucho de su vida, de sus días de solteros, de sus divorcios, de sus momentos felices y desgraciados, como ellos lo conocen también. Cuando la corneta, un italiano bajito llamado Vincent DeRosa –que ha trabajado con Sinatra desde los tiempos del Hit Parade del Lucky Strike– pasó por su lado, Sinatra lo detuvo un momento.<br />–Vincenzo –dijo–, ¿Cómo está tu nena?<br />–Está bien, Frank.<br />–Oh, ya no es ninguna nena –se corrigió Sinatra–, debe ser una mujer.<br />–Sí, ahora va a la universidad, la usc. También tiene cierto talento para cantar, Frank.<br />Sinatra calló un momento. Luego dijo:<br />–Sí, pero es mejor que antes se eduque, Vincenzo.<br />Vincenzo DeRosa asintió.<br />–Sí, Frank. Bien, buenas noches, Frank.<br />–Buenas noches, Vincenzo.<br />Después de que los músicos se hubieran marchado, Sinatra abandonó la sala de grabación y se reunió con sus amigos en el pasillo. Iría a tomar un trago con Drysdale, Wininger y otros pocos más, pero primero anduvo hasta el otro extremo del pasillo para dar las buenas noches a Nancy, que estaba poniéndose el abrigo y pensaba volver a casa en coche.<br />Cuando Sinatra la hubo besado en la mejilla, se apresuró a reunirse con sus amigos en la salida. Pero antes de que Nancy pudiera salir del estudio, Al Silvani, otro de los hombres de Sinatra, un antiguo entrenador de boxeo, se le acercó.<br />–¿Estás lista para marcharte, Nancy?<br />–Oh, gracias, Al, no hay cuidado.<br />–Órdenes de papi –dijo Silvani, levantando las manos con las palmas hacia fuera. Solamente cuando Nancy le demostró que dos de sus amigos la acompañarían a casa, y tan sólo cuando Silvani los reconoció como amigos, decidió marcharse.<br />El resto del mes fue claro y templado. La sesión de grabación había sido magnífica; la película estaba terminada y los espectáculos televisivos pertenecían al pasado. Sinatra salió de su despacho y mientras conducía su Ghia había empezado a coordinar sus últimos proyectos. Tenía un compromiso en The Sands, una nueva película de espionaje llamada Atrapado que se rodaría en Inglaterra, y un par más de álbumes por hacer en los próximos meses. Y dentro de una semana cumpliría cincuenta años...<br />Life is a beautiful thing<br />As long as I hold the string...<br />I’d be asilly so-and-so<br />If I should ever let go...<br />Frank Sinatra paró el coche. El disco estaba en rojo. Los peatones pasaban deprisa delante de sus parabrisas, pero, como siempre, hubo alguien que no lo hizo. Era una muchacha de unos veinte años. Estaba en la acera mirándolo fijamente. Él la veía de reojo y sabía, porque sucede casi a diario, que estaba pensando: “Se le parece, pero ¿será él?”<br />Cuando el disco iba a cambiar, Sinatra se volvió hacia ella y la miró directamente a los ojos, esperando la reacción que no tardaría en manifestarse. Así fue, y él le sonrió. Ella contestó con otra sonrisa, y Sinatra se fugó. ~<br /><br />©Traducción cedida por la revista Gatopardo.<br /><br />1. El torpedero en que prestaba servicio John F. Kennedy y que se hundió en el Pacífico en la Segunda Guerra Mundial. (Nota del traductor)<br />2. Término despectivo con que los norteamericanos designan a los italianos. Parece ser que deriva de la palabra “guappo” (de indudable origen castellano) con la que se denomina a los bravucones y a los chulos. (Nota del traductor)<br />3. De slacks, pantalones sueltos. (Nota del traductor)<br />4. Término populachero con el que se designa a los latinos. (Nota del traductor)</div>alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7474117509787121871.post-79370500571018802772009-07-30T16:16:00.001-07:002009-07-30T16:31:52.252-07:00<span style="font-size:180%;color:#3366ff;">"Cochise" a vuelo de tequila<br /></span>Por Gonzalo Arango<br />Revista Cromos<br /><br />El Corazón de Jesús más feo del mundo está en el Barrio Simón Bolívar: Cra. 84 N°. 37-6, de Medellín.<br />En esa casa vive Martín Emilio Rodríguez Gutiérrez, alias Cochise.<br />El cuatro veces Campeón Nacional de Ciclismo, Medalla de Oro en Winnipeg, y otros resonantes triunfos internacionales.<br />Con los campeones no tengo buena suerte.<br />Cuando doy al chofer la dirección, me lleva a otro barrio, al otro extremo de la casa que busco.<br />Después de perdernos en un laberinto de nomenclaturas digo al camarada conductor que esa dirección es donde vive Cochise, el campeón de ciclismo.<br />—Si me lo dice al principio lo llevo como un tiro.<br />Son las seis y media de la noche. Estoy atrasado media hora. Frente a la casa del campeón hay un Volkswagen estacionado, recién brillado. Toco el timbre.<br />Aparece una señora con cara de mamá.<br />—¿Está Cochise?<br />—Sí, entre.<br />Ahí mismo queda la sala de recibo. Al fondo el comedor. Ese que está comiendo debe ser él. Digo: “hola”. El dice: “ya me iba a ir”. Yo digo: “entonces llegué a tiempo”.<br />Me siento en un sofá rosado, chillón. Ese Corazón de Jesús me aturde con su llamarada en el pecho amenazando quemar toda la casa, su propia melena. Luce recién salido de la peluquería, la barba rubia debe oler a Jean Marie Farina. La melena se precipita en un raudal de bucles engominados con glostora. No es un Cristo Redentor. Es una lámina para decorar un salón de cosméticos de Max Factor.<br />Las lámparas chorrean de los cielorrasos una luz cegadora. Hay terracotas, porcelanas feas pero baratas. Al lado de un conjunto de ballet clásico, hay un bigotudo horrendo fumando una pipa, o un cerdo barrigón que sirve de alcancía.<br />Frente a la sala está el barcito prefabricado, lleno de banderas y colorines. Todo delata el mal gusto del proletariado burgués.<br />Por una escalera se sube al segundo piso, donde están los dormitorios. La televisión está prendida. Una emisora muele música de pachanga a todo vapor. Es una casa muy animada por dentro.<br />La Hora Calmadoral anuncia que son las 6 y 45. Mi hombre llega al fin. Se para al frente sin mirarme. Como no dice nada me levanto y le doy la mano. Él se escarba con la uña una tirita de carne que se le quedó enredada en los dientes. Sigue sin decir nada, como a mil kilómetros de distancia. Este campeón parece difícil de entrevistar. Su tontería o falta de hospitalidad me desaniman bárbaramente.<br />Mientras se presta al diálogo lo observo: es un tipo alto, mide un metro con ochenta, pesa 75 kilos, buen mozo, de aspecto ingenuo pero viril. Viste un bluyin azul, camisa bicolor, irradia el esplendor propio del éxito y la buena salud.<br />Nada enturbia su mirada ni su frente: ni el pensamiento ni una nube de tristeza.<br />Acaba de cumplir veintiséis años. Nació el 14 de abril de 1942, en Guayabal, el barrio de los tejares de Medellín.<br />Ese debió ser un barrio muy pobre en su tiempo, sin agua, sin luz, sin alcantarillas, un vivero mortífero de plagas.<br />Los campeones suelen nacer en esos barrios proletarios, con muchas mangas, mucho barro, muchas penas, muchas miserias dentro y alrededor.<br />La mamá de Martín es una viejita que está ahí sentada oyendo sin mirar, remendando algo. Con un aire tierno y beatífico. Se llama Gertrudis Gutiérrez. Es viuda. No abrió la boca sino para confirmar la fecha del nacimiento del hijo.<br />El padre de Cochise llamaba Victoriano Rodríguez, pero murió a los once días de nacer el campeón, con lo cual la pobreza se sumó al dolor de su llegada al mundo.<br />En total son seis hijos: tres hombres y tres hembras.<br />Estudió hasta quinto de primaria. Dejó los estudios para trabajar. Su primer oficio, naturalmente, tenía que ver con bicicleta: cobrador en un gabinete de odontólogos. Estos profesionales lo estimularon en su vocación. Hoy los llaman “los Cochises”, por su culto idolátrico al campeón.<br />Luego trabajó como “despachador” en Caribú, aforando cajas y bultos de mercancía. Un obrero del montón.<br />Empieza a tomar en serio el ciclismo, entrena, participa en competencias regionales: como turismero. Se apunta el primer triunfo en la Doble a San Pedro.<br />Participa en una Vuelta a Colombia, el máximo evento deportivo, y ocupa el sexto lugar. Es un buen presagio.<br />Cada año se acerca un poco más a la meta y a la gloria, y por varias veces se clasifica subcampeón.<br />Hasta que se corona por fin, y repite la hazaña cuatro veces consecutivas, sin rival a la vista para disputarle la corona. Este año se verá.<br />Con la fama llegan los privilegios, los patrocinios. De los sótanos de mercancía asciende a empleado de las oficinas de la empresa. Le pagan por no hacer nada, o muy poco. Pero debe hacer acto de presencia como todo el personal. Puede disponer del tiempo que necesita para entrenamientos.<br />Como la hinchada ocupa todo el tiempo el conmutador de la fábrica, el gerente Gabriel Ángel decide que se quede en casa, que sólo vuelva a cobrar el sueldo. Incluso, le propone que funde un pequeño almacén para que atienda a su clientela, y le ofrece créditos y garantías.<br />Cochise funda el Almacén Cochise, donde vende blue-jeans Cochise. Por cada bluyín que vende encima un autógrafo. Es un éxito, bate el récord de ventas de los grandes almacenes. Una hermana del campeón y su colega Papaya Vanegas, lo administran. Él hace acto de presencia dos horas por la tarde, de 5 a 7.<br />Su patrón se preocupa y piensa que su patrocinado dejará de ser un día campeón, pues esa es la fatalidad de la gloria: no ser eterna.<br />Por esa razón, el doctor Ángel le costea profesores a domicilio para que le enseñen cositas y hagan del campeón un ciudadano útil a la sociedad en el futuro. En sus horas libres, Martín estudia historia patria, inglés y ortografía.<br />Afortunadamente su cultura patria no se le nota ni por el forro, pues si lo meten de lleno en la sintaxis se caerá del galápago.<br />La sublime virtud del campeón radica, precisamente, en su absoluta animalidad, en su poder irracional. Nunca en saber qué diablos es un sufijo, lo cual sería la ruina de su carrera deportiva.<br />Para cumplir esas hazañas hay que tener cerebro de plomo, alma de torero y pies de oro.<br />El único enemigo que tiene Cochise es el tiempo. Un año de estos lo derrotará la edad, nadie más.<br />El ciclismo es su vida, su gloria, lo que más ama. A eso lo sacrifica todo: amor, fiestas, diversiones, mujeres. No fuma, no bebe, no parrandea. Se economiza íntegramente para la hora de la verdad: ¡la victoria!<br />Se levanta a las 7 de la mañana, desayuna, monta en la cicla. Entrena 5 horas diarias. Va y viene por todas las carreteras, por todos los climas. Corre en llanos, en subidas, en bajadas, en frío, en caliente.<br />A la una de la tarde regresa, se baña, almuerza, duerme dos horas. Estudia con sus profesores. Luego se va para el Almacén Cochise a ver cómo anda el negocio.<br />A las 7 de la noche regresa al hogar, come, va un rato donde la novia o ve televisión. A las diez está roncando.<br />Así todos los días, invariablemente, durante años.<br />Es una vida heroica y ascética la de los campeones. El precio de su gloria es renunciar a los privilegios que da, pues de lo contrario no serían campeones.<br />El reportaje no duró una hora como estaba previsto, sino cuatro. Pues por la casa del campeón desfilan vecinos, hinchas, deportistas. Esa noche, un bus estacionó en la casa con 50 pasajeros. Venían de un paseo dominical. Querían verlo, conocerlo, admirar sus trofeos, pedirle un autógrafo.<br />Subían por tandas al segundo piso donde están las copas, las medallas y todo eso. Doña Gertrudis se puso activa, vigilante, para que no se fueran a robar nada.<br />A Cochise se le despertó el seductor, y galanteaba inocentemente a las chicas de minifalda o bluyines. A las bonitas les decía “mamacitas”. Me llamaba la atención para que tomara nota de su éxito.<br />—Oíste, ¿vos qué opinás de este bomboncito, ah?<br />La chica ríe como un perrito agradecido, es decir, como una perrita, y al saborear el elogio deja ver el cobre de su belleza: le faltan tres dientes.<br />Como debían oler a paseo de día entero, la cosa no me entusiasmaba, francamente. Para que no pensara que yo era un maldito envidioso, le seguía la corriente: “Oh, divino el bomboncito”.<br />Cuando el paseo se marchó la casa quedó oliendo a salchichería, una mezcla de olores<br />amotinados. Pero el campeón estaba feliz de haber abrazado a sus “bomboncitos”.<br />Un perro vino y se echó en mitad de la sala. Era grande y manso. El campeón lo acarició con cariño. ¿Cómo se llama? “Blek”.<br />Pensé en William Blake<br />—¿Blake? ¿Como el poeta inglés?<br />—No, “Blek”.<br />Aunque no era negro, sino café con leche, pregunté si “Black”.<br />—No, hombre, “Blek”, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir?<br />Cochise me trató como a un “lagarto” a quien está haciendo el honor de conceder un reportaje. Nunca me llamó por mi nombre. En realidad, no sabía quién era yo: nadaísta, poeta, “Aliocha” y todo eso. A veces se ponía furioso con alguna pregunta que le parecía absurda, o que no entendía. Entonces me regañaba. Decía frases paisas de uso popular que yo no entendía bien, como “ni piper”, o “ya voy Toño”.<br />Sin embargo, me ofreció una cerveza. Dije que prefería mejor un aguardiente. El dijo: “Vos sí sos exigente, ¿no?”.<br />Fue al barcito, sacó varias botellas de whisky sin descorchar para notificarme que en materia de licores no le ganaba nadie. Me ofreció un whisky. Antes de que se enojara, acepté. A última hora cambió de idea y dijo que si prefería un Tequila Cuervo, punto de México. Me estaba deslumbrando con su bar.<br />—Está bien, lo que sea.<br />Me trajo una copa rebosante y se quedó ahí de pie, mirándome.<br />—El trago es una tontería, nunca bebo.<br />Puse la copa en la mesa y anoté: “no bebe”.<br />—Oye, por qué te llaman Cochise?<br />—Después te digo, tómate primero el tequila a ver qué tal.<br />Como era una orden muy amable, le obedecí.<br />Yo sabía que en el fondo tenía un corazón de oro.<br />Vacié la copa de un solo trago... ¡Rayos! No había ni una gota dentro del cristal. Miré la cosa extrañado, sin comprender. El líquido seguía ahí sin derramarse. Entonces el campeón se tiró al tapete a morirse de risa, feliz de haberme gastado una broma. La copa tenía doble fondo, era un juguete.<br />“Blek”, al ver a su amo como un condenado epiléptico, se puso a ladrar con ganas de darme un mordisco. Él gritaba “¡te la hice! ¡Te la hice!, ¡ja, ja, ja,!”.<br />Me dio ganas de romperle la copa en la cabeza, pero sólo dije: “buena esa, campeón”, y me reí de rabia.<br />(¿Qué más podía hacer, don Camilo? ¿No cree que uno, a pesar de ser tan buen escritor, se merece por lo menos el Premio Nacional de Periodismo?)<br />Cuando se calmó, trajo una copa de verdad, y la botella de Tequila Cuervo. Esta vez yo mismo me serví un auténtico trago doble, y juré que me bebería la botella entera aunque tuviera que emborracharme.<br />—Bueno, ¿de dónde salió eso de Cochise?<br />—De La flecha roja, una película de indios. Así se llamaba el protagonista, un tipo legal. Por eso yo me puse Cochise.<br />—Después de Cochise, ¿a cuál ciclista colombiano admiras más?<br />—A Rubén Darío Gómez. Ahí donde lo ven tan chiquito y camina. A Hernán Medina. A Papaya Vanegas. A ver a quién más...<br />—¿A Ramón Hoyos no?<br />—Ah, sí, Ramón...<br />(Por alguna secreta razón o rivalidad, noté que le tiene bronca al ex campeón).<br />—¿Cuál es tu máxima aspiración deportiva?<br />—Ser campeón mundial de los 4 mil metros .<br />—¿A los cuántos años te piensas retirar?<br />—Cuando decaiga.<br />—¿No crees que es mejor retirarse invicto que derrotado?<br />—El deporte no es sólo triunfar sino competir.<br />—Pero, ¿si este año no llegas de primero sino de quinto...?<br />—¿De quinto? ¡Ni piper!... (ofendido)<br />—¿Por qué no? En deporte todo es posible. A Ramón Hoyos le pasó.<br />—Yo soy Cochise, yo me conozco, sé hasta dónde doy.<br />—Claro, eres el jet de las carreteras, pero aún así...<br />—Puede que hasta de segundo, ¿pero de quinto? En todo caso esta será la última vuelta en que participo.<br />—¿A qué te piensas dedicar?<br />—Me gustaría competir en Italia y Francia. Cuando regrese me dedicaré al almacén y pondré un tallercito con la ayuda de Dios.<br />—¿El ciclismo te ha dado plata?<br />—Qué va, hombre, todo se va en fama, en fotos, pero la “lana” no se ve.<br />—¿Y esta casa de dónde salió, y el carrito, y el almacén y el sueldo de Caribú y cuánto tienes en el banco?<br />—Eso no me lo dio el ciclismo sino mi trabajo. Yo lo que tengo lo he sudado.<br />—De acuerdo, pero si no fueras campeón todavía estarías aforando bultos en Caribú, con mil pesos de sueldo.<br />—No niego que Caribú se ha portado bien conmigo y por eso soy fiel. Pero, ¿qué me ha dado Antioquia? ¡Nada! A Ramón sí le dieron, pero a mí sólo me piden el autógrafo, así, ¿la fama para qué?<br />—¿Cuánto ganas por la Vuelta a Colombia?<br />—Cuatro mil mugres, eso no paga sudar la gorda. Antioquia ha sido tacaña conmigo y eso me ofende. Por ejemplo, cuando trajimos todos los trofeos de México el año pasado, el alcalde de Bogotá nos regaló de a diez mil. En cambio en Medellín nos salieron con la migaja de dos mil. ¿No ve? nadie es profeta en su tierra.<br />—Pero eres profeta en Colombia: el año pasado te eligieron el deportista del año, o sea, diez millones de colombianos son hinchas tuyos. ¿Por qué no te lanzas de candidato a senador en las próximas elecciones? Estoy seguro que saldrías elegido.<br />—¿Y yo qué gano con eso?<br />—Pues hombre, ganas gloria, y te enciman diez mil pesos mensuales por no hacer nada.<br />—Ah, por diez mil pesos ni hablar, ¡listos!<br />—Cuenta con mi voto y el de “los bomboncitos”. ¿Y tu novia?<br />—No hablemos de eso.<br />—¿Cómo se llama?<br />—Lía Correa.<br />—¿Te piensas casar?<br />—Natural, como todo el mundo, no me voy a quedar de reliquia.<br />—¿Cuándo?<br />—Ahora es temprano para pensar en eso. Primero el ciclismo.<br />—¿Te casarías con una reina de belleza?<br />—Yo soy modesto, una reina no se fijaría en mí.<br />—¿Por qué no? Eres campeón, eres famoso, tienes “pinta”, tienes almacén, ¿qué más quieres?<br />—No, reinas no. La que algún día sea mi esposa debe ser una mujer legal.<br />—¿Cómo es una mujer legal?<br />—Pues una que sirva para esposa, mejor dicho, que sea virtuosa, hogareña, que no use minifalda ni sea ye-ye.<br />—¿No te gusta la moda actual?<br />—Claro que sí, me gustan las chicas que usan minifalda, esas que van a las heladerías, tengo muchas amigas de esas, pero mi novia tiene que ser seria, una dama.<br />—Según eso, ¿las que usan minifalda no son damas?<br />—Yo no digo que no sean buenas muchachas, hay de todo, pero para mi gusto, no hay como una mujer seria, que no esté mostrando las pantorrillas por ahí...<br />—Veo que eres un antioqueño de armas tomar. Estoy seguro que tienes un santo de tu devoción.<br />—Fray Martín de Porres.<br />—Aunque sobra la pregunta, ¿eres conservador o liberal?<br />—De política no hablo. Yo sí voté una vez, pero no digo por quién. A mí me hicieron votar.<br />—¿Por el doctor Carlos Lleras?<br />—No digo.<br />—Si te mandaran a hacer la guerra en Vietnam, ¿qué harías?<br />—Ya voy Toño... ¿Y por qué voy a ir? esa no es conmigo.<br />—Pero suponiendo que te obligue el gobierno, la patria.<br />—Ah, si es por la patria habría que ir.<br />—¿Y si te matan?<br />—Pues hombre, ese sería el fin del pobre Cochise.<br />—Cassius Clay perdió su corona de campeón por negarse a ir a la guerra. ¿Qué piensas de eso?<br />—El hizo bien, para no traicionar su religión.<br />—Pero el gobierno lo obligaba, la patria.<br />—Es que los gringos son muy orgullosos, y ese orgullo los va a enterrar, ponga cuidado y verá.<br />—¿Cuál consideras tu mejor cualidad?<br />—Soy sencillo; como deportista soy responsable.<br />—¿Y tu mayor defecto?<br />—Yo soy feíto pero gustador, ¿no vio, pues?<br />—Claro, la locura... ¿Qué clase de música te gusta?<br />—La música clásica me gusta machamente.<br />—¿Cuáles son tus músicos favoritos?<br />—Javier Solís y Roberto Ledesma.<br />—¿Y entre los modernos?<br />—Raphael. Yo bailo go-go pero no muy bien que digamos.<br />—¿Te gusta Pablus Gallinazo?<br />—¿Gallinazo? ¿Qué es eso?<br />—Olvídate. Cochise, ¿cuántos libros has leído en tu vida?<br />—A ver..., leí uno que se llama Descanse y viva... a ver... ¡ej! Qué memoria tan condenada... arriba tengo unos libritos, si quiere los bajo.<br />—Me gustaría verlos.<br />—El campeón subió a su cuarto. Aprovecho para echarme un tequila doble, y otro de repuesto.<br />Bajó cinco libros: Los titanes de la música, Cómo triunfar en los negocios, Poesías románticas y uno que me llamó poderosamente la atención, no por la chica semidesnuda que adorna la portada, sino por la frase que se destaca en letras rojas y entre comillas: “Extraordinaria, me enciende la sangre”. Nada menos que firmada por Henry Miller. Se titula Ella, de Rider Haggard, bestseller mundial, a quien no tengo el honor de conocer.<br />No puede ser que una novela que le enciende la sangre al autor de La crucifixión rosada se la encienda también a Cochise. O Miller está loco, o Cochise es un mentiroso. Pero él asegura que la leyó en los descansos durante la Vuelta a México, y que le encantó. Como no conozco el libro se lo pido prestado.<br />—Pero me lo devuelve.<br />Lo prometo. Francamente me desalienta leer este librito, pero no es porque dude del buen gusto de Cochise, sino del anciano Mr. Miller.<br />—Si te enamoraras perdidamente, ¿dejarías el ciclismo por una mujer?<br />—Ni por veinte.<br />—Y si te ofrecieran medio millón de pesos?<br />—Creo que no llegaría ese caso.<br />—Supongamos que yo te los ofrezco ahora mismo...<br />—¿Al contado?<br />—Bueno, supongo que me darás un placito.<br />—Entonces no.<br />La Hora Calmadoral dice que son las 10. Pido permiso para llamar por teléfono a un amigo a ver si puede venir en su carro a recogerme. Estará aquí dentro de quince minutos. Cochise está cabeceando de sueño.<br />Dice que le encantan los toros. Una vez le ofrecieron cuatro mil pesos por torear en una novillada en la Plaza de la Macarena. Toreó dos vaquitas sin tragedias que lamentar.<br />Sus otras pasiones son el fútbol, el automovilismo y la aviación: “Si algún día llego a tener plata me compraré una avionetica”.<br />—Cochise, ¿le darías la vuelta al mundo en bicicleta?<br />—¿Y en qué llevo la ropa, ah? Vos si que me creés bobo —dice furioso.<br />—Tienes razón, no había pensado en eso, perdona.<br />Ahí está mi amigo. Le grito por la ventana que voy en dos minutos. Cochise abre la puerta y lo invita a entrar. Los presento.<br />—Hola, Cochise.<br />—Hola, “Fugitivo”.<br />El Cid me mira extrañado como preguntando qué diablos es eso de “Fugitivo”. Yo estoy en las mismas. Se ponen a hablar de carros, como no entiendo me dedico al tequila.<br />—Cuánto me encimas, Fugitivo, y te lo cambio al mío.<br />—No, Cochise, no tengo plata. Decíme, ¿qué es eso de “Fugitivo”?<br />—Hombre, es que te pareces al “Fugitivo” de la televisión, ni pintado.<br />Ordeno las notas, me tomo otro doble, y me levanto para despedirme del campeón. Las cosas parecen temblar. Endemoniado tequila. Acerco un cigarrillo a la llamita trémula de la pared.<br />—Hombre, qué estás haciendo con eso...<br />—Enciendo mi cigarrillo.<br />—¿Pero no ves que son las llamas del Corazón de Jesús?<br />—Caramba, pensé que eran de verdad.<br />Salimos a la calle. La brisa susurra en los astromelios. Bueno, que ganes la vuelta, y gracias por el tequila.<br />—Oíste, ¿y eso dónde lo van a publicar?<br />—En Cromos.<br />—¿Es una revista extranjera?<br />—No, de Bogotá.<br />—Ah, como es tan bonita yo pensé que no era de aquí.<br />Con razón: si Cochise supiera quién es Gonzalo Arango, o de qué país es la revista Cromos, estoy seguro que no sería el Campeón Nacional de Ciclismo.<br />Y es mejor que lo siga ignorando si no quiere perder la corona.alejohttp://www.blogger.com/profile/00871530381919190221noreply@blogger.com0